Le Chemin Noir

La maldad implícita, II

Alguna expresión teatral vinculó lo siniestro que era transitar Le Chemin Noir con un mito: la marginación. Les comunico algo frustrante: todo, aquí, sigue siendo marginal. Si vienen por la fama les recomiendo otro camino, aunque la experiencia puede ser sorprendente pero con la historia, con los detalles que no explican pero iluminan.

Pasados los años uno no deja de tomar la vocación de clase de ciertos círculos intelectuales como una broma de baja intensidad, más para ser evocada en una madrugada de velatorio que en un texto narrativo. Con ciertos amigos siempre buscamos renombrar algunos eventos o sitios “a la manera francesa”, acaso como puesta en juego de la fina ironía de Borges, o la ridícula interpretación exagerada postlacaniana (Lacan, en Buenos Aires, es algo así como un prócer soterrado inalámbrico), al fin, somos europeos exiliados de la crisis europea. O exportadores de crisis para que sepan lo que es ser exiliado. Reclamos culturales aparte, uno debe responder a su propia escala humana. Por tanto, describiré brevemente de qué se trata la presente perorata.

Si bien nací frente al puerto de Buenos Aires en un hospital sindical, siempre viví en el conurbano sur de la ciudad. Por caso, sigo aferrado a Banfield, a escasas cuadras de la casa materna de Cortázar (allí, una plaqueta recuerda el lugar, pero ningún vecino sabe quién era, o si lo sabe, recuerda su mención a manos de un cantante melódico muy conocido en México, Alberto Cortez, cuyo representante también vivió por la zona). En Banfield habitó uno de los cantantes de tango más excepcionales luego de Gardel, se trata de Julio Sosa, uruguayo, y que muriera en un accidente de tránsito encantado por el alcohol. Esto remite a cierto simbolismo trágico de la música orillera convertida en bastión turístico: de morir acuchillado por un resentimiento amoroso a ser víctima de la tecnología hay un salto cualitativo, y se llama riqueza. La gloria es algo escaso en Banfield, no así cierta riqueza sospechosa por inmediata y habida con cierta impudicia política. Pero volvamos a la geografía, que tan bien definen los espacios humanos: hay dos formas de unir el pueblo, o ciudad pequeña, con la Capital, el bastión de toda fe, donde el obelisco y los carros cartoneros ofrecen un contraste diario inmutable. Una es la arteria vial que va paralela a las vías del que fuera el Ferrocarril del Sud, desarrollada por el imperio británico hasta que Perón la nacionalizó, y luego se llamó Línea General Roca (un general asesino de indígenas que repartió tierras entre sus amistades creando los más grandes latifundios patagónicos) y que desemboca en el Puente Pueyrredón de Avellaneda, que lleva a Barracas, el barrio sur de Buenos Aires, la orilla orillera del Riachuelo, ese límite cloacal del sur que divide. La otra vía, siempre soterrada, es la que de un camino siempre conocido como Camino Negro o Le Chemin Noir que, hasta fines de los años noventa en que se convirtió en “autopista”, se caracterizó por una lengua de asfalto negro, despareja, improvisada, iluminada precariamente por Isabel Martínez de Perón en 1974-1975. Antes y durante eso, el horror. O el temor. Le Chemin Noir une los fondos rurales de Lomas de Zamora con el Puente de la Noria (¿Pont de la rue?) que también salta al Riachuelo. A éste sigue la otra autopista, la General Paz (otro general y van…), que recorre todo el borde o límite de Buenos Aires de manera perpendicular al Riachuelo; en sí une el sur con el norte, la pobreza con la opulencia de barrios como Núñez y Belgrano. De hecho, una frase descalificadora para un escritor de Buenos Aires encierra, aún hoy, cierto reclamo por el desconocimiento sobre la geometría de los contrastes: “Nunca cruzó la General Paz”, vale decir, nada conoce más allá del perímetro ególatra.

Sobre la llegada de la noche referida varios vecinos, entre ellos un policía en actividad, aseguran que la zona ha sido liberada (abandonada a su suerte) y que a los saqueos de comercios y depósitos de alimentos éstos podrían extenderse a los barrios. En la esquina se organizó un piquete de defensa. Los vecinos quemaron neumáticos durante toda la noche munidos de escopetas, armas cortas, machetes y palos.

