Lenny Bruce: Escandalizar a los judíos

Y chorrear a los gentiles

Había una vez un comediante estadounidense-judío que incomodaba a propios y extraños, es decir a judíos y a no judíos. Se metía con los irlandeses, los mexicanos, los negros y los italianos y (casi) todos lo aplaudían porque era genial y porque sus ráfagas de humor agresivo iban dirigidas justamente contra los prejuicios y los estereotipos.

Ahora haré neologismos de judío y goyish. Mira: Soy judío. Count Basie es judío. Ray Charles es judío. Eddie Cantor es goyish. B’nai Brith es goyish; Hadassah, judío. Los marines —muy goyish, peligrosos. El Koolaid es goyish. Todos los pastelillos Drake son goyish. El pan pumpernickel [de centeno] es judío, y como ya sabes, el pan blanco es muy goyish… El refresco de cereza negra es muy judío. Los macaroons son muy judíos —un pastel muy judío. La ensalada de frutas es judía. La gelatina de limón es goyish. El refresco de limón es muy goyish.
—de The Essential Lenny Bruce1

Lenny Bruce

“Las palabras de un hombre muerto”, nos dice W. H. Auden, “son modificadas en las entrañas de los vivos”. Tenía en mente a un compañero-poeta, William Butler Yeats, pero lo que quiso decir también es válido en el caso de Lenny Bruce. Desde hace tiempo hemos estado modificando (o, para usar un término más elegante, “transformando”) a Lenny Bruce, reimaginándolo —en el escenario, en la pantalla, en biografías y artículos críticos— como profeta, gurú, rabino, satirista, comediante, pero, sobre todo, como mártir.

Permítanme comenzar considerándolo un “neologista”, una palabra que usó sin pudor y sin alguna licencia, pero que sugiere algo del paisaje cultural del que provino y el cual transformó para siempre. Un neologista inventa palabras nuevas o descubre significados nuevos para las viejas. Lenny Bruce no hizo ninguna de las dos cosas. Ni siquiera inventó la palabra “shpritz” [rociar, chorrear], aunque sin duda fue su divulgador más importante; ni siquiera fue tan innovador ni fue el audaz pionero lingüístico que el término “neologista” implica. Pero las palabras eran lo que le importaba, especialmente cuando podían absorber la energía improvisadora de Charlie Parker o el abandono del pelado de la calle. Palabras, lluvias de ellas, desenfrenadas, rociadas, ametralladas a la audiencia hasta que se “carcajeaban”, ya no podían soportarlo… Ése era el tipo de neologismo de Lenny Bruce, ya sea al promoverse o al hablar por teléfono.

Aquí está Bruce, por ejemplo, shpritzing a los goyim [chorreando a los no judíos] en una de sus rutinas más famosas —Religions Incorporated. La escena es en el cuartel donde unos tipos influyentes (Oral Roberts, Billy Graham, Patamunzo Yogananda, Danny Thomas, Eddie Cantor, Pat O’Brien y el General Sarnoff, entre otros) conducen negocios importantes. Bruce comienza con una parodia —en este caso, con la sureña voz melosa de H. A. Allen— pero acaba con un shpritz puro, un torrente de imágenes y asociaciones geniales:

Now, gentlemen, we got mistuh Necktyuh, from our religious novelty house in Chicago, who’s got a beautiful selluh — the gen-yew-ine Jewish-star-lucky-cross-cigarette-lighter combined; an we got the kiss-me-in-the-dahk mezzuzah; and the wawk-met-awk-me camel; and these wunnerful lil cocktail napkins with some helluva saying theah — “Anuthuh mahtini faw Muthuh Cabrini” — an some pretty far out things.

[Ahora, señores, tenemos al señor Corbata, de nuestra tienda de novedades en Chicago, el cual tiene un vendedor bello —una genuina-estrella-de-David-cruzada-con-encendedor, y una mezzuzah2 bésame-en-la-noche; un camello paséame-háblame, y unas maravillosas servilletas para coctel con una grandiosa leyenda: “Otro martini para la Madre Cabrini”3 y otras cosas extraordinarias…] [p. 62].

Bruce era difícilmente el primer satirista en equiparar la venta de baratijas con la piedad, en señalar los signos de dólar en los ojos temerosos de Dios, pero fue probablemente el primer cómico en transformar estas observaciones en un shtick [actuación o rutina]. Sobre la política ya había bastante humor; sobre la religión —especialmente del tipo que mencionaba nombres e imaginaba servilletas de coctel Madre Cabrini— había un vacío conspicuo antes de Lenny Bruce. Su shpritz convirtió a la religión organizada en un gran negocio, Spencer Gifts.

Si los cantantes de scat como Ella Fitzgerald o Mel Torme pueden convertir la voz humana en un saxofón aullador o en una trompeta chillona, el shpritz de Bruce utilizó a las palabras como si fueran baquetas: bam-bam-bam. El resultado fue una ráfaga de ritmo que rompió con las reglas de la cadencia que seguían los cómicos mayores como George Burns y Jack Benny, pero la energía maníaca de Bruce, sus golpes sin cesar, también “dividieron” al público.

Claro, los humoristas de los shtetl [poblados judíos en la Europa oriental] también eran “verbales”, pero con algunas diferencias importantes. Ellos “destrozaban sus corazones” dentro de las estructuras religiosas, culturales y socio-políticas de la comunidad judía, dando escape a las frustraciones que comúnmente llegaban con la sanción de la ley o al final de un puño gentil a través de palabras. Al reseñar Motl the Cantor’s Son, de Sholem Aleichem, Saul Bellow lo expresó de la siguiente manera:

La impotencia parece forzar a la gente a recurrir a las palabras. Hamlet se queja de que tiene que desempacar su corazón con palabras. El hecho de que los judíos de Europa del Este vivieran entre vecinos amenazadores y poderosos sin duda contribuyó a la riqueza y lo sutil de las palabras con las cuales desempacaban.4

En contraste, ser sutil era difícilmente el fuerte de Bruce. Su shpritz estaba diseñado para agobiar, someter, exterminar. Florecía al confrontar, al hacer dolorosamente “público” lo que los humoristas de los shtetl pensaban y decían en privado, con cuidado, y por supuesto, en yiddish.

