“¡Barra de esquivos, carros falcados!”, rezongó el protagonista pillando a Bucket. “¡Remeros ciegos, niñas en kimono!”, bregaba a sus tripulantes en tono simplón, pero éste no era Bombeck. El Bombeck que Élmer conoce y saborea, al que se afiliaría en un chasquido, pájaro furtivo que le fascina y frecuentemente también le desconcierta, faltaba.
De existir un portal que lo llevara de la pasividad de su butaca a la reverberación de la duela, Élmer habría subido, lo habría tomado. Pero no existía, y reparar en ello lo acurrucó en una decepción armónica, sombría, anciana. Optó por sobrellevar la nefasta, pobrísima ejecución de la obra sin olvidar por qué se encontraba ahí. Enfocarse en la llamada, chingado. Desde el malecón de Ensenada fluían soplos de viento andrajoso que atormentaban el campus, parvada de mirlos líquidos, escandalizadas voces de vidrio que parecían ir en busca de Élmer Nájera. Cada que se batía la puerta y alguien accedía a la sala, un cucurucho de aire helado sobaba a los presentes en el tobillo, con la cautela magnánima, glacial de las belugas. “¿Qué demonios querrá Lameda ahora?”, se dijo Élmer. “¿El cielo se cae si marco despuesito, no mucho, a las siete quince?” El escaso orden de los últimos días se venía desmoronando, y lo último que Élmer necesitaba era enfurecer a Lameda. Sin molestarse en deponer la manga de su enorme chamarra para consultar el reloj, calculó que serían las seis cuarenta.
Llevaba rato así, echado al frente de la butaca con los codos pinchando las rodillas, las manos cubriendo nariz y boca, el rondín de la barba, abochornando su aliento.
Se preguntó dónde estaría Irlanda. Forjó suposiciones lógicas: la vio pormenorizando sus motivos a un abogado, un sparring y un psiquiatra, que la naturaleza de sus líos exigía los tres perfiles. Esbozó menuda sonrisa en la oscuridad, seguro de que para hacer valer sus argumentos Irlanda tendría que jerarquizar entre los dimes y diretes de una pareja ensenadense, el mejunje de casar a una académica con un estibador; el súbito desempleo de él, la irrupción del queloide en ella; la debilidad de Élmer por el teatro, su apego a la navegación, y la esfera obtusa, tangencial de Mater Lacrimarum. También la vio gimoteando en casa de Rider, en el jardín de Cheere, telefoneando a su madre. En cada retrato la veía desaliñada y sonriente. Por un sentido de tertulia, de falsa inequidad que no conviene discutir, Élmer moldeó nuevas hipótesis sobre la ubicación de Irlanda y solo atinó un tendido espeso, caldo de mantas, citas bíblicas y rostros fuera de foco como de graderío en estadio brasileño. Pero la historia —como leyó Élmer apenas el domingo en un periódico español— no es más que polvo de héroes y villanos mezclado con excrementos de rata. Así que, tragándose el enfado y las ganas de exterminar a Irlanda empezando por la sombra y terminando en el testuz clavándole un arpón, Élmer maquinó, finalmente, un retrato que dolía: la imagen espoleó su estómago con espasmos fugaces y urgentes que en un campo visual fulgurarían como brasas. Vio a Irlanda en un motel, arrinconada por Nat, la chica tomboy que conocieron en la cena navideña del Servicio Portuario. Cada que asomaba el tópico, Irlanda zanjaba que no, que basta, son puras figuraciones tuyas, si Nat es toda miel. Oh, sí, Élmer sabía que esas mieles canadienses son pieza de museo. La vio cinchar la mirada al trasero de Irlanda y sabía que la pelirroja no iba a descansar hasta arremangarle blúmer, sayola y refajo.
En cada retrato la veía desaliñada y sonriente. Por un sentido de tertulia, de falsa inequidad que no conviene discutir, Élmer moldeó nuevas hipótesis sobre la ubicación de Irlanda y solo atinó un tendido espeso, caldo de mantas, citas bíblicas y rostros fuera de foco como de graderío en estadio brasileño. Pero la historia —como leyó Élmer apenas el domingo en un periódico español— no es más que polvo de héroes y villanos mezclado con excrementos de rata.
El repiqueteo sobre la duela trajo a Élmer de vuelta.