Bromas aparte, alguna expresión teatral vinculó lo siniestro que era transitar Le Chemin Noir con un mito: la marginación. Les comunico algo frustrante: todo, aquí, sigue siendo marginal. Si vienen por la fama les recomiendo otro camino, aunque la experiencia puede ser sorprendente pero con la historia, con los detalles que no explican pero iluminan. Crecí en el Barrio Ferroviario (¿District de Chemin de Fer?), un complejo de casas de tejas de ochocientos por quinientos metros, erigido por 1970 en la intersección de Larroque (la vía de acceso directa al centro de Banfield, de cuatro kilómetros de extensión) y Le Chemin Noir. Aún hoy son todas casitas iguales, ideales en su confección de adorno de torta de cumpleaños, pero asentadas en el lugar equivocado, o bastante inquietante. Cuando llegué a ése barrio, con siete años, no había más nada que el conjunto de casas, luego, cruzando Larroque, lo que fuera el basural a cielo abierto, ya abandonado pero aún en tareas de aplastamiento y rellenado; mientras que “del otro lado” del Camino Negro, apenas un conjunto de casuchas precarias. Digamos que pasé la infancia en la nada pampeana urbanizada a como venga lo casual. Ahora, donde estaba el basural municipal se han instalado los Tribunales de Lomas de Zamora, que extiende sus desaciertos a más de quince millones de personas. En los mismos terrenos se asienta un edificio del Colegio Público de Abogados y un instituto de menores o cárcel juvenil. Todo sobre la basura. No piensen en valores simbólicos, la realidad no apela a la ironía.

Siempre transité Le Chemin Noir, más desde que tengo vehículo. Y en todos los horarios. Desmiento categóricamente que fuera tan peligroso como se lo conoce en la mitología suburbana, hoy derivada en cámaras de seguridad y paranoias diversas, que en nada confirman una vida en paz porque —seamos justos fuera de la basura— no hay paz en la vida. Eso no significa que carezca de riesgo, adrenalina y atenta mirada. [Estamos llegando a las anécdotas ésas que refería, a lo que nada explica pero asevera…] Centralizo la conclusión en tres sucesos, tres épocas distintas y sucesivas: 1980, 1990 y 2001-2002, en los meses de la Gran Depresión Económica, GCE o Grande Dépression. En 1980 los vecinos barriales organizaban partidos de fútbol en el terreno achatado del exbasural. Eran encuentros informales donde nos cruzábamos todas las clases sociales, incluyendo albañiles, estudiantes, empleados municipales y algún que otro delincuente. Eran encuentros teñidos de fiereza y golpes, pero sin mayores sobresaltos. Al final de uno de ellos, volviendo embarrados del encuentro, al cruzar el triángulo divisorio de Le Chemin Noir con Larroque, desde una camioneta destartalada, un sujeto se asomó insultándonos (sin motivo, sin necesidad) y sacó un arma para, sin dar tiempo a nada, disparar. Nos tiramos al piso. Por suerte careció de puntería, pero tal síntoma era un aviso. Ya no era época de andar por ahí sin recaudos, algo extraño circulaba en las calles.

Para 1994, volviendo desde el Puente de la Noria hacia casa, manejando a las tres de la mañana, miro por el espejo retrovisor de mi Renault 18 y veo dos pares de luces que se acercaban envueltas en un ruido infernal. Como el ancho del asfalto era estrecho frené para ubicarme en la banquina. Los dos autos pasaron apenas separados por diez centímetros de distancia, lo que confirma que de no hacerme a un costado no pensaban frenar. Al retomar la marcha veo las luces de ambos alejándose y lo inevitable: chocan de manera lateral entre sí y cada uno sale volando a los vuelcos. Eran dos cupé Chevy. Una se incendia al impactar contra una columna de alumbrado de luz apagada. La otra despide a sus ocupantes y queda volcada de la mano contraria. Frené cerca del desastre y con los vecinos despertados por el impacto verificamos que uno solo estaba agonizando, el resto muertos. Cuatro en total. Esperamos la ambulancia y los bomberos. Tardaron más de una hora, y al llegar el agónico también era cadáver. Al incidente siguieron otros en la zona que fueron materia periodística, y es ahí donde tomo conocimiento de que provenían de cierto fanatismo por los autos de carreras representados en una categoría que aquí se conoce como Turismo Carretera: Chevy, Ford Falcon, Dodge GT que, si bien son preparados para esos eventos (de por sí peligrosos), en este caso eran autos originales en mal estado, como tumbas rodantes puestas a competir por… apuestas ilegales. Automovilismo pobre, en todo sentido, o en un sentido miserable, automovilismo negro (¿noir?)…

Mientras tanto Le Chemin Noir luce como autopista e iluminado, diáfano, impoluto; eso sí, al bajar de él, las mismas casas mustias, arrugadas por el abandono, la misma tristeza de un sur que merecería una verdadera road movie argentina.