Es por esto que Bruce, a pesar de todos los yiddishmos con los que espolvoreó sus rutinas, acata sólo superficialmente las tradiciones del humor yiddish. Es demasiado estridente, demasiado arrogante, en fin, demasiado americano. Aprendió los detalles de shpritzing no de Mendele Mocher Seforim ni de Sholem Aleichem (escritores que uno sospecha con toda razón que no leyó, ni conocía), sino de un personaje legendario llamado Joe Ancis. Según la biografía-como-shpritz/shpritz-como-biografía de Albert Goldman, Bruce conoció a Ancis, el cómico-enfermo por excelencia, en Hanson’s, un lugar donde se reunían los cómicos que también era farmacia y fonda. En 1947, con 25 centavos se podía comprar una bebida llamada egg cream y todo el shtick, ruidajo y plática sobre la farándula que un cómico sin suerte podría querer. Si Nueva Orleans dio luz al blues, Hanson’s fue donde el shpritz se hizo semiprofesional por primera vez. Ancis dio una ojeada a Bruce y decidió darle la versión judía de lo que los afroamericanos llaman “playing the dozens” [competencia verbal, parecida a los albures mexicanos]. Acorraló a una joven contra el mostrador y según la reconstrucción de Goldman de esos tiempos y ese lugar, creó neologismos acerca de ella:

Oi, this is a fucking grape-jelly job! Varicosities on the legs. Sweat stains under the arms. Cotton panties from Kresge’s with the days of the week. Always wears the wrong day. Shleps home to Carnarsie every night. Her old man beats her up while the mother listens to the radio in a wheelchair. Supper is ham and eggs and grits and all that Southern-dummy-cheapo-drecky-dumbbell shit.

[Oi, ¡esta es una jalea de uva! Venas varicosas en las piernas. Manchas de sudor bajo los brazos. Pantaletas de Kresge con los días de la semana. Siempre las usa el día que no es. Se va a su casa en Carnarsie todas las noches. Su jefe le pega mientras su madre oye el radio en su silla de ruedas. La cena es huevo con jamón y grits [potaje de sémola de maíz] y toda esa mierda sureña-tonta-desperdicio.]5

Ancis hizo reír a todo el lugar —con una catalogación pura suficiente para causar envidia en Walt Whitman, pero, al contrario del sonoro vate, lo dijo con una energía maníaca que parecía siempre estar al borde de perder el control… y sin embargo, nunca lo hacía. En resumen, Ancis era un shpritzer consagrado, un artista que tenía escondidas las suficientes reservas verbales para derrotar a la competencia más dura.

Aunque lo que le faltaba a Ancis era el atrevimiento puro, es decir, el chutzpah [la audacia, los “huevos”] necesario para trabajar como cómico profesional. Eso resultó ser algo que le sobraba a Lenny Bruce. Era la versión de Brooklyn del fanfarrón que podía pronunciar alegatos increíbles más rápidamente de que los oyentes pudieran digerirlos o manifestar su oposición.

En una palabra, Bruce agobiaba a sus públicos. Pero, al contrario de los rugidos tan cercanos al corazón de los humoristas del sudoeste, Bruce era más propenso a dirigir sus comentarios mordaces “hacia afuera”. Al mismo tiempo, irónicamente, fue tal vez el primer cómico judío que saqueó su propia biografía. En vez de apropiarse y apelar a la vida insular de la comunidad judía (como en efecto habían hecho los humoristas yiddish desde Mendele Mocher Seforim hasta los artistas de vodevil del Borsht Belt6), Bruce convirtió al centro del escenario en un foro para la asociación libre sobre ellos y nosotros, los goyim —no judíos— y los judíos. El resultado hizo más tosco el material judío. Al mismo tiempo, afiló el ardor de su público. Cuando Bruce insiste, por ejemplo, que el “pan pumpernickel es judío, y como ya lo sabes, el pan blanco es muy goyish”, reduce esta “diferencia” a preferencias alimenticias y demuestra que los judíos son más hip [de hipster, a la moda], listos, superiores, elegidos —porque vieron su corned beef a través del rye,7 oscuramente. Al mismo tiempo, cuando Bruce explica que esta irreverencia es el resultado de no tener “ninguna noción del Dios [judío] … porque para tener un Dios tienes que saber algo sobre él, y de niño no podía hablar el mismo idioma que el Dios judío” [p. 44], la ignorancia que tan superficialmente equipara a la enajenación podría ser la verdad central de la asimilación de los judíos a la cultura estadounidense. Si estas citas parecen ser contradictorias, Bruce, como Whitman, no se preocupó de más: “Me contradigo a mí mismo”, puedo oír a su fantasma aullando, “¿y qué?” Él también contenía multitudes —en este caso, la cultura popular que había absorbido mitad por ósmosis y mitad leyendo para ponerse al corriente; veía a la “cultura” judeo-estadounidense como un albatros y una insignia de honor; el ethos hipster para el cual vivió y murió.