Erradicó los distractores con una serie de parpadeos, y resopló, decidido a hacer valer los diez, doce minutos que restaban antes de abandonar la sala y marcar a Lameda. Metió la mano en la bolsa de papel que tenía entre las piernas: a mero tanteo seleccionó una pop-corn de aristas cobrizas y leonadas, que tragó con frialdad. Parecía improbable que el actorcillo que encarnaba al almirante Brandon Bombeck fuera capaz de afrontar el inminente diálogo con Redd Bucket. A ojos de Élmer el devenir del montaje dependía proporcionalmente de esta escena, que es troncal, no sólo porque exhibe a los amotinadores y posiciona a Bombeck ante la tripulación del Burchelli sino porque hace de gozne en los acontecimientos, nudo cordial para el Segundo Acto, su favorito. “¡Barra de esquivos, carros falcados!”, rezongó el protagonista pillando a Bucket. “¡Remeros ciegos, niñas en kimono!”, bregaba a sus tripulantes en tono simplón, pero éste no era Bombeck. El Bombeck que Élmer conoce y saborea, al que se afiliaría en un chasquido, pájaro furtivo que le fascina y frecuentemente también le desconcierta, faltaba. ¿Dónde quedó —se dijo— la banderola rasa, el agitador en vórtex que distingue al Burchelli? Lo que presentaban como cubierta, no remedaba siquiera un navío en desuso como los que se tiran al olvido en la zona de deshuese, unos cuarenta kilómetros al sur de Ensenada. La cubierta de un bergantín de factura germano-austriaca como el Burchelli, o la de cualquier artefacto sonante y flotante, era lo mínimo a esperar. Élmer extrañó éste y otros equívocos. Qué fue del bauprés que repararon en Puerto Ninfa con un betún improvisado de aceite, molasa y barbas de sargazo. La angustia de la tripulación durante la semana en que los sensores se enviciaron por el empalme de frecuencias con una lancha torpedera. La neblina enlutada del horizonte caribeño, tan fácil de emular, y la hoja de ruta robada por los compinches de Bucket, ¿dónde estaban? No ahí. No esa noche. Uno no pide gran cosa; quiere respeto, cuanto más para Bombeck y Los mares de Kaplan. Cruzar media ciudad con este clima espantoso, asistir a una sospechosa sesión de dramaturgia y plantar el trasero en butacas que son témpanos, témpanos de agua puerca, digo, uno espera una ejecución decente, un Bombeck-Bombeck. Éste, empequeñecido, absolutamente ninguneado, parecía capitular antes de conocer el reto, su actuación era una trufa, casi una celada; el peor que Élmer había visto jamás. Atónito, a un pelo de enfurecer, buscándole salida a un sinsabor punto menos que frustrante, Élmer dedujo que el joven actor debía rondar el quinto o sexto semestre; de signos abatidos, mal copeados, acaso tuvo una mala jornada, estaba enfermo o harto, tal vez aburrido. Parecía guiarle una luz perezosa, enfrascado en enredos ajenos, afectos postizos. Más allá de defraudarlo a él, mutilaban la obra del antillano Glen Formica Jeremiah de quien Élmer se asumía como profuso y leal admirador.
El libreto de Formica Jeremiah es temerario, consecuente y brioso.
Temerario como la Teoría Foe-Foe que considera el diente falso con que los polluelos revientan por dentro el cascarón del huevo, no para nacer sino para evitar asfixiarse, como detonante de una metáfora asociativa entre voluntad y fortuna, la consecución de un fin específico y el éxito de un proyecto entero. Consecuente, como la tribu pir-ful que adora el secreto mineral de los árboles y atribuye a la pulpa del papel Lafuma el rol de constituyente universal. Brioso, como el Third de Soft Machine.
Esta noche, en esta duela y en manos de este rebaño de estudiantes, el libreto, el avaro remedo de libreto no era sino un estúpido esfuerzo panfletario; un salivazo desteñido y blandengue. Aquellos tripulantes que en el ideario de Formica Jeremiah transmiten hastío, contrariedad o sofoque, falsos cancerberos cuyas únicas rutinas de aseo son alisar el bigote en el ojo del arganeo, restregarse el cuello y el pecho con cascajos de hielo seco y la boca con tubérculos de carbonato, de entrada para fraguar la transpiración en un blindaje natural contra la sal y las manías del océano, también para que la hediondez, el resuello bucal no les impida follarse a una Wanda o una Ruth en la barriada del próximo archipiélago; que duermen en andamios de paja, calzan botines perforados, ostentan sombreros que a duras penas se yerguen con amasijos de alambrón y no ven tierra en meses por defender los confusos votos de Bombeck, esa noche, a merced del inepto director de escena y su menesteroso equipo de coreógrafos, tramoyistas y actores, parecían ir de compras. Lucían, justamente, como lo que eran: niños ahorrito, chicos Infonavit, colonos de algún fraccionamiento ensenadense cuyo estilo va del francés al ibérico y del ibérico al Tudor en la siempre cambiante cartografía del puerto, becarios de vocación peregrina, pasantes sin cuentas por pagar en una vida haragana, ni apuro por cambiarla. Faltaba poco, chingado, una nada para largarse en pos de una caseta telefónica y marcar la secuencia numérica del celular de Lameda. Por un momento Élmer consideró salir del teatro y acurrucarse en un arbusto para que Adam Ant lo meara con un chorro atronador.
En el pasillo exterior, colindante a la explanada, había un kiosco con la inscripción Por la realización plena del Hombre en tipografía de herradura blanca, no del todo blanca, color blanco perlado. Un ventarrón contorneó el teatro, velándolo en suaves polígonos.
Fue cuando, ante los dilatados ojos de Élmer, se develó una hendedura al fondo del escenario. Era un resquicio largo y movedizo en el caído de las lonas, franco y piramidal, violatorio del encanto que erráticamente se construía en escena. En seguida menguó, pero no lo suficiente. Por allí se dejaron ver objetos de utilería, y de pronto, un par de manos blancas que hacían y deshacían. Élmer maldijo aquella imperdonable distracción; las manos maniobraban en un ambiente bucólico, tan próximo a la escena y a la quinta fila desde donde Élmer no les perdía detalle; paralelas a ambas dimensiones. Bombeck y Bucket se agarrotaron, en espera del cue. Élmer enfocó como pudo un objeto que sostenían aquellas manos, que podía ser un estuche de anillo, incluso más pequeño que el estuche de un anillo. De éste se desprendió una recámara, por la que cayó, como fina plomada, un pequeño aguijón que lanzó guiños a Élmer.
