Lo más claro de su tiempo

Diario de un espectador, XIII

Las precisas cavilaciones y evocaciones de nuestro autor en torno al trabajo del jardinero, a la memoria del arquitecto Gonzalo Villa Chávez, a un Bryan Ferry coreado en un auto que rueda por Castilla —y Proust, y más.

Una ceiba centenaria en Bolívar, Venezuela.

Atmosféricas. El maestro jardinero y el carretón de la basura. Se rasca la cabeza, contrariado. Hoy pasó sin detenerse el risueño cortejo de los desechos del barrio. El jardín es también una delicada economía que así se trastoca. Depende de pesos y medidas, de cuidadosas dosificaciones de los costales que se pueden entregar a los señores carretoneros sin incurrir en excesos. El jardinero mantiene con ellos una cordial, y un tanto distante, relación. Nunca les da dinero, por ejemplo: “Es su jale”, dice. Por mientras, practicó desde el principio dos profundos socavones en ciertos rincones de sus dominios para depositar las hojas muertas y hacer abono: reduce la carga de desperdicios, aprovecha el material. Tocante al agua de riego, es muy cuidadoso: evita a toda costa el derroche, busca la hora y la medida de sus riegos. Es, en unos cuantos sencillos actos, el resultado de una vida inteligente, humilde, mesurada. De modo que cuando el más o menos apestoso convite de los basureros pasa con banderas desplegadas y no se detiene Zorba se encabrona, tranquilamente. Pero se da sus mañas: conoce los hábitos y los trayectos de otros carretones, en todo caso sabe dónde almacenar lo que sobra. Contribuye así el maestro jardinero a un vasto proceso, global y milenario, mediante el que las ciudades eliminan, vitalmente, lo que les sobra y eventualmente resulta tóxico. Pone una callada muestra de racionalidad, de sensatez y justicia, que tantos y tantos ignoran. Por mientras, ya está al pendiente de guiar las enredaderas, de hacer notar la inquietante gracia de una campamocha que aterrizó bajo la pérgola. Con suave mano la levanta, la deposita en el jardín para que, como él, siga cumpliendo sus afanes.

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Gonzalo Villa Chávez, arquitecto. “Ese hombre noble”, como lo describe Andrés Casillas de Alba, su entrañable amigo de por vida. Desde que Chalito se murió se le ha extrañado agudamente. Nadie, casi, como él para derrochar estilo, elegancia sencilla, sentido del humor gentil y mordaz. Se vestía como un príncipe que quiere ir de incógnito, y sabía fumar sus inseparables delicados con una gracia y un ritmo inigualables. Hay quien, desavisado, piensa que el humo acabó por matarlo: muy al revés. Los rituales del fuego y la brasa, las intermitencias de sus gestos de fumador eminente le dieron sentido y profundidad a su trayecto: más alta vida. Que pagó el precio: tal vez. Habiendo conocido a Gonzalo no es difícil imaginar su gesto displicente y fatalista ante la disyuntiva de una vida aséptica y aburrida con el gusto tantas veces renovado de levantar la blanca y evanescente bandera de la combustión que lo devoraba —como a todos. No de balde era de San Gabriel, el pueblo de Juan Rulfo, muy su amigo. En una de las plazas de ese pueblo el alcalde le pidió hacer un basamento para cierto ornato urbano, frente a un portal. Fue la única traza que dejó el gran arquitecto en su lugar natal: un plinto elegantísimo y, como él, mesurado, sabio, discreto.

Gonzalo Villa en el patio posterior del Centro Regional de Occidente, hoy Museo de la Ciudad de Guadalajara, década de los setenta.

Cuenta Andrés Casillas que por una larga temporada compartieron habitación en un viejo convento de la calle de Francisco Sosa, en Coyoacán. Cabe imaginar las conversaciones, los acuerdos y los desencuentros, las lecturas, las músicas y las costumbres de quienes serían dos de las cimas de la arquitectura contemporánea en México. Gonzalo Villa Chávez, a pesar de su largo magisterio, no dejó discípulos que respondieran a su talla. A su valentía y su combatividad, a su incorruptible trabajo de defensor del patrimonio, a su oficio a la vez riguroso y alado. Por Jardines del Bosque, en una calle ahora olvidada, dejó una espléndida casa temprana. Debe de haber sido de fines de los años cincuenta: se advierte en ella la tamizada influencia de su maestro vitalicio y su patrón durante largos años, Ignacio Díaz Morales. Para él, decía, compuso el estupendo remate de la perla para la fuente de la Plaza de los Laureles. También el espléndido pavimento de la Plaza del Dos de Copas, y la proporción de las copas de las dos pilas; también se debe a él el perfecto trazo ergonómico de las bancas de solera. Junto con Marco Aldaco, trabajando después en el despacho de Eric Coufal, proyectó casi íntegra (con las correcciones necesarias del maestro, se podría suponer) la Torre Minerva, quizá hasta la fecha la mejor torre civil de la ciudad. (En esa torre, por otro lado, alguien que pasaba fue, ay, tan brevemente, visitado por el rayo, iluminado por lo indecible, deslumbrado de por vida por el relámpago de la constelación de la victoria tatuada en una piel de azafrán y de locura. A lo lejos se miraba, parece, el peñón del Mexicano, encendido por la luz del poniente.)

