Si se trata de hacer recuento, primero hacer memoria. Recordar la última década del siglo XX y al hacerlo recordar cierto alarmismo desmedido y punzante, sobre todo con una profecía ampliamente difundida: “La tecnología impactará hasta la médula en nuestras sociedades, los espectáculos en vivo están en peligro. Todo ocurrirá detrás de una pantalla”.
Más de diez años después, con la ventaja de la perspectiva y las hemerotecas, es innegable que hemos transitado definitivamente hacia la era digital y que el uso de la tecnología circunda nuestra presencia en el tiempo/espacio, pero los profetas del apocalipsis de las artes teatrales se equivocaron. Justamente por el uso continuo de simuladores electrónicos, el espectáculo en directo ha ganado más espectadores en el plano global. En casi todos los países con teatro profesional ha aumentado la afluencia de público. Y la temida pantalla se trasladó del ordenador a la escena, sin mucho debate. El videoproyector ganó un lugar en la nómina actoral.No deja de ser curioso, en relación con las artes escénicas y muy especialmente con el teatro, la danza y el circo, que gran parte de la crítica y algunos creadores con trayectoria a nivel continental imaginaran el comienzo del siglo XXI plagado de globalidad, transversalidad, mixtura de géneros y de eliminar las fronteras entre las artes para avanzar hacia una “renovación” posmoderna. Se hablaba de los “jóvenes teatristas” como si se tratara de una horda de mutantes armados (y drogados) con videojuegos y ordenadores portátiles que convertirían el teatro clásico en un juego de rol y la ópera en un deporte de contacto.
Diez años después se dice lo mismo. Los mayores siguen vaticinado oscurantismo y terrorismo de vanguardia en contra de las artes dramáticas. Lo cierto es que los jóvenes, salvo excepciones notables y cada vez más notables, desempeñan un papel acomodaticio y conservador en la sociedad teatral (en la sociedad en general), desde la creación, la crítica y la investigación. Buscan pertenecer a una escuela, ser reconocidos por una tradición y ser palmeados por sus maestros. Otro asunto (muy común en este oficio de comediantes) es ver renovación radical donde sólo hay cambios de perspectiva y generaciones que se suceden llanamente.
Los mayores siguen vaticinado oscurantismo y terrorismo de vanguardia en contra de las artes dramáticas. Lo cierto es que los jóvenes, salvo excepciones notables y cada vez más notables, desempeñan un papel acomodaticio y conservador en la sociedad teatral.
Parece más una postura que un auténtico vaticinio: querer transformar la teatralidad en esa otra cosa/compleja/cercana/a las/artes visuales francamente se ha visto poco fuera de festivales especializados para el caso y durante diez años todo director teatral moderno que se precie tiene que repetir como un credo lo anterior, aunque ni en la teoría ni mucho menos en la práctica haya resultados evidentes. Es verdad que existen innumerables muestras de espectáculos híbridos y experiencias escénicas plurales, pero son sólo una parte del todo y francamente una parte muy pequeña. El teatro occidental en general se sigue ejecutando de la misma manera que hace diez o quince años. ¿Qué ha cambiado? En los países desarrollados, el número de focos con los cuales se ilumina el espectáculo y quizá el número de técnicos para completar la instalación eléctrica. En lo demás, realmente poco en lo general y quizá mucho más en lo particular, especialmente con grupos y artistas que avanzan cada vez más veloces y abandonan el pelotón de los conformistas en un plácido y chabacano rezago. En los países pobres, cada vez hay menos focos y los artistas son al mismo tiempo los técnicos de sala. Dentro de poco los espectadores ayudarán a montar escenografías, movilizar proyectores de luz y accionar pistas de audio.
¿Algún cambio radical en el teatro y la danza en los últimos diez años? Sólo se confirmó una hipótesis: la escenografía impactó de lleno en la poética, en especial en grandes producciones. Los escenógrafos casi alcanzan en prestigio a los directores de escena y su visión dejó al autor en el cuarto lugar en jerarquía de un proceso escénico profesional. Ah, claro, el productor sigue a la cabeza y en tiempos de capitalismo súper salvaje, el éxito de un montaje lo garantiza un buen productor/gestor/director de prensa/relaciones públicas/asesor jurídico/distribuidor/ que tenga amigos influyentes. Es decir, el contenido de la oferta teatral perdió el poco prestigio que le quedaba —herencia del siglo XIX— y mutó en frasecita publicitaria para el cartel de prensa.