Irving Howe, claramente un admirador avergonzado por los ataques públicos y malintencionados al Yiddishkleit [la condición judía] describe el fenómeno Bruce de esta manera:

El humor de este tipo lleva el peso de la destrucción; en manos judías, es más bien autodestrucción, pues procede de una genialidad que corroe al mundo más rápido de lo que se puede reconstruir, aunque sea en la imaginación. Un asceta corrupto es un hombre deshecho. Bruce permaneció como una criatura de la farándula, adicto a los valores que despreciaba, cómplice durante los niveles “altos” de sus vida con la corrupción del éxito y cediendo en los niveles “bajos” al llamado de las drogas y el caos.8

http://youtu.be/MgKXK9giPYQ

Mordechai Richler, el novelista cómico, lo dice de una manera más parca: “Lenny Bruce no murió por mis pecados”.

Shpritz a los goyim [chorrear a los gentiles] / escandalizar a los judíos; esto describe lo que Bruce hizo en vez de convertir sus originales neologismos en un lamento digno de Jeremías, a sus neurosis en algo relacionado con el martirio. Si Mort Sahl usó el periódico vespertino como fuente para su “material”, como un accesorio para su ritmo cómico y para contraponer los valores liberales (¿judíos?) con la hipocresía estadounidense, Bruce frecuentemente recurría al último refugio de los ensayos de primer año de universidad —“definición”, según el diccionario Webster: “Entonces, un judío, en el diccionario, es un descendiente de las antiguas tribus de Judea, o uno que es considerado descendiente de esa tribu” [p. 40]. Ésa es, por supuesto, la definición, pero la cultura sabe la verdad, y además, opera —justo bajo la superficie de las cordiales piedades liberales— basada en lo que sabe. Como dijo Bruce, en el modo directo que usualmente precedía a sus observaciones más mordaces: “Pero tú y yo sabemos qué es un judío: El Que Mató a Nuestro Señor”. Mucho antes de advertir sobre tal o cual conspiración, sobre tal o cual encubrimiento, Bruce utilizó el emmis, la verdad, para atiborrar de gente los centros nocturnos hipsters:

Alright, I’ll clear the air once and for all, and confess. Yes, I did it, my family. I found a note in my basement. It said: “We killed him. Signed, Morty.”

[Está bien, voy a aclarar las cosas de una vez por todas y a confesar. Sí, yo lo hice, mi familia. Encontré un recado en mi sótano. Decía: “Nosotros lo matamos. Firmado, Morty”.] [pp. 40-41].

La generación anterior de los cómicos de los Catskill —que hacían chistes y rutinas sobre judíos, para judíos y lo más importante, en “judío”— sabían de manera instintiva que algunas cosas eran de mal gusto, schmutzike (“sucias”), no eran chistosas —ni siquiera en Grossinger’s [un hotel en ese lugar donde se presentaban los comediantes]. ¿Pero frente a públicos “mixtos” como los de centro nocturnos como la “hungry i”? ¡Impensable! Simplemente había demasiada historia, demasiado dolor empacado en sus huesos de inmigrantes, y mucho menos dolor en los huesos más convencionales de sus públicos. Además, si Bruce podía escandalizar a los judíos al imitar el habla estudiada de los rabinos de la corriente reformista del judaísmo (“Today, on Chin-ukka, with Rose-o-shonah approaching…” [Hoy, que es Han-ukkah, cuando se aproxima Rose-o-shonah…]) y decirnos la “verdad” sobre Dios (Rabbi: “What cheek! To ask [if God exists or not] in a temple! We’re not here to talk of God – we’re here to sell bonds for Israel!” [Rabino: ¡Qué atrevido! ¡Preguntar [si Dios existe o no] en un templo! ¡No estamos aquí para hablar sobre Dios; estamos aquí para vender bonos para Israel]), también podía errar gravemente: “El mezzuzah es el brillo labial judío. Por eso siempre lo besan al salir”. Los primeros ejemplos son sátira pura, por supuesto, la oportunidad de acusar a alguien de odiarse a sí mismo; por otro lado, la puntada sobre los brillos labiales mezzuzah no es exitosa, es vergonzosa dada su ignorancia y total falta de sentido.

Claro que Bruce se alejó lo más que pudo de los convencionales, los tímidos y los pusilánimes. Era popular dada su disponibilidad —de hecho, su compulsión— por decir el emmis (la verdad) como era, y sigue gustando por esto. “Maybe it would shock some people”, insistía Bruce, yendo hacia el sermón que reemplazaba a menudo el “punch line” de los cómicos convencionales, “to say that we killed him at this own request, because he knew that people would exploit him… In Christ’s name they would exploit the flag, the Bible, and — whew! Boy, they things they’ve done in his name” [decir que lo matamos porque él lo pidió, porque sabía que la gente lo explotaría… En nombre de Cristo explotarían la bandera, la Biblia, y, uy! Hombre, las cosas que han hecho en su nombre]. [p. 41].

Lo malo, por supuesto, es que había mucho más detrás del modus operandi de Bruce que el “escándalo”, y ciertamente mucho, mucho más de lo que nombres como sick comic podían cubrir. Para el hipster el mundo está dividido (demasiado fácilmente) entre los que “entienden” y los cuadrados, entre los que les gustaba el verdadero jazz (Charlie Parker) y los que compraban discos de Mantovani.