Dice, otra vez, Andrés Casillas, que alguna vez Gonzalo salió de Francisco Sosa carrereado y muy temprano rumbo a algún pendiente. Pasaron cinco minutos, y alguien timbró en el convento. Era Gonzalo, contrito: “Se me olvidó… todo”, dijo con su característico laconismo. Cigarros, encendedor, llaves, lápices, papeles, dinero… A la distancia, doktor Freud, bien se sabe que lo que Gonzalo hubiera querido era quedarse al borde del patio, intercambiar algunas frases, considerar el cielo atrás de las volutas blancas de varios delicados, tal vez dibujar una vez más las sombras cambiantes entre los arcos. Así se queda, a través de los años, en estos renglones desbalagados.

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Roxy Music: The High Road. Fréjus, Francia, 1982. El que pasa, parece que allí estuvo. Recuerda con claridad las faldas voladoras de las dos coristas negras, bellísimas, el impecable smoking blanco de Bryan Ferry, dandy extraordinaire, y la versión de esa inmortal pieza de Neil Young: “Like a hurricane”. La lista de las canciones es impecable, la gente exhibía una sorprendente prendezón, el escenario era austero, y a la vez sutilmente glam. Un saxofón sinuoso y artero tejía un hilo que iba uniendo indisolublemente las piezas: Andy Mackay se empleaba a fondo. Ambas puntas ardían, y el espectador, al centro de los dos fuegos, percibía la inminente combustión en una noche olvidada entre tantas. Una canción para Europa: Tous ces moments de l’enchantement/ qui ne reviendront jamais/ et aujourd’hui pour nous/ il n’y a rien pour partager/ sauf le passé… / El coche rodaba por los campos de Castilla, Ferry se desgañitaba, los pasajeros sabían, más que nunca, que pasaban. Una muchacha ignoraba que habría de dedicarle a Europa tan largos años de su vida. Otro seguía rumiando la noción de volverse filósofo sin sospechar que ya lo era. Alguien más intentaba columbrar, sin saber tampoco que lo haría de por vida, los molinos de viento. Taciturno, el que manejaba, soportaba los coros.

Como aquellas noches de los setenta cuando en el auditorio nombrado por el digno señor que medía 1.37 y se peinaba con cemento puzolana tocaron Procol Harum, Santana… materia de otras cavilaciones. De paso, acordarse, muchos años después, del glorioso y pletórico Roxy incendiándose con Mano Negra y la visión del más enloquecido de los slams que se hayan visto por estos lares.

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Lo más claro de su tiempo… Una frase que los franceses usan para describir a veces los momentos de lucidez y sosiego durante los que alguien hace lo que realmente le interesa, le concierne, o simplemente lo que tiene que hacer. Preferible quedarse con una arbitraria traducción: los ratos de dicha, de feliz encuentro con el propio destino, de esclarecimiento.

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Bal de têtes. Arquitectura, Iteso, 1972–1977. En la obra de Marcel Proust existe un pasaje clave para comprender esa feroz y sutil busca del tiempo perdido. Ocupa las últimas cien páginas de su célebre ciclo de novelas. Es el Bal de Tètes: una suntuosa fiesta dada por la duquesa de Guermantes, en la que, muchos años después, se reencuentran personajes y memorias. Es, entre otras cosas, una reflexión sobre el cuerpo y el tiempo. Proust termina por sugerir que el tiempo no debería ser considerado una fuerza destructora o creadora que desde el exterior se ejerce sobre el cuerpo. Más bien el envejecimiento de los cuerpos es la incorporación del tiempo en ellos. Una idea estoica, consoladora quizás. Tantas veces que viene esto al caso. El campo de octubre esplendía en los lomeríos que avanzan rumbo a Amatitán, el medio día justo alzaba sus fuegos. Como cada cinco años, una determinada banda de arquitectos se junta, bebe, come, platica, se reconoce en los otros. Lo primero que se hace siempre es lamentar las ausencias, y luego festejar ciertas raras presencias que pueden llegar desde Edimburgo, Nicaragua, Costa Rica, Puerto Rico… Una música especial y cuidadosamente preparada —mostly Pink Floyd— recuerda que el personal es hijo de la era de Acuario.

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Lugares, cosas, cerebros. Un puntual reportaje de The Guardian da cuenta de una muy rigurosa investigación científica que termina en una iluminadora conclusión de Pero Grullo. Dice que el cerebro (con el hipocampo y todo eso) reacciona mucho más vigorosamente ante el estímulo de lugares queridos que frente a algunas cosas a las que se pudiera tener —en apariencia— similar apego. Un paisaje sobre un sillón, una casa sobre algunas antigüedades, un cuarto sobre unos cuadros o ciertos libros. Involuntario hallazgo de una confirmación dolorosa: los lugares nos construyen, su pérdida nos lesiona gravemente. Las cosas fluctúan, se desvanecen, se vacían fácilmente de su carga emocional. Aplicar esto a la arquitectura, a las casas extraviadas, a las dispersiones aparentemente obligadas de los elementos que ayudaban a constituir un lugar clave. Un ingenio derrotado, dos chacuacos abolidos, una casa que amenaza ruina: pero todo está allí, todo fluye a través de las generaciones y de los cañaverales que se pierden rumbo a los volcanes: Santa Cruz. Una casa dos veces salvada del colapso, una ceiba que se acerca a su centenario, el sosegado cintilar azul de la laguna y el cerro de García prodigioso a lo lejos: Tipontate. Un solar vaciado, un cascarón destanteado y mudo, unos árboles y unos jardines condenados, unos pajaritos desbandados, unas cajas ahora sí vacías:

Miré los muros de la patria mía… ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas

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