El performance no ha sido el nuevo formato que la teatralidad esperaba para renovarse, ni tampoco abrió horizontes de experimentación versátiles, más bien acciones aisladas y hermosas postales olvidables; tampoco impactó en la percepción estética del público ni provocó debates culturales o críticos de cierta profundidad, acaso escandalizó a un puñado de transeúntes. El performance es el primer gran deudor de la década pasada. El teatro de calle, en una línea aún más descendiente, pasó de espectáculo teatral a desfile de carnaval. La calle, el espacio público como materia de investigación formal como/desde la escena ha perdido autoridad. América Latina —el clima es propicio— debía ser el gran lugar del teatro de calle y al contrario, ha sido la vieja Europa la que se apoderó de la calle como objeto performativo para convertirla en pasarela teatral al uso: desfiles públicos, inauguraciones de algo, celebraciones deportivas, militares, sociales. El teatro de calle es un acompañante, no el plato principal. No hacen falta actores, sobran figurantes. Es decir, hemos asistido a la muerte del teatro de calle como parte de una tradición que salía de la escena y disertaba entre los caminantes. Ahora los caminantes saben que el teatro en la calle anuncia otra cosa: la cabalgata de los reyes magos.
El circo es el gran triunfador de la década pasada, justamente porque salió del circo. Entró al campo de la experimentación desde el escenario y convirtió una práctica aeróbica en un planteamiento estético serio. Queda mucho por zanjar, pero sin duda las artes circenses y cierto tipo de clown han dado la sorpresa en estos diez años. No así la ópera que se ha convertido en una parodia millonaria de sí misma. Salvo montajes muy afortunados (y costosísimos para un público reducidísimo), el género mayor está en franca decadencia, de público, de creadores, de razón de ser. Asistimos a los estertores de la ópera clásica, sin duda.
Al contrario, la danza contemporánea vive, en diez años ha salido del coma. Según cada geografía, con circunstancias mejores o peores y aunque sigue afectada por una crisis de sentido: avanzar hacia lo textual o volver a la experimentación gestual de los ochentas, su trayectoria pese a todo es revitalizante y anticanónica. La gran duda es si existe un público capaz de comprenderla, más allá de su propio ámbito. Al final lo que pregunta la danza contemporánea, con su voz tímida de bailarina es: ¿Cuál será el papel del cuerpo humano en este siglo? Y esa duda puede llevar años de respuestas probables y (des)afortunadas.
El circo es el gran triunfador de la década pasada, justamente porque salió del circo. Entró al campo de la experimentación desde el escenario y convirtió una práctica aeróbica en un planteamiento estético serio.
El teatro y la danza de sala, digamos más convencional, si bien es cierto que se ha diversificado a partir de la demanda del público (para bebés, niños, jóvenes y adultos), pero sigue a la espera de romper con ciertas ataduras del pasado —los grandes maestros del siglo XX, su protagonismo desmedido, por ejemplo— para depender menos de un género o de una etiqueta anquilosada y proponer verdaderos conciertos emocionales donde el protagonismo no resida en el ingenio de los creadores y su virtuosismo —sólo apreciado por los mismos colegas— sino en contenidos que impacten realmente en los espectadores. Es gratificante que cada vez con mayor rotundidad críticos y teatristas hablen de la creación de experiencias y no de obras. La experimentación sensorial que impacta en la inteligencia de los asistentes —previamente estudiados y dirigidos— es el gran reto del teatro de sala de la década presente. Crear, especializar y renovar públicos es una tarea que comparten hemisferios.
Lo demás es fácilmente previsible: salvo excepciones, el teatro para niños sigue estancado en una nube de conmiseración y ñoñería, el teatro para jóvenes apenas existe (en algunos países está soterrado), títeres y marionetas dependen cada vez más de su interacción con actores en el mismo plano escénico (compartir protagonismo) y de aspirar a un público no exclusivamente infantil. El teatro comercial, año con año, entra con mayor solemnidad y cinismo al espacio del teatro contemporáneo y universitario, con la indulgencia de los programadores y funcionarios del teatro público y con especial desánimo de los propios pedagogos teatrales, que abren las puertas de las aulas hacia la banalidad y la devastación estética. Los grandes festivales son pesadas bolas de nieve que cada año cuestan más dinero, que se pierde en una o dos semanas de vericuetos que sólo sirven para fotografiar al político de turno en la puerta del teatro principal. El futuro de las artes escénicas está en olvidar los festivales y crear redes, circuitos continuos donde la danza, el circo, el teatro y todas las formas de la parateatralidad encuentren no sólo un lugar de expresión sino que formen un público crítico.