Su rutina sobre los afroamericanos que comenzaba “By the way, are there any niggers here tonight?” [Por cierto, ¿tenemos negros esta noche?] demuestra que Bruce entendía que el lenguaje es poder y que las palabras hirientes pueden convertirse en palabras diluidas y exhaustas a través de la repetición (por ejemplo, “That’s two kikes, and three niggers” [Son dos judíos y tres negros], comenzaba Bruce imitando a un subastador sureño, “and one spic. One spic, two, three spics. One mick. One mick, one spic, one hick, thick, funky, spunky boogie…” [y un mojado. Uno, dos, tres mojados. Un irlandés, un mojado, un ranchero, ancho, oloroso, mocoso…]. La cuestión es la siguiente: si el presidente Kennedy saliera en la televisión y dijera, “Esta noche me gustaría presentarles a los negros de mi gabinete” y gritara “negronegronegronegronegro” a cada negro que viera y “boogeyboogeyboogey, negronegronegro” hasta que negro perdiera su significado, nunca harías llorar a ningún negro de cuatro años al regreso de la escuela. (If President Kennedy got on television and said, “Tonight I’d like to introduce the niggers in my cabinet,” and he yelled “niggerniggerniggerniggerniggernigger” at every nigger he saw and “boogeyboogeyboogey, niggerniggernigger” ‘till nigger lost its meaning — you’d never make any four-year old nigger cry when he came home from school [p. 16]).

Así, la letanía se convirtió para Bruce en una especie de exorcismo, una manera de purificar el lenguaje al purgarlo.

Lo malo, por supuesto, es que había mucho más detrás del modus operandi de Bruce que el “escándalo”, y ciertamente mucho, mucho más de lo que nombres como sick comic podían cubrir. Para el hipster el mundo está dividido (demasiado fácilmente) entre los que “entienden” y los cuadrados, entre los que les gustaba el verdadero jazz (Charlie Parker) y los que compraban discos de Mantovani. Los de “en medio,” por decir así, usaban shorts de cuadros y pantalones con el cinturón por atrás, poseían todos los álbumes de Brubeck, se consideraban a sí mismos liberales y habían estudiado humanidades o ciencias sociales. Se unían al público durante los fines de semana, y por ende no es de extrañar que un gran porcentaje de estos “medium-rollers” [alguien que no apuesta mucho; un mediocre] fueran judíos.

Para ellos Bruce fue una alternativa al sonido tedioso y predecible de los cómicos del Borsht Belt que todavía entretenían a sus padres. Este tipo podía de verdad destrozar a los racistas, a los hipócritas religiosos y a las ideas petulantes de una pedante cultura mayoritaria. Quejarse al salir de que Bruce tenía “boca de taza de baño”, de que “era demasiado” declararse como el enemigo. Reírse, aplaudir con aprobación, o aún mejor, asentir con la cabeza y emitir un profundo “sííííííííí” era estar del lado de los ángeles de izquierda.

El shtick sobre los nazis se convirtió en una prueba de fuego. Mucho antes de que Mel Brooks nos diera el escandaloso número de The Producers llamado “Springtime for Hitler (Primavera para Hitler)”, Bruce ya había ofrecido este improvisado análisis a su público:

Lo que pensaba Eichmann era, ves, “Los judíos —el pueblo más liberal del mundo— ellos serán justos conmigo”. ¿Justos? Por supuesto. “Rabino” significa abogado. Tendrá el mejor juicio del mundo. Eichman. ¡Ja! ¡Le rasuraban la pierna mientras apelaba! Es de lo más loco [p. 35].

Por supuesto que era fácil oír a Bruce maltratar a las regiones profundas de Estados Unidos, a sus pueblos pequeños (“Vas al parque, ves el cañón, y ya con eso”) y mentes pequeñas (en un centro nocturno en Milwaukee, Bruce dice “¡Éstos son los turistas, antes de irse de viaje! ¡Aquí es donde viven!”), pero bromear sobre el Holocausto era más de lo que el público judío arriba de los treinta podía soportar. Lo que dijo sobre Eichmann no era sólo “de mal gusto”, era prohibido, tabú, y completamente inaceptable.

Seguramente, como Bruce era Bruce, nunca le faltaron las palabras, y en especial las palabras que explicaban, que racionalizaban, que ponían todo cuanto decía bajo una cubierta protectora llamada “sátira”:

Pero la comedia es esto. Si yo hiciera una sátira sobre el asesinato de John Foster Dulles escandalizaría a la gente. Dirían “Es de un gusto horripilante”. ¿Por qué? Porque es nuevo. Y eso es lo que sostengo: la sátira es la tragedia después de que el tiempo pasa. Dejas pasar el suficiente tiempo, y el público y los que reseñan te dejarán satirizar lo que sea. Lo que, pensándolo bien, es realmente ridículo. Y yo sé que, probablemente en quinientos años, alguien hará una sátira sobre Adolf Hitler, tal vez mostrándolo como un héroe, y todo el mundo se reirá… Y si lo hicieras hoy, sería malo [p. 116].

Lo que Bruce no previó fue la distinción entre un sketch satírico sobre el asesinato de John Foster Dulles —donde términos como “de mal gusto” y “enfermo” serían la consecuencia— y el shtick sobre Hitler que tocaba el tema del odio a sí mismo. Consideren, por ejemplo, la “fantasía” de Bruce sobre el “descubrimiento” de Hitler por parte de un representante de talentos pseudo-judío de palabra fácil (“I like dot first name – Adolf – it’s sort ov off beat. I like that” [Me gusta el primer nombre, Adolf, es un poco raro. Me gusta]. ¿Pero Shickelgruber? [apellido de la abuela paterna de Hitler]. Un apellido así nunca funcionaría:

Necesitamos algo que le pegue a la gente… Adolf Hit – No. Adolf Hit-ler, es un nombre salvaje, ¿no? A-d-o-l-f H-i-t-l-e-r.

Cinco o seis [letras] para la marquesina, muy bueno y corto. Qué bien. Qué bien. Conseguimos un grupo que lo acompañe y pegará. Jonah Jones, tal vez.