Por la chabacanería y la pedante soltura con que operaban las manos Élmer determinó que eran manos de mujer. Por el modo en que deslizaron el objeto dentado —horizontalmente, en dirección radial— dedujo que se trataba del chasis de una tornamesa.
Distinguió el brazo tendido, en cuyo extremo chispeaba una aguja shibata.
* * *
Fue una visión tenue y señorial, que espabiló por un momento a Élmer. El puntillo brillante avivó sus años en Tijuana. Las innumerables trasnochadas en el cineclub del Soler que antes fue un billar, donde conoció a Huanma, a Jaurena, a Salvador; allí escoltó un tiempo a Zúñiga, poeta y filósofo, un verdadero desquiciado, que solía mentalizar a tres o cuatro para rumbear con él de madrugada entre los vertederos de la Avenida Internacional donde toreaban a los carros, trozaban la cuadrícula de la malla fronteriza con unas pinzas, y a veces, como para vaciar el último tirón de energía, Zúñiga los animaba a corretear ratas, ardillas y con suerte también mapaches hasta que uno de ellos los malmiró; a Polo, poseedor de una decena de patentes en bebidas gourmet como su Gin Protonic que preparaba en un tarro hecho de cocer polvo de obsidiana en barro caucasoide, y una delicia de Buchanan’s que requería depositar entre los cubos de hielo un clip oxidado en agua quina, con lo que el whiskey adquiría otro carácter, cierto vértigo como de tirolesa. A Javier, el ñoño de la tribu, siempre yéndose a dormir temprano. Allí Élmer se presentó con Mireles quien en una coyuntura angustiosa lo llevó con Lameda. También convivió, aunque menos, con Tato Morfín, baterista y diseñador industrial que trabajaba para el corporativo de Honda en San Diego; todos en el cineclub se enorgullecían de que en una de las mesitas redondas, a mitad de un estreno de Gus Van Sant, Tato esbozó el cuerpo abovedado de la Honda Capa, madre de la Pilot, y mientras se reía con Down by Law de Jim Jarmusch dio los toques primarios a un cubo concordado, sólido y lleno de humor, de inusual asimetría, que el corporativo decidió atesorar y una década después derivó en la Element. Eran tribus dispersas, ermitaños haikú, pensadores del hachís, noctámbulos de facha trotskista y playera de Bauhaus atendidos por meseros distraídos y amigables, quienes, como sus clientes, perdían el sentido del tiempo y la pasaban bomba. Algunos pernoctaban ahí, hermanados, o amanecían en sitios que no reconocían del todo; aquello apuntaba más al empirismo del Joto Acuarela y el sentido gregario de Alan Vega que a las comunas de Amon Düül. Élmer asistía todos los martes y algún jueves, además de los sábados. Se dejaba perturbar por los filmes de Gilliam, Wenders, Lynch; en fúnebre armonía, los de Dario Argento. Al concluir la proyección, mientras los crepusculares testigos barajaban lo visto, se corrían algunas mesas, se encendían anaqueles en la cocina. La sala perdía solemnidad, se generalizaba un murmullo; aquello mutaba en un bar. Y Huanma era el DJ. En gran medida, la música por la que Élmer siente apego deviene de las ojivas acústicas de Huanma: pop infeccioso, folk corrupto, hip-hop resentido, jazz bronco y sepulcral. Ante el chispazo que asomó por la hendedura del telón, Élmer recordó que con Huanma aprendió a reconocer las shibata. Lo que no llegó a asimilar fue la distinción en el performance dado que las shibata tienen la punta roma. En varias ocasiones ayudó a Huanma a sustituir la pastilla de su tornamesa, la cambiaban y calibraban en la cabina echando mano de llaves punta-de-sirena, desarmadores en granada y alicates de finísimos dientes, propios de un joyero. Era un rito apresurado y coloquial, lleno de sutileza, que coronaban al alinear el plato giratorio: uno activaba la marcha, el otro ajustaba las manivelas según la posición de una única, gorda y pizpireta burbuja.
Eran tribus dispersas, ermitaños haikú, pensadores del hachís, noctámbulos de facha trotskista y playera de Bauhaus atendidos por meseros distraídos y amigables, quienes, como sus clientes, perdían el sentido del tiempo y la pasaban bomba. Algunos pernoctaban ahí, hermanados, o amanecían en sitios que no reconocían del todo; aquello apuntaba más al empirismo del Joto Acuarela y el sentido gregario de Alan Vega que a las comunas de Amon Düül.
Mostrando pierna, la hendedura se amplió. Los actores perdieron el hilo. Se escuchó una sorda reprimenda tras el telón, que lo redujo, aunque no del todo. Tras un respingo, la mujer iba ahora resuelta, con quehaceres precisos: hurgó en varios contenedores hasta extraer un LP cuya cubierta en colores primarios Élmer no logró identificar. En dos, hasta en tres tiempos el disco de vinil se sentó en un balancín: se exaltó, y resbaló.
