Las primeras damas son objeto de una observación distinta mientras secunden y se escondan en la autoridad ajena. En cambio, las que ostentan el poder son blanco de burlas frecuentemente de tipo sexual.
El costo de asomar la cabeza por la ventana de la casa al espacio de la escena política supone, de antemano, aceptar las etiquetas. Tal ha sido el caso de la candidata a gobernador de California, Meg Whitman, cuando un asesor del candidato demócrata Jerry Brown sugirió llamarla “ramera” (What about saying she’s a whore?), lo que Brown aprobaría con el fin de ganar apoyos electorales (Well, I’m going to use that). Mientras una candidata o funcionaria frecuentemente se ve expuesta al acecho de la crítica en razón de su vida privada, las primeras damas (esposas institucionales de los gobernantes) parecen protegidas, como época romana, por la coraza del matrimonio.
La protección de un gobernador-esposo puede explicar las licencias que una Margarita Cedeño, mujer del presidente de República Dominicana, pueda darse para discutir en la red social de twitter sobre las políticas de la presidencia. Aun bajo la crítica, Cedeño está protegida por una política pública que de ella no depende.
En el norte americano, el implícito respaldo de Bill Clinton a su esposa ha catapultado su carrera. Como miembros de este círculo autorizado por la inercia, las primeras damas corrigen sus errores mediante la diplomacia. La felicitación políticamente correcta de Hillary Clinton, después de hablar de la similitud de México con la Colombia de los ochenta, le trajo la dispensa y enseguida se dejó de hablar de su anterior crítica.
A la primera dama mexicana, Margarita Zavala, su aire maternal como presidenta del DIF le acarreó una ridiculización no obstante bastante llevadera (la “Miss” de Milenio TV); en otro momento, recibió una acusación muy común en el marco de la pugna de partidos. En el balance de lo cualitativo, las primeras damas no suelen ser vilipendiadas con argumentos externos al círculo de su marido, mientras que las independientes, como el caso de Whitman o de Sarah Palin, ex modelo y política republicana, lo padecen.
En las tretas de la lengua, todavía se distingue al hombre público (honorable, al menos hace décadas) y a la mujer pública (prostituta). En ese sentido, una primera dama nunca será una “mujer pública” y, aunque el sentido común tampoco permita asignarlo a una candidata o funcionaria, el imaginario patriarcal sí nos lo permite.
Aun Michelle Bachelet, política célebre, influyente y ex presidenta de Chile (2006-2010), recibió de su sucesor una dura crítica acompañada de una frase disminuyente, “una mujer con muy buenas intenciones y que tiene muchas cualidades”. Sus buenas intenciones parecen devolverla a su casa.
Las ideas de la filósofa Sylviane Agacinski, esposa del ex primer ministro francés Lionel Jospin (1997-2002) y ex candidato a la presidencia, resultan clave para distinguir la comprensión que prevalece acerca de la “diferencia entre los sexos”, así como la distancia entre una posición de autonomía y la defensa de la “feminidad transformadora del poder” que Agancinski abandera. Una crónica de la polémica en este ámbito de ideas y el rol público de las mujeres puede revisarse en el testimonio de la feminista e historiadora Michelle Perrot.
En resumen: las primeras damas son objeto de una observación distinta mientras secunden y se escondan en la autoridad ajena. En cambio, las que ostentan el poder son blanco de burlas frecuentemente de tipo sexual, como modo estereotípico de ofensa a las mujeres y agravio proveniente de un machismo instalado en la repartición del mando según el género.
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