[Ve need something to, sor of, hit people…. Adolf Hit — No. Adolf Hit-ler — zat’s a vild name, right? A-d-o-l-f H-i-t-l-e-r. Five and six for the marquee — nice ans zmall. Dot’s nice. Dot’s right. Ve get a little rhythm section behind him, it’ll sving dere. Jonah Jones, maybe] [p. 137].

Claro que Bruce sabía acerca de los seudónimos de manera directa, pues vino al mundo como Leonard Alfred Schneider. Lenny Bruce — con sus dos nombres propios seguidos y un número de espacios correctos para la marquesina— era un nombre con estilo —rápido, directo, y sobre todo, más allá del exhausto mundo de los cansados y derrotados Schneider. Como el Great Gatsby —quien dejó sus improbables y humildes orígenes como Jay Gatz—, Bruce “surgió de su concepción platónica de sí mismo”. La diferencia, por supuesto, yacía en que mientras el empuje de Gatsby hacia adelante estaba nutrido de una profunda e incondicional creencia en los sueños americanos que eventualmente lo destruyeron, la subcultura era lo que mantenía saltando a Bruce. Tomó a la corrosión en vez de a la inocencia como su territorio especial, y por ende, su energía maníaca tenía un tono maniqueo. Los Príncipes del Bien y del Mal se peleaban dentro de su mejor material, pues las “definiciones” de cada uno —lo que a Bruce le gustaba llamar el emmis— daban saltos acrobáticos entre sí.

En resumen, estaba terco en exorcizar cualquier impulso hacia lo judío, el “recato” que quedaba dentro de sus huesos. Si una generación de inmigrantes creía que Dios nos daba cuerpos para que las cabezas no se cayeran, si los practicantes usaban gartels [bandas] para dividir las porciones altas (las más sagradas) de las bajas (las profanas), Bruce quería liberar —sí, celebrar— la carne:

Déjenme informarles sobre algo. Déjenme decirles algo. Si ustedes creen que hay un dios, un dios que hizo su cuerpo, y al mismo tiempo creen que pueden hacer algo sucio con ese cuerpo, la culpa es del fabricante. Emmis.

[Now lemme hip you to something. Lemme tell you something. If you believe that there is a god, a god that made your body, and yet you think you can do anything with that body that’s dirty, the the fault lies with the manufacturer. Emmis.] [p. 287].

Para Bruce, Emmis era como decir Amén. En argumentos filosóficos, sería representado como Quod erat demonstrandum (lo que sería demostrado). De igual manera, Bruce había hablado y los asuntos del cuerpo no tenían por qué detenerlo más tiempo.

La apertura de Bruce comprendía más que la boca y los genitales — lo que uno decía, y sexualmente hablando, cualquier cosa que uno decidía hacer. También incluía, en dosis crecientes, lo que sea que uno fumara, tragara o se inyectara. La excitación del cuerpo, no el miedo judío, era la única cosa digna de ser explorada, lo único digno de un reto faustiano. Se le relaciona con el kvetching [las quejas] de Alexander Portnoy en El lamento de Portnoy, el testamento de Philip Roth sobre la emancipación judeo-americana (“¡La culpa, los miedos, el terror criado en mis huesos! ¿Qué cosa dentro de su mundo no estaba lleno de peligro, pululando de gérmenes, pleno de precariedad?”), Bruce se volvió hacia el escándalo, hacia el shpritz y hacia lo que se le llama “estilo de vida” en California:

Creo que muchos de los matrimonios se fueron al oeste, sabes, tronaron, en mi generación, porque las damas no sabían que los hombres eran diferentes… para una dama [la infidelidad] significa besar, abrazar y que alguien te guste. Alguien te tiene que gustar por lo menos. Con los hombres esto no sucede… Pues una dama no puede estrellarse contra una gran ventana de cristal y follar cinco segundos después. Pero para cada hombre del público es igual —puedes idolatrar a tu esposa, estar tan loco por ella, ir camino a casa, chocar con un camión, en un área de desastre. Cuarenta personas muertas en la autopista —ni siquiera en el hospital, en la ambulancia— y el tipo le tira la onda a la enfermera [pp. 193-194].

Es muy posible que sea muy sexual. Probablemente sólo sea un fulano muy caliente —se va con tipos, chicas, lodo, borregos, lo que sea: su puño. Es un verdadero haisser [puerco]— ¿podría ser eso, no?

Como todos nosotros: yo, tú, tú, tú —nos pones en una isla desierta durante cinco años, sin chicas, te coges al lodo. Emmis. Lo haz hecho, mano. Knotholes [los hoyos que quedan al sacar los nudos de un pedazo de madera] [p. 217].

Sin embargo, su mirada desde el sucio submundo de la farándula legitimó el emmis de lo que decía, de la misma manera que el “culto de la experiencia” autentificaba a gente como Stephen Crane o John Steinbeck o Ernest Hemingway. “Bruce estaba ahí, hombre. Lo había visto” —lo cual era tal vez lo único que se les tenía que decir a los veinteañeros universitarios.

El problema de confundir tanta habladuría con tanta “verdad”, por supuesto, es que los monólogos de Bruce eran a los hip lo que El Profeta de Jalil Gibrán era a los cuadrados. Pearl K. Bell escribió una sagaz reseña con un intrigante título: “Philip Roth: Sonny Boy or Lenny Bruce” (Commentary, noviembre de 1997). En ella dice esto del Roth que dio a David Kepesh, The Professor of Desire, los berrinches que reconocemos como clásicos de Roth:

Roth parece creer que las dos opciones disponibles a un hombre judío son el sonny boy [el niño] de Al Jolson o Lenny Bruce. De hecho, el erudito profesor curiosamente parece sacado de una telenovela donde la gente se enamora y se desenamora como si la vida fuera una alberca (la vida no es como una alberca).