Un promontorio refulgía a cada revolución, como estela nocturna.
Suspendida, austera, la shibata se envainó a los surcos.
Se produjo un medroso blizzz.
Movido por un instinto delicioso, Élmer se anticipó a lo que estaba por escuchar. Estimó que, dado el bagaje de Glenn Formica Jeremiah y el apego de los estudiantes por la música electrónica, habrían seleccionado un teclado profundo, de condición serena. Fue más allá: presumió que se escucharía un Farfisa, el sosiego de un buen Farfisa o un Moog. Calculó un movimiento E-G, E-G, E-G que remonta a C. En el último silencio, depuró su juicio: el maridaje perfecto era “Warszawa” de Bowie, a volumen recio para enardecer la ejecución, sobrecoger al auditorio, dar pie al mejor Bombeck, resarcir con un cobijo acústico a Reginald Dewain Brandonell Leeward Bombeck. Demonios: ¿sería posible que a Irlanda le incumbiera? ¿Había manera de explicárselo, esto, o lo otro: el engarce con Mater Lacrimarum? Ni pensarlo… Se escuchó un refuego de mar abierto: de las bocinas no manó música sino una reproducción abominable de chapuzones, jalones de viento y marea, cargantes chillidos de gaviota. Los actores volvieron en sí. ¿Cómo es que la planta docente de la UABC —se alteró Élmer— demerita, permite demeritar y envilecer con tal flagrancia a Bombeck? Bombeck subyace a cuanto sucede en Los mares de Kaplan, no sólo subyace: funde. Surca y precipita. Trasciende siempre. Si el almirante avanza o pestañea es para fincar cargos a su alrededor. La ambientación ha de abonar en ese sentido y en ningún otro. Lo que Bombeck hace, finta o deja de hacer colisiona en la cubierta del Burchelli y en quienes trasnochan en guardias de alta exigencia, colgados de los arbotantes. Una escueta ojeada del almirante cataliza el ánimo de negociadores, vulgariza a mercantes, doblega a caciques que, aún reaccionando con nervio, se someten a su agreste criterio en toda circunstancia y desde cualquier posición a lo espeso y vasto, a lo largo y ancho del Reino de Kaplan. Timando a unos, fascinando a otros. Irritando en serio a cuanto emblema, rúbrica o autoridad portuaria le planta cara en los puertos y destinos de su circuito mercantil, de Cartagena a Staten Island, de Dos Bocas a Fort Lauderdale, de Ensenada a Humboldt Bay. Sus palabras, lustradas a fuerza de arrecifes, nutridas de carcoma y telares de lino, delinean, trepan —ellas sí, mil veces trepan— el puente levadizo al que aspiraba Élmer, en dirección contraria a la suya: de la estricta Ensenada al horizonte de mármol que permea el Caribe jeremiahano. De la butaca al panal frenético de Kaplan, uf, qué traslado. Entrar. Acaso entrar un momento, disociarse de todo: de Irlanda, de Huanma y de Nat, de Lameda y el telefonazo; de su incierto futuro en los astilleros; del trono de mirra y cacao de Mater Lacrimarum, por un camino a Bombeck, que no existía.
Caído en la butaca, Élmer rodeó con su palma derecha el resorte de la muñeca izquierda, pero no arremangó; no todavía.
—Márcame el jueves, Lorenz —ordenó Lameda—. Al celular. A las puras siete.
Por qué negar a los asistentes un teclado frontal, un episodio gentil aunque autoritario, el “Warszawa” que gusten. Seguro que entre los LP rescatarían un pasaje de matices gruesos que permita entrever si no por convencimiento al menos por sospecha, si no por virtudes histriónicas —ausentes esa noche— por mero golpe estético, la rica pulpa de Formica Jeremiah. El director argumentaría que sí, que claro, es mera ubicación geográfica, si el mar es pura miel, pero el fiasco era insalvable. Élmer se preguntó si un montaje podía caer más bajo, tornarse más fachoso. No desde que Jim Morrison fanfarroneaba con el johnson y Yamatsuka Eye se tragaba el micrófono.
Harto, con el cogote seco, Élmer se incorporó.
Un humor pestífero obnubilaba su juicio.
Cayó ruidosamente la bolsa de pop-corn. Sin hacer por ella, Élmer se deslizó al pasillo lateral exagerando el paso, para hacer notar que alguien abandonaba el recinto. Reprobó con la cabeza, pensando: “Hay virtuosos y hay especialistas”. No se consideraba lo uno ni lo otro, pero sabía reconocerlos. En el entrecejo del pasillo, los anheló: cuánto le gustaría que emergieran para dignificar, al menos para encarrilar aquello. Sensible como estaba, con el puño de líos que lo tenía mosqueado, exhaló un espeso caudal.