Quizá en Alemania, Quebec y los Países Bajos el público conozca el perfil de los espectáculos a los que asisten, pero la mayor parte de las veces sucede lo contrario. Los teatros —públicos o privados, da igual— están buscando cada uno su perfil (profesionalizarse) para dejar de ser la ensalada de lo posible.
Hispanoamérica
Lo mejor de estos diez años: el crecimiento de público y la descentralización de la profesionalización teatral que está ocurriendo más allá de las capitales. Lo peor: el poco peso del teatro y la danza en la cultura misma, en la masa social y en los medios de comunicación. Un círculo vicioso que se muerde la cola. El colmo: la falta de críticos, o mejor dicho, con el travestismo de la crítica en opinología. Además, el abismo de infraestructuras entre los países con mayores recursos (Argentina, Chile, Colombia, Costa Rica, Cuba, España y México) y los otros, entre los cuales hay naciones donde el acceso a las artes es casi imposible, lo cual deviene una región cada vez menos preocupada por entenderse, por dialogar y compartir experiencias.
Creadores notables que explotaron (y se consolidaron) internacionalmente en esta década: Daniel Veronese, Rafael Spregelburd, Javier Daulte, Rodrigo García, Angélica Liddel, Guillermo Calderón, Alex Rigola, Claudio Valdés Kuri y Omar Porras, entre otros. La dramaturgia contemporánea, salvo la argentina, no está presente (amén de anécdotas excepcionales) fuera de los escenarios de la propia lengua castellana.
México
Es la década en que murieron los grandes maestros de la segunda mitad del siglo XX (Hugo Argüelles, Emilio Carballido, Antonio González Caballero, Juan José Gurrola, Héctor Mendoza, Ludwik Margules, Ignacio Retes, Víctor Hugo Rascón Banda, Perla Schumazcher y Claudio Obregón). Todos referentes en un tipo de teatralidad o escritura. Por lo tanto es la década de los homenajes, en vida o post mortem, la década del llanto. La transición política fracasó y con ella las artes escénicas derivaron en mendicidad frente al aparato político, reclamos interminables y la falta de un proyecto a largo plazo. Artistas financiando al Estado mexicano frente al rigor elemental de muchos colegas (y críticos) que ven al enemigo en casa, viven para urdir pequeñas riñas en un gremio ya de por sí desvencijado. Y una constante: menos público y más profesionales de la escena arrojados sin pudor por universidades y centros afines.
Al margen de la pésima política cultural destaca el relevo generacional en la dramaturgia, la consolidación de la calidad (y cantidad) escenográfica nacional y la descentralización del quehacer, provocada sobre todo por los mismos creadores del interior del país.
Al margen de la pésima política cultural destaca el relevo generacional en la dramaturgia, la consolidación de la calidad (y cantidad) escenográfica nacional y la descentralización del quehacer, provocada sobre todo por los mismos creadores del interior del país. Directores de escena que consolidan una postura, no un diseño repetido de sí mismos (Alberto Lomnitz, Martín Acosta, Jorge Vargas, Alberto Villarreal, Aracelia Guerrero, Juliana Faesler, Hugo Arrevillaga, David Olguín y Mauricio García Lozano), además de un reciente grupo de teatrólogos notables (escriben, actúan, dirigen, producen), mayoritariamente jóvenes que han desempolvado la escena nacional (Mariana Hartasánchez, Alfonso Cárcamo, Alejandro Ricaño, Richard Viqueira, Angélica Rogel y Edén Coronado, entre otros).
Destaca además el interés por la narratividad en la escena (narraturgia), un complejo cambio de perspectiva en el teatro para niños y jóvenes, el nacimiento de espacios independientes a lo largo del país y el crecimiento de publicaciones teatrales. Lo malo —o pésimo— es la poca teoría e investigación teatral, la ausencia de críticos verdaderos —no malos redactores de boletines de prensa o diletantes llenos de prejuicios— y la pobre o nula autogestión de los grupos, que se dedican a estrenar obras, no a prolongar temporadas.
¿Se puede ser optimista? No, si se ve el teatro mexicano a través del país que lo contiene y su devastación continua. Y sí cuando uno lee ciertas obras o disfruta de algunos montajes. Queda mucho por hacer, se viene la década de la reconstrucción. ®