Por último, un episodio nocturno, el de la noche del 23 al 24 de diciembre del 2001. Vivía en la que fuera la casa del Barrio Ferroviario de manera temporal, a la espera de que la crisis menguara. Sobre la llegada de la noche referida varios vecinos, entre ellos un policía en actividad, aseguran que la zona ha sido liberada (abandonada a su suerte) y que a los saqueos de comercios y depósitos de alimentos éstos podrían extenderse a los barrios. En la esquina se organizó un piquete de defensa. Los vecinos quemaron neumáticos durante toda la noche munidos de escopetas, armas cortas, machetes y palos. Habida cuenta del riesgo tomé la botella de whisky (Vat 69, de las últimas que había conseguido a precio razonable), vaso, hielo (era verano, no pensaba tomarlo puro, algo había que agitar en la noche), y las llaves de la casa a mano [evalué que, de atacar una cuadrilla de saqueadores, huiría a la casa parapetándome listo a resistir la intrusión, pues nada había para defender en las calles, yo no soy policía ni creo en que poner orden sirva de algo]. Bien, o mal, pasé la noche escuchando todo tipo de especulaciones e historias entre gente aterrada y mal decidida a defenderse. Nos fuimos al amanecer, cuando el mismo policía-vecino llegó con la noticia que las hordas de saqueadores se habían enfocado en los depósitos ubicados a la vera de Le Chemin Noir, que los disparos que escuchamos, y el olor a pólvora, provenían de la resistencia a esos ataques, también que los dueños de los establecimientos se habían defendido a balazos y había cadáveres por todos lados. “Nadie va a preguntar por eso, ya está arreglado”, dijo el policía y se fue. Con las luces del día tomé el auto y salí a recorrer el camino. Algunos galpones lucían las cortinas metálicas rotas, otros intactos mostraban restos de maderas y hierros abandonados por los saqueadores. No había cuerpos a la vista; la limpieza, luego me enteré, había ocurrido a expensas de esa “carta blanca” o “zona liberada”. Años más tarde conocí al dueño de uno de esos depósitos, cuando le pregunté sobre los sucesos me miró a los ojos con frialdad y dijo: “De esa noche nadie recuerda nada”.

Lejos de fomentar el turismo de aventura, traigo una última referencia geográfica. Detrás del District de Chemin de Fer también se construyó otro barrio sindical, Sitra. Entre ambos, también un destacamento policial que fuera centro de torturas y detenciones ilegales durante la dictadura cívico-militar conocida como Dictadura, y que recibió el apodo de “Pozo de Banfield”. Eso me lleva a pensar que entre un pozo, un camino oscuro y la justicia hay grupos humanos pujando por nada, en la nada misma, sin importar creencia o situación social. También lo confirma lo actual: mientras por las arterias mencionadas circulan autos de lujo, en algunas esquinas con semáforos los sobrevivientes del paco (o crack casero derivado del residuo de las cocinas de cocaína) se acercan a pedir. Pero cada vez son menos, en los últimos años han muerto como moscas, abandonados en tratamientos insuficientes o inútiles, ahora los reemplazan algunos tramoyistas amateurs, a veces vendedores de cargadores para celulares. Mientras tanto Le Chemin Noir luce como autopista e iluminado, diáfano, impoluto; eso sí, al bajar de él, las mismas casas mustias, arrugadas por el abandono, la misma tristeza de un sur que merecería una verdadera road movie argentina. Pero el cine es evocación, ¿hay algo de todo esto que merezca más que un intento de prosa? Sí, la vida, que puede ser menos ruin, menos opresiva, como en un paraíso del trópico, o como en un folleto de alguna región a salvo de la locura humana, ¿pero en qué galaxia? ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas, Junio 2012

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