Un chillido de gaviota en la grabación, uno en específico fue abrasivo y superior; tostó al resto. Élmer conjeturó que el ave gritó por la urgencia de un demencial efecto migratorio, o bien que alguien pateó sus genitales donde quiera que los escondiera. Le divirtió la idea, y optó por tolerar. Fue tan sencillo. La sola disposición le dio a ganar paciencia: se portó incluso generoso, absolviendo de un plumazo a los actores torpemente dirigidos, peor ataviados. Antes de salir, dedicó una ojeada al escenario, pues lo que sigue le encanta: cuando todos se alistan para ejecutar a Bucket sobre la plataforma por la que él mismo encauzó a un montón de subversivos en el último lustro, éste se detiene. Ya no lucha, ni sufre. Uno jura que el traidor va a jadear de rabia, maldecir la sentencia o incluso rezar: en cambio, con mueca enfática mira a los asistentes como si esperara descubrir en ellos un número mágico, se acuclilla y con los grilletes que lo inhabilitan talla una silueta de delfín en la cubierta. Levanta un oloroso aserrín; alude a las tortugas marinas, “majaderas, solitarias”, y conmemora el mástil de su entrañable Dandelion como “el abrazo de todas las águilas”. Élmer conoce el pasaje de memoria; siempre le pareció un toque de dramaturgia genial. Nadie pareció notarlo o agradecerlo.
Hubo una última pifia: el flacucho que sostenía a Bucket se distrae para alisar los pliegues del overol y recorrer la hebilla del cinto, cobrando algunas risas. No es que a Élmer le agradara, pero reaccionó liviano, digamos que hasta cachondo.
La shibata se alzó, decapitando gaviotas, congelando actores.
—Imbéciles —gruñó Élmer.
Uno jura que el traidor va a jadear de rabia, maldecir la sentencia o incluso rezar: en cambio, con mueca enfática mira a los asistentes como si esperara descubrir en ellos un número mágico, se acuclilla y con los grilletes que lo inhabilitan talla una silueta de delfín en la cubierta.
Apenas salió del teatro, percibió el toque laqueado del mar en el rompiente. Algunos autos abonaban a la placidez del malecón. Descubrió que en la bahía pastaba un gigantesco crucero, de cuyo balcón iluminado en ráfagas violetas escurría el ratatatatata de “I feel love”.
Ensenada bostezó un anochecer aletargado, de aguas bajas.
Élmer lo musicalizó con el galimatías de una slide guitar.
* * *
Caminó por un sinuoso andén entre las jardineras del campus, en el predio que antes fue el Hotel Riviera de Ensenada. Las jardineras acopiaban especies desérticas, tan exuberantes como hostiles; los pocos arbustos se podaban en canal, sin auténtico oficio, más bien por distracción de Don Joel.
Don Joel patrulla los corredores y umbrías del campus blandiendo tremendas tijeras, con andar desgarbado y grave, como de conjurado. Lo escoltan Adam Ant, el schnauzer que justifica cien veces su finta de pillo, y Negro, un pastor alemán ciego, de tute desdeñoso, pelaje luengo, negro con algún manchón. Durante clases, Don Joel encerraba a los perros en un depósito enrejado, abocado a echar voces a los catedráticos que buscaban cajón de estacionamiento. Apenas oscurecía, los liberaba. Adam Ant no dejaba de correr, aguijoneado por un alma insurgente que a veces le pertenece, a veces no. Negro era otra cosa. Corpulento, derrotado, tirado al frente aun en la vejez, solía echarse a pocos metros de donde anduviera Don Joel atento a sobresaltos que lo ponían alerta, desconfiado de cada oscuro punto cardinal, sacudido por fantasmas. El triunvirato señoreaba entre lamentos, jadeos y estatutarias meadas. Como exalumno y visitante asiduo al teatro, Élmer conocía a Don Joel. De toparse con Adam Ant y el Negro esperaba que le permitieran atravesar los pasillos y jardines en busca de una caseta en servicio. Aceleró, forzado a adivinar lo que querría Lameda; un flujo de aluminio, de aluminio líquido vaciado a inhóspitos desagües picó a Élmer en el pecho, narcotizando su paso. De seguir en la butaca, ésta habría exhalado —plooouf-fh… ¿Cuál era, dónde estaba —sintetizó Élmer— la caseta telefónica más próxima? No contó con la del vestíbulo del teatro, estropeada hace semanas. Había dos en Leyes y dos en Ingeniería, que descartó pues a esa hora se solían cotizar bien: no quiso arriesgarse a esperar turno. Detrás del módulo de Administración había otra, en un recodo de pobre ventilación que estaría bajo penumbras. Buscando privacidad, se dirigió allá.
Con cierta razón, sopesó si antes de marcar a Lameda debía llamar a Irlanda.
Tomar el junco por el canuto, explicar las cosas por enésima vez.
Pero cuáles, exactamente cuáles. Y para qué.
Llegó a la caseta.
Con la bocina del teléfono en mano, el número de Irlanda en la punta de los dedos, prefirió no intentarlo. Los silencios entre Élmer e Irlanda se venían acumulando en una monumental creatura lista para embestir, fuera de tiempo, apañada y ebria, tipo “Did you miss me?” de los Young Gods. Élmer cayó en cuenta de que no había depositado moneda ni tarjeta; devolvió la bocina a su sitio. Sintió que caía en una discreta zona de transición.
El edificio de Administración fue quedando vacío.
—Aquí andamos, oiga, qué dice —carraspeó Don Joel.
Observaba a Élmer desde un trecho escasamente iluminado, con el cepillo de jardín como quien porta un báculo. Adam And se arrimó a Élmer; olisqueó sus pantalones. Negro asomó desde el trono que configuraban dos arbustos: la opacidad de sus ojos denotó a Élmer.
