Si en nuestro libro del mundo leemos la descripción de un asesinato con todos los detalles físicos y psicológicos, la mera descripción de estos hechos no encerrará nada que podamos denominar una proposición ética. El asesinato estará en el mismo nivel que cualquier otro acontecimiento como, por ejemplo, la caída de una piedra.
—Ludwig Wittgenstein
En los tiempos que corren la violencia ha permeado todos los niveles. Los niños ahora son educados con las condiciones que la matazón ha impuesto. Antes, lo recuerdo bien, las mamás nos aconsejaban: “Llévate un suéter” si salíamos a la calle. No voy a caer en el chiste fácil y decir que ahora les aconsejan llevar el chaleco antibalas (aunque ello no se encuentre nada lejano de nuestra realidad), pero sí les ruegan que no salgan. Dice Daniel Herrera (Torreón, 1978): “Yo le digo a mis amigos de allá que en el D.F. nada más te asaltan”. El nada más le parecerá un franco insulto a quien haya sido víctima de algún asalto, extorsión, secuestro o cualquier variedad de los crímenes que se sufren en esa ciudad. Pero tiene mucha razón: acá no nos rafaguean. Todavía. Esos casos en Burger King y Starbucks resultaron ajustes de cuentas y aún son aislados, pero pronto dejarán de serlo. Sabrá Dios, diría mi madre, por qué esa tipología criminal aún no llega a nuestras calles. Pero no desesperemos, pronto lo hará. Pronto una bala perdida (con dedicatoria del narco) se incrustará en el cráneo de un incauto que solamente iba por ahí, a quien, claro, los medios no cubrirán de la manera desaforada y absurda en que las cuentas de comediantes vendedrogas y las peleas de cantina de futbolistas son reportadas. Hay niveles.
Mucho se habla de la polarización de la sociedad, y mucho de esa polarización se le achaca a la actuación de los partidos políticos. Desde luego que ellos son los causantes de casi todas nuestras calamidades, pero no la única razón de que un muro divida a unos de otros. Muchas de esas diferencias provienen de la prensa. Creo que era Guillermo Fadanelli quien contaba con su reconocida sorna que en La Jornada todos los colaboradores solían cobrar más o menos lo mismo, de reporteros a las “grandes firmas” (entrecomillo para mostrar una ironía), hasta que se dieron cuenta de que las diferencias de clase no se habían acabado de ninguna manera. Esa diferencia de clases es a la que me refiero, y la cual se ve reflejada en cómo cabecea cada periódico sus primeras planas. El lector de La Prensa no es el mismo del que lee Reforma. ¡Ni siquiera de quien lee El Metro, y estos dos se hacen en la misma casa editora! (Aunque, interpretemos: Reforma hace mucho por los dos polos, lo mismo le da a los ricos que a los jodidos; en cuanto a valores democráticos, el Grupo Reforma se encuentra a la vanguardia).
La nota roja es la nota discordante de la prensa. Hay quien ha explorado su estética, sus posibilidades discursivas, su sabor a sangre. Y hay quien preferiría que no existiera. Pero la prensa roja, si algo nos ha dado, es una perspectiva de cómo anda el mundo, nuestro mundo. No todo es chismorreo político. Hay una vida en las calles, desarrollándose (y feneciendo). El monstruo es una mezcla de concreto, sangre, metal y heces fecales, y se devora a sus habitantes. Es la vida de los pobres (lo digo sin afanes cristinopachecos), la de los ciudadanos que salen a trabajar, a estudiar o a divertirse, y que nunca regresan a sus hogares. Sea porque un asaltante les dio cuchillo o porque tuvieron la mala fortuna de encontrarse en el camino de un asesino (en serie o en masa). A continuación, reseñamos dos libros de dos escritores mexicanos que crean ficción a partir de hechos reales sangrientos.