Sin duda, Roth es un comediante que trabaja sentado, un escritor cuyas “influencias”, productoras de ansiedad o no, son más bien Kafka o Gógol o Chéjov, en vez de Lenny Bruce. Además, Bruce se deshizo de cualquier imagen que lo separara de Leonard Alfred Schneider. Su “interpretación”, por llamarla así, era su vida. Roth ha siempre insistido —por lo general sin mucho éxito— que él no es Neil Klugman ni Alexander Portnoy ni Nathan Zuckerman [personajes de las novelas de Roth].

Estos dos héroes culturales tienen en común, sin embargo, una amplia veta puritana, pero invertida. A Roth, aparentemente, nada le gustaría más que sumar protagonistas judíos que hacen lo impensable —al canon oficial de los “libros judíos” domesticados. Pero el asunto olía a desesperación, como si Roth estuviera insistiendo demasiado en su liberalismo respecto de la moral. Por otro lado, Bruce insistió en ser moralmente superior al mismo tiempo que se cogía al lodo [shtupped: coger]. La culpa era, se supone, problema de los otros, pero los descensos de Bruce al hedonismo (usualmente por vía de varias “fantasías”) se unían a menudo con la “instrucción”. Sus aforismos, su humor epigramático, se deslizaban fácilmente —tal vez demasiado fácilmente— hasta caer en grandes proclamaciones:

Si yo pudiera robar sólo cincuenta palabras de tu cabeza podría parar la guerra… [p. 227].

La razón por la cual me arrestaron es que agredí al dios equivocado [p. 266].

¿Mi concepto? No puedes hacer nada con el cuerpo de nadie que me pueda parecer sucio. Seis personas, ocho personas, una persona —sólo puedes hacer una cosa para ensuciarlo: matarlo. Hiroshima fue sucio. Chessman fue sucio9 [p. 288].

No es de sorprender que la revista Playboy considerara esto digno de publicarse. Todo lo que comúnmente se piensa y se dice sobre los cincuenta sugiere que a la represión ya le tocaba el evangelio según Hefner. En este sentido, la “conejita” de Playboy era una idea (publicitaria) genial, fue asociada por demasiados con el genio per se. La revista publicó extractos largos del recorrido autobiográfico de Bruce, How to Talk Dirty and Influence People y una mezcla aparentemente infinita entre lo liberal y hedonista llamada “The Playboy Philosophy”. Bruce el cómico estaba en peligro de ser tomado seriamente como Bruce el profeta, como Bruce el cronista social capaz de discernir. Además, Bruce estaba en peligro de tomarse a sí mismo seriamente, de convertirse en el más triste de los charlatanes —el estafador que es estafado. En este respecto, a Buddy Hackett —otro pionero más de la popularización de las “palabrotas” y del hablar parcamente y de mal gusto— le ha ido mejor. Esto fue en parte porque es gordito y en parte porque el tipo de comedia física que hacía era un poco infantil; Hackett está más allá de la censura. Es, en una palabra, chistoso —en vez de “uno de nosotros”.

Claro que al final Bruce se encontró a sí mismo en el papel de acusado, defendiendo su caso frente al público que había ido a ver sus números viejos: “Religions, Inc.”, “The Lone Ranger” (El Llanero Solitario), “Father Flotsky”, “Tits-’N-Ass” (Tetas y culo). Sin embargo, pagaron por oírlo leer las transcripciones de sus juicios y sus angustiadas respuestas, dignas de Joseph K. Aquellos fascinados con la mitomanía entendieron que, en Estados Unidos, nada tiene éxito como el fracaso, y oyeron pasmadamente mientras Bruce se desgarraba: otros, esperando carcajadas, le dieron una mirada agria al maggid [predicador] de desaliñado traje negro y se dirigieron hacia la salida. El Bruce que había shpritzed a los goyim, que había escandalizado a los judíos, terminó aburriendo a ambos.

La apertura de Bruce comprendía más que la boca y los genitales — lo que uno decía, y sexualmente hablando, cualquier cosa que uno decidía hacer. También incluía, en dosis crecientes, lo que sea que uno fumara, tragara o se inyectara. La excitación del cuerpo, no el miedo judío, era la única cosa digna de ser explorada, lo único digno de un reto faustiano.

Así como Bruce murió de una sobredosis durante el largo y caluroso verano de 1966, otros mártires han seguido en sus pasos, notablemente Freddie Prinze, famoso gracias a “Chico and the Man”, y John Belushi, el salvaje de Saturday Night Live. En estos casos, las grabaciones proporcionan un registro de las interpretaciones que puede ser juzgado de manera ecuánime, cuando finalmente llegue el “indulto”. Bien o mal, el mejor trabajo de Bruce estaba vivo. Hay discos, y claro, varios intentos de “capturar” sus actos en películas, pero el efecto general es como tratar de juzgar a un tenor legendario como Caruso a través de un vinilo maltratado. Además, el Bruce de la hoja impresa difícilmente es el mejor Bruce. El material que no es obsoleto gracias a sus referencias a ese tiempo, a esos lugares, tiene un tono forzado, de novato, al ser leído en voz alta el día de hoy. Lo que la falta fue el ritmo de Bruce, sus gestos, sus pausas, hasta sus “you know’s” nerviosos.