—Don Joelito, aquí nomás —objetó Élmer—. Oiga, ¿tiene la hora?
El crucero presumía una viva crin de neón. Don Joel le echó un vistazo.
—Las siete —estimó, sin mirar a Élmer—. Las siete pasaditas.
—Sí, verdad. Las siete.
—Ey.
Don Joel blandió el báculo, y se alejó.
Los perros le siguieron; uno, después el otro.
Con sensación de deshonra, Élmer metió la mano en el compartimento interior de su chamarra y extrajo una tarjeta Telmex envuelta en celofán. Repasó mentalmente el celular de Lameda. “A ver, seis siete tres…” El resto de la secuencia titubeó como refugiados en un ghetto. “Seis siete tres, cincuenta y dos, ¿veintiocho?” No logró hilarla. No con la soltura de antes. “¿Cincuenta y dos, veintidós?” Desvistió la tarjeta telefónica con aspavientos encarnizados, e inhaló, hasta sentir que se hinchaba. Recordó la fea manera en que el frío afectaba a Irlanda; aún arrebujada por un montón de prendas, esa noche el friazo acentuaría las proporciones del queloide.
Marcar a Lameda y portar un queloide.
Gansadas difícilmente subsanables.
Paralelas, tóxicas.
Era como si su voluntad, derrochada por el escarnio de los estudiantes a uno de los mejores libretos de Formica Jeremiah, pendieran de minúsculos hilos que sostienen, sin ánimo de sostener, algo grotesco e inestable. “Ay, Lorenz”, reprocharía Irlanda, de estar allí con él. “Mi número, ni cuándo; el de Lameda, hasta dormido lo marcas.” Su respuesta sería: “A este paso, mujer, saldremos todos mongos”. Por supuesto: era seis siete tres, cincuenta y ocho, veintidós.
Élmer sabía que Lameda precipitaría las cosas.
Aunque no sabía qué cosas sí, qué cosas no.
Pensó en el lacerado vientre de Irlanda.
Y en la vuelta de Mater Lacrimarum.
* * *
Desde que Élmer conoció a Irlanda, lo supo. Dos veces intentó decírselo. Le faltó voluntad. No halló palabras justas, palabras que fueran justas y útiles. En ambas ocasiones frenó en su boca, ya salivada, el sinfín de espigas y púas para explicarse: tenía clarísimo que solo sería capaz con púas. A su entender, las facciones snap-shot de Irlanda la emparentan con la masa preñada, cónica de Mater Lacrimarum.
De qué manera.
Es que de qué manera decírselo sin parecer estúpido.
A pocos días de haberse presentado, viajaron a Mexicali en el Corolla que les prestó Lameda. Rodeados de una densa neblina se vieron forzados a parar en un recodo de la Rumorosa, para ajustar los faros. Era ya tarde. Debió ser en septiembre, tal vez octubre, pues venteaba un fulgor seco, endurecido por el verano que termina. Mientras Élmer aplicaba golpes a puño cerrado a ambos faros, tensaba cables y recombinaba fusibles con resultados mixtos, Irlanda se plantó en la orilla del desfiladero y comenzó a gritar como una loca, con retorcida voz de pájaro. Quizás cantaba. La noche reprobó su escándalo con un eco parcial, un coro fracturado. Dio la impresión a Élmer de que la lechosa oscuridad se subyugaba a Irlanda con un halo aturdido, de infinito tambor; bajo el eco, había un silencio bravo. Élmer desestimó tener que conducir sin luces en una de las carreteras más peligrosas del país; se aproximó a Irlanda, presto a hablar. Ella lo miró con las pupilas sucias, ofuscadas. Élmer no pudo.
Hacía un par de años del segundo fallo. Fue un sábado ordinario en su departamento. Habían comprado boletos para una exhibición de drags que se canceló. Les sorprendió contar con tantas horas libres, así que cortaron cubos de queso, dispusieron aceitunas, hirvieron té, bregaron un mp3 con muestras de bellum techno. Con el ánimo vestido de holanes, Irlanda confió a Élmer lances de su niñez que rara vez salían a flote; tonificó la voz a un andamio estrepitoso y primordial que acaso podrían ejecutar siete coléricas marimbas: hablamos de un fado hecho trizas, malsano y estremecedor. Escuchándola, Élmer cristalizó con nuevo ardor el símil entre Irlanda y la Lacrimarum. Era cuestión de decir, de decirle: “Sostén esa rabia, mujer, mantenla cerca”. Atacó a Élmer una comezón en la frente; será porque en ese momento una caravana de remolques Fruehauf pasó por la carretera en un crepitar geológico, o será por los quevedo que Élmer llevaba en la nariz, de armazón grueso. Era nefasto en elucubraciones. Superpuso en el paladar un arpegio agrario, fraternal, pero apenas lo tradujo en un bobo, descendente lamento que se esfumó en blancas, mudas esquirlas. Élmer la tomó contra el CD player, liquidándolo a distancia. “La noche es una escuela, Lorenz”, aseveró Irlanda, y fue a encender el televisor. Cacharon un capítulo ya empezado de Supernatural. Ella subrayó la asiduidad con que Sam Winchester identifica el baptisterio maldito en el Bronx. Élmer no tenía ánimos de nada; además le vino mal que Dean Winchester machacara con un mazo a ciertos goblins.