Un rancho muy violento
Polvo Rojo, de Daniel Herrera [Ficticia, 2009]
Autor de una colección de relatos inspirados en notas de la nota roja de su natal Torreón, Daniel Herrera elabora un comentario sobre la violencia: la generada por las pasiones y la del narco. Daniel vino a presentar su libro a la Ciudad de México un par de días después del fin de semana en que un grupo de jóvenes fue acribillado en Torreón mientras reventaba pacíficamente en un bar. “Esta violencia parece fuera de contexto totalmente. Sobre todo en una ciudad como Torreón que tiene menos de un millón de habitantes”. Dedicado también a la docencia, cuenta con un dejo de humor negro ante la barbarie: “Me manda un mensaje una alumna y me dice: “¿Usted no fue el que se murió, profe?”, y es que en la lista de muertos de ese día había un Daniel Hernández. Yo soy Daniel Hernández Herrera. Fue muy linda porque la nota decía que tenía 21 años; me quitó edad”.
En los catorce relatos que conforman este libro habitan los mismos seres con los que uno se cruza en el colectivo, en la plaza comercial, en los bailes. Equivocadamente, hay quien aún cree que la violencia se engendra sólo en los recovecos, sólo en los barrios pobres o sólo en las familias disfuncionales. Mucha violencia brota de la aparente normalidad. Los personajes de Daniel son personas comunes que hacen explosión en un punto determinado y sin retorno, sin importar su terrible pasado o su buena cuna: un hombre quien ya no tolera los gritos de un bebé y lo azota contra la pared hasta matarlo, un “artista” que no es capaz de producir obra pero sí de follarse a un mono, el anciano que no puede controlar sus instintos y se deja ir con una pequeña niña, el eyaculador precoz que se mete en casa de su obsesión para robarle los calzones (mientras ésta los trae puestos). Y todas estas historias, ancladas en la realidad, en hechos reales. (En esta misma edición se puede leer una reveladora entrevista que sostuvimos con el autor.)
La voz interna
Un hombrecillo en mi cabeza, de Jesús Pacheco [Moho, 2009]
Un hombrecillo en mi cabeza es uno de los títulos con que la editorial Moho vuelve a asomar la cabeza. Llama mucho la atención el texto en la contraportada, muy diferente a como eran redactados hace años, con ironía y burla. Esta vez los cuentos de Pacheco son presentados como “buena literatura”. Ese es un cambio radical, impensable en años anteriores. En efecto, estas narraciones de Jesús Pacheco son uno de los mejores ejemplos de la literatura que se ha editado en Moho (fiú, ¿nos habremos librado por fin de los clones de Willy?). Estos textos también tienen un origen en la realidad y en la prensa amarillista: Pacheco, ávido lector de literatura relacionada con asesinos seriales y en masa, eligió a un puñado de trastornados famosos —Henry Lee Lucas, John Wayne Gacy, Jeffrey Dahmer, Andrei Chikatilo et al.— y enfoca su lupa, llevándola a diminutos detalles, pasajes breves de la vida de estos asesinos. Lo importante no son los datos biográficos exhaustivos ni remarcar su profunda crueldad o su metodología. Si el lector ignorara que se trata de hombres que existen o han existido y que han dejado una huella sangrienta a su paso, lo que quedaría sería el relato de las vidas de gente común. Relatos eróticos, pasajes de días comunes y corrientes. Otra vez: la vida de la gente común, sin aventuras. De hecho, lo más espeluznante es la posibilidad de identificarse con ellos: todos en alguna ocasión, en mayor o menor medida, hemos pasado por lo mismo. El buen oficio de escritor de Jesús Pacheco es patente en el cuento llamado “Debbie”, en donde sucede justamente esa tenebrosa identificación. ¿Qué diferencia a esas bestias de los “normales”? Se trata más bien de un conjunto de relatos que funcionan como un tratado en el que se exponen las similitudes, y no las diferencias, entre bestias y bestias.
El tono de los cuentos cambia alocadamente: primera, segunda, tercera persona, como al interior de una cabeza esquizofrénica. ®