Pero Bruce continúa siendo relevante de todos modos —no sólo para los creyentes verdaderos que insisten en que Lenny Bruce fue “asesinado” porque decía la verdad o los que pondrían sus ideas sobre las de William James o Alfred North Whitehead, sino también para la gente más simple que ve a Bruce en el contexto de lo que fue, lo que hizo y lo que hizo posible. Un cómico stand-up como George Carlin, por ejemplo, continúa las investigaciones satíricas de Bruce acerca de nuestro lenguaje —las palabras que “prohibimos” así como las que usamos sin pensar. Grupos como “Second City” (mejor conocidos por sus apariciones en SCTV) continúan los viajes paródicos inventados por Bruce a través de la cultura popular y sin la ayuda de objetos de utilería o de actores de reparto. Es decir, Bruce hizo que la comedia stand-up tal y como se practica en lugares como “Catch a Rising Star” o “Comedy Store” fuera posible. No creó nuestro ambiente permisivo y sin límites por sí solo (la astucia de la historia, especialmente cuando la guerra de Vietnam dividió a nuestro país oponiendo la cultura a la contracultura, fue lo que provocó estos cuestionables beneficios), pero es justo decir que él pagó la cuenta —una cuenta cara— al principio.

Además, después de dejar la corona de flores obligatoria sobre la tumba de Bruce y de haber notado los aspectos de su carrera que fueron únicos e importantes, hay continuidades que deben ser mencionadas. Si Bruce fue un fenómeno que sólo los cincuenta pudieron haber creado y sólo los sesenta pudieron haber amado, también era un Manischewitz10 muy viejo dentro de una bolsa de papel nueva. El cómico de vodevil urbano sabía que el “humor americano” hacía énfasis en el adjetivo, que los estereotipos étnicos (es decir, el irlandés borracho, el “morenito” bailarín y el judío avaro) siempre hacían reír.

Para los comediantes judíos de principios de siglo esto significó que el encanto dio paso a la maldad. Hay que tomar en cuenta, por ejemplo, a dos “fire stories” representativas, la primera de la cual entra dentro de la tradición yiddish:

Un judío visita a un rabino de una comunidad pequeña y le cuenta una historia conmovedora. Ha sido víctima de un incendio terrible que había destruido su casa y todo lo que poseía. En resumen, se encontraba en un estado de penuria y ahora viaja de pueblo en pueblo viviendo de la caridad. “¿Me puede ayudar, rabino?”, le preguntó el pobre hombre.

“¿Tiene un documento del rabino de su pueblo que acredite que usted fue en verdad víctima de un incendio?”, le pregunta el rabino con sospecha.

“Claro. Sin duda alguna”, contesta el hombre, “pero, desafortunadamente, también se quemó”.

Podemos aceptar que el “engaño” de la víctima/pordiosero es muy malo, pero el ingenio, la ficción, por decirlo así, hace posible que el que da y el que recibe la “ayuda” mantengan algo de dignidad. La pregunta, en breve, no es ¿quién fue lastimado por el embrollo? sino, ¿cómo es posible que un chiste hable por el hombre? La alternativa, después de todo, es la caridad —eso que frecuentemente lleva a la superioridad moral en el benefactor y roba humanidad al que la recibe.

En contraste, aquí tenemos cómo East Broadway convirtió a la “fire story” típica en su primo americano vulgar:

Un judío se encuentra a otro por la calle y dice: “Pues, Abe, supe que se te incendió tu tienda la semana pasada”.

“Silencio, silencio”, contesta Abe, “es la semana que entra”.11

Bueno, el humor de vodevil es áspero —evidentemente gusta, si las ventas de Truly Tasteless Jokes son indicación de esto— pero la motivación oculta detrás de las risas baratas es clara: deshazte de tus diferencias étnicas, asimílate al denominador común de Estados Unidos, en otras palabras, derrítete. Cuando Abie conoce a Ike siempre hablan de cómo estafaron al goyim —al quemar la tienda, cambiar el producto o simplemente al cobrarle de más. Los judíos de los escenarios eran listos, pero también carecían de ética, eran desagradables y más bien avaros. ¿A quién dañaban? El mensaje era claro: a América, es decir, a los goyim.

Bruce conocía esta tradición e insistía que era “cruel”:

La comedia que tenían antes, creo, que más bien era cruel… Estaba el comediante judío, así los llamaban; el comediante irlandés, como les decían; usualmente salían en blackface [con la cara pintada de negro], el estereotipo verdadero del Tío Tom Jim Crow con pelo chino y una peluca… Creo que la comedia de hoy tiene un punto de vista más liberal [p. 133].

Bruce, por supuesto, comenzó con los estereotipos para después burlarse de ellos, darles el shpritz que merecían. Sus negros insisten, por ejemplo, que “the furst ting I gwine do when I gwine get to Hebbin is fine out what a ‘gwine’ is” [Lo primero que haré al llegar al cielo es preguntar que significa “haré”] [p. 33].12 Pero sin los afroamericanos, sin los católicos, sin los homosexuales y, seguramente, sin los judíos, Bruce no tenía un acto.

Claro que la comedia de Bruce estaba a años luz de depender de chistes y finales predecibles. Como decían los agentes desesperados, Bruce “tocó para complacer” —lo que significa que él shpritzed muchas curvas que los públicos convencionales simplemente no cacharon. Pero, en el fondo, eran diferencias de grado, no de categoría. Fue tras los que tenían filiaciones religiosas identificables no nomás porque los consideraba hipócritas, sino porque, para él, el liberalismo era suficiente como religión; fue tras la clase media no por petulantes, sino porque no eran hipsters; fue tras los sureños no sólo porque eran racistas, sino porque cualquier regionalismo (fuera de Nueva York) era sospechoso. En resumen, Bruce imaginó a unos Estados Unidos de color del té, con compasión, que pudieran tomar un swing y que no les molestara la gente que hablara de manera “vulgar” o fumara un poco de hierba. Lo mejor de todo es que Bruce imaginó que esta América mejorada no sería ni judía ni goyish. Y como la mayoría de la gente que se traba viendo el “panorama general”, Bruce prefería pensar que Dios estaba hecho en su imagen, no al contrario:

Es un dios como ustedes lo quieran, eso es lo que dios es… un dios calabaza, un dios de Halloween, un dios dulce y con amor que me quemará en el infierno por haber pecado y blasfemado, dios también es así… Y es un dios que puedes explotar y hacer que trabaje para ti, y que te respete la comunidad, y que san Judas trabaje para ti, y también los otros sacerdotes católicos —Eddie Cantor, el torpe explotador, George E. Jessel y los santa clauses. Sí, es un dios que verá a esta cultura y dirá, “¡Uy! ¿Qué estaban haciendo, hombre? ¡Meten gente a la cárcel por treinta y cinco años! [pp. 292-293].