Dos veces intentó decírselo. Le faltó voluntad. No halló palabras justas, palabras que fueran justas y útiles. En ambas ocasiones frenó en su boca, ya salivada, el sinfín de espigas y púas para explicarse: tenía clarísimo que solo sería capaz con púas.
No hubo una tercera vez. Élmer inhumó eso que, de tan simple, era angustiante.
Adam Ant emergió por ahí, con el hacha del rostro alzada.
Atribuía a sí mismo el perogrullo de las Mac.
—Supe lo tuyo, Lorenz —cargó Lameda—. Cómo eres bitch.
Ahora que, si esa noche Élmer abría la boca, en el remoto caso de marcar primero al celular de Irlanda y acaudillar una carga de audacia, un nuevo lote lingüístico, palabras de veras recias para decírselo, ¿valdría la pena? ¿Tenía sentido exponer la frágil, desarraigada sensación de que Mater Lacrimarum y ella fluían del mismo pantanal, manaban de la misma remoción de escombros, dolosas, esculpidas? Era una vil suposición, una ruta de agua, vapor que el silencio disipa, que el tiempo no condensa. Irlanda, cobriza ensenadense, y la Mater neoyorquina, abjurada reina del basalto: cicatriz en una, carroña en la otra. Había que hallar a Irlanda de modo, encomendarse a la ciencia, la magia, la pausa y la entonación para amartillar un torpedo, un zarpazo único. Sufragar la noticia (“Mira, eres como esa bruja”), y enseguida, con el revés del sable, soltar un silogismo suficientemente diáfano para cauterizar la herida.
El margen de error era total.
Élmer no se sentía capaz.
Simplemente no lo era.
Eso sí; semejanzas, había. Qué tal si algo, lo que fuera, trae de vuelta a Mater Lacrimarum cada que Irlanda no está de humor: Élmer sintió pánico. No era religioso, pero temía que los corajes de Irlanda avivaran en el puerto una vigilia oculta, un cortejo selvático y aéreo para aupar, como se aúpa una soberana y sañuda madrépora, a Mater Lacrimarum, y entonces sí, Ensenada iba a tener que vérselas con ella. Comprobar a base de tormentos por qué vive enraizada en la memoria del Hombre.
Élmer evocó el queloide con una pizca de abnegación.
Sí; debía llamar a Irlanda. Tranquilizarla.
Andaba furiosa hace meses.
Desde la cirugía.
* * *
Como el hijo que nunca tuvieron, en la cirugía nació el queloide. Irlanda consideraba aborrecible llevar esa pepita justo encima del ombligo. Fósil de cacahuate, ancho y rosado como el envés de un beso. Élmer todavía se pregunta cómo pudo ignorarlo tantos meses; se abrazaban poco, se tocaban de vez en cuando y en plan fugaz, revisándose poco. No obstante, advertía algo en el caminar de Irlanda, no en su actitud: tibia y templada, sino en la sospechosa complexión de su mujer, nada particular; un cruce de dianas, cadenciosos vaivenes. Caminaba raro. Tal vez era el cabello, pautado en insólitos brillos, cepillado a tirones hasta cubrir media espalda; tal vez no. Es que caminaba raro. Él inclinaba el rostro para observarla: había un quiebre que no lograba computar, no era pleno, ni concluyente.
Raro, caminaba raro.
Irlanda caminaba igual, ¿cierto?
Acaso caminaba demasiado igual que antes.
Lo que Élmer no supo, de lo que se enteró en un abrazo, con la franqueza de un pase de coca —que hace presente, de pronto, y encendido, un hueso de durazno en el núcleo del ser—, fue que Irlanda venía sumando arrestos para someterse a un tummy tuck. Animada por sus incondicionales Rider y Cheere husmeó acerca del procedimiento, leyó testimonios, ponderó ofertas. Se las ingenió para viajar a Tijuana hacía un año, a un supuesto simposio binacional para evitar contacto con Élmer, y se refugió en una clínica de la Zona Río para combarse el vientre. El médico la hipnotizó con pábulos de dermatología, óptica, jurisprudencia y sentido común divinamente enchufados. Con el arrojo equivalente a una consagración religiosa, Irlanda dio el paso, a costa de la American Express: el paquete incluía estancia por una noche, cirujano, anestesiólogo, enfermera 24/7, almuerzo, cremas para la piel, brochure ilustrado y una postal del antes-y-después. El voucher se acompañaba con envoltorios de Certs, cuantos que ella quisiera. El vientre de Irlanda amainó; días después, en el lapsus de recuperación asomó la habichuela leonada. ¿Indolencia del médico, antojo de la naturaleza? Viéndolo con ternura, el queloide semejaba un violín. Minúsculo violín subcutáneo, nuez emergente. Media sonrisa de niño. Después Irlanda tanteó otra operación, ahora correctiva. Solo un pinchazo. Rider se la hizo y mírala.
El odio a Lamela viene desde que el mundo es mundo. Hace dieciséis generaciones, hace tres Méxicos. “¿Les llamo?, pura madre”, se sublevó Élmer, y colgó; el golpe quebró el silencio en Mi menor. Con ambas manos empuñadas en los bolsillos de su enorme chamarra, giró para encaminarse al teatro… Se obligó a frenar, por un bicho rarísimo que caminaba a sus pies. No supo lo que era y evitó pisarlo.
Las biznagas de espinoso casco encapsulan la austeridad del desierto.
Los espléndidos regazos del maguey, la derraman.
Cuando Irlanda se vuelca y enfurece es una entidad ruin. Hiede a lechuga hervida. A pura sal terregosa. Sus palabras son un groove furibundo y aciago tipo “Eruption” de Innerzone Orchestra, rutinas cuidadosamente perdigadas que sumergen a Occidente en la cloaca. En tanto, Mater Lacrimarum sabe ser “Avalyn I” de Slowdive, mentolada, chica tribal. Su furia contraviene las catorce verdades del desierto. Transcurre la noche devorando avispas y ratas canguro, hasta que le asedia un aburrimiento espantoso, de corte pastoral, que cercena con varios mordiscos a un tramo de Freeway. Mater Lacrimarum entra al recibidor de un viejo hotel: timbra la campanita.
Un minuto después, Élmer ocupaba la misma butaca.
Al sentarse pisoteó algunas pop-corn.
* * *
Iba a pique el Segundo Acto. Bombeck estaba sentado en un barril, con un astrolabio en las manos. Por la destartalada hendedura del telón, las manos blancas descansaban una sobre la otra, no completamente inmóviles, con leves afectaciones; era como si otro par de manos invisibles las gobernaran. Bombeck saltó del barril y dio un golpe seco en la duela. Élmer notó que el actor parecía haber ganado certeza: el chico empinó el rostro hacia los concurrentes, dejó pasar un instante, y sentenció:
—Tierra… Opus y Tierra.
No lo hizo mal.
El epílogo facilita el amarre entre Bombeck y los sobrevivientes de Puerto Escamilla. Era un silencioso fluir de empatías, ademanes de concordia más o menos evidentes, un pulcro ir y venir del camarote al castillo, de las escalinatas al proscenio, sin alharacas ni diálogos. Un pasaje abstracto que, como Élmer sabía, pocas veces cuaja en las adaptaciones a Formica Jeremiah. Para su sorpresa, los jóvenes cumplieron. Se movían acompasados, sin pasar inadvertidos ni atraer foco, en guardia por una pieza musical que daría el cerrojazo; pero ésta tardó en llegar. Todos en el reparto, compartiendo la culpa, saldaron el compromiso en silencio; éste tocaba o abrazaba a aquel, uno ajustaba la pulsera, otro sofocaba un quinqué; se alinearon bandanas, se ampararon ganzúas.
Como para reivindicarse con los abatidos asistentes, la shibata liberó un impass largo, quizás demasiado largo, que dio paso a una parábola lenta y obstinada. Era una marcha; el principio de lo que Élmer consideró una marcha, de pronto arrasada por notas incomunicadas, tal vez demasiado altas. Arreció una estampida percutora, maciza, diríase que hasta bélica. Cuerdas, el cosquilleo de un piano, chispas y dilataciones, campanas, una flauta. Amén de ser una muy, pero que muy buena canción, tras bambalinas la juzgaron en sentido opuesto, pues se le castigó, menguándola. Élmer contrajo el rostro como quien se muerde el medianero de la lengua. Tras un súbito y vibrante staccato la pieza subió tres rayitas y asomó el coro. Élmer conocía esa voz, esa letra. Se describe a una niña que duerme sobre el césped, se alude a flores y a la caduca obstinación por un credo-nodriza. Era Mercury Rev. No hacía mucho Élmer la descubrió en un sitio web recomendado por Huanma que conmemoraba los treinta años del punk sinfónico.
El bicho que cruzó caminos con Élmer rodeó el teatro. Media hora después abandonó el campus por el acceso principal. Se dejó ver en la banqueta: tenía cola, más bien tenía apéndice. Uno podía jurar que la creatura tenía rabo. Agitaba cada aberrante extremidad con garbosa elegancia, no por presunción sino con pleno sentido utilitario; poseedora de un fuselaje tremendo que el mundo iba a aprender a respetar. Tenía seis patas: turnaba dos, luego otras dos, siempre un par distinto. Se zanganeaba con el formal temperamento de los maestros de música. Despedía un tufo sureño, boscoso, que espantaba a los perros. Su paso cifraba una ciega manivela de pliegues y enlutados dobleces, armado a base de sucios conectes, rancios orificios. La cabeza era aovada, con dos brillos longitudinales que le daban aspecto de cúpula: ¿qué viejo jardín buscaba?, ¿a qué gris aspiraba? Amenazó con volar, con breves alusiones que estremecieron el juego de alas: al vibrar, insinuaban una neptuniana cola de caballo. Por la avenida franqueó una caravana de vehículos desnudos, hechizos y entubados, que rajó un enorme charco.
Pero al bicho le valió madre.
Se perdió en la alcantarilla como hacen los guiñol. ®
“Lo que sobra de Lorenz”, Javier Fernández Acévez © 2013. Aparecerá en el volumen de cuentos Seguir a los gansos (Static Libros, próxima publicación) Más información en [email protected]