No es de sorprender que este último “dios” —el dios a la moda, con conciencia social— parece ser el vivo retrato de Lenny Bruce.

Lo que “escandalizaba” de Bruce era su incesante ataque a los valores que los judíos y los no judíos habían adoptado —la piedad de la religión organizada, las normas del matrimonio heterosexual, el mundo según la revista Time. Su shpritz era la palabra usada como arma, la “libre asociación” (frecuentemente más libre que asociativa) que abarcaba todo —lo autobiográfico, lo socio-cultural, lo sagrado y lo profano— sin comprometerse y sin “creer” en nada de ello.

Sólo Bruce le podía decir al público que se “iba a mear en ustedes” (“No le pueden sacar fotos, es como la lluvia”) o pedir un fuerte aplauso al “dar la bienvenida” a Adolf Hitler. Pudo haber sentido vergüenza al ser llamado “vómico” o al sentir que la palabra “sick” pertenecía a la cultura en general y no a él, pero ofender le daba de comer y compraba su hierba.

Entre sus momentos de mayor reflexión éste el que tal vez sea más revelador:

El comediante de hoy tiene que cargar la cruz que él mismo construyó. Un comediante de la generación precedente tenía un “acto” y le decía al público “Éste es mi acto”. El comediante de hoy no está haciendo un acto. La audiencia supone que está diciendo la verdad… [Y] cuando estoy interesado en la verdad, es la verdad verdad, al cien por ciento. Y es estar interesado en una verdad terrible [p. 111].

Para Bruce la necesidad de escandalizar a los judíos, de “hacer públicos” sus secretos; la necesidad de shpritz al goyim, de exorcizar todo sus “Southern-dummy-cheapo-drecky-dumbbell-shit” [tontos-baratos-basura-sureños-mierda tonta], todo su protestantismo de pan blanco, elevó la catarsis provocada por la comedia hostil y la comedia trágica a niveles nuevos y creó nuevas expectativas. Después de la prematura pérdida de Bruce, el menosprecio hacia la cultura de masas se ha convertido en una fórmula (el ascenso y caída de Saturday Night Live, por ejemplo), y los defensores profesionales de la fe judía siguen criticando los constantes intentos de Philip Roth. Pero Bruce tocó estos sensibles nervios primero que todos los demás, y de una manera que todavía hace shpritz al goyim, llevándolo hacia la risa involuntaria y escandalizando a los judíos, preocupados e incómodos. Como Bruce dijo alguna vez: “Todo mi humor está basado en la destrucción y en la desesperanza” [p. 112]. Una gran parte de la “destrucción y la desesperanza” venía y estaba restringida por la vida de Bruce; pero grandes porciones de éstas eran y continúan siendo parte de nuestras vidas. ®

—Traducción de Mariana Aguirre. Ensayo publicado en Sarah Blacher Cohen, Jewish Wry. Essays on Jewish Humor, Wayne State University Press, 1990.

Notas
1 John Cohen, ed., The Essential Lenny Bruce (Nueva York: Ballantine Books, 1967), pp. 41-42. Las citas de Bruce que aparecen son de esta edición y la paginación se señala entre paréntesis.

2 Recipiente pequeño que contiene palabras sagradas en un papel. Se pega al marco de las puertas y se toca al regresar al hogar.

3 Monja italiana que vivió en Nueva York y se nacionalizó como ciudadana estadounidense; fue la primera persona de este país en ser canonizada.

4 Saul Bellow, “Laughter in the Ghetto”, Saturday Review of Literature, 36 (30 de mayo de 1953): 15.

5 Albert Goldman, Ladies and Gentlemen: Lenny Bruce (Nueva York: Ballantine Books, 1971), p. 146.

6 Zona de las montañas Catskill en el estado de Nueva York donde los judíos acostumbraban ir de vacaciones de los años veinte a los sesenta. La mayoría de los cómicos judíos de esa época se presentaban ahí.

7 El corned beef es un platillo a base de res; rye es pan de centeno. Los sandwiches de corned beef son un platillo judío típico, nunca servírian este tipo de carne con pan blanco.

8 Irving Howe, World of Our Fathers (Nueva York: Harcourt Brace Jovanovich, 1976), p. 573.

9 Se refiere a Caryl Whittier Chessman, criminal que adquirió notoriedad al ser condenado a la pena de muerte y a sus propios intentos por apelar esta sentencia; fue ejecutado en 1960.

10 Vino dulce producido por la compañía del mismo nombre comúnmente bebido durante los festejos judíos. En Estados Unidos se usa vender botellas de alcohol en bolsas de papel, lo que permite que la gente beba en público.

11 Para una discusión más completa de las “fire stories” europeas y estadounidenses véase Jacob Richman, Laughs from Jewish Lore (Nueva York: Hebrew Publishing Company, 1954), pp. xi-xxv.

12 Bruce se burla del dialecto afromericano y de los chistes que lo utilizan de manera racista.

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Publicado en: Destacados, El sentido del humor, Mayo 2012

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