LOS 41: UN PANFLETO CRÍTICO-SOCIAL

Los cuarenta y uno: novela crítico-social, de Eduardo A. Castrejón

El revuelo que causó el baile de “los 41” fue de tal magnitud que muy pronto estuvo en el ambiente de la sociedad mexicana de principios del siglo XX. Cinco años después del ya desde entonces famoso baile, en 1906, apareció Los 41: novela crítico-social, firmada por Eduardo A. Castrejón.

La “novela” no se volvió a publicar desde esa primera edición, aunque se publicaron fragmentos dentro de los textos reunidos en The Famous 41: Sexuality and Social Control in Mexico, 1901 (Nueva York: Palgrave, 2003), con su traducción al inglés, y sólo ahora la UNAM la ha puesto en circulación, con prólogo de Carlos Monsiváis.

El texto de Castrejón (no vale la pena llamarlo “novela”) está precedido por un estudio del académico Robert Mckee Irwin, de la Universidad de California en Davis, quien hace un somero recuento del suceso en los periódicos de la época, basándose en las notas periodísticas también recogidas en The Famous 41 —por cierto, la parte menos lamentable de su introducción— y comenta los grabados de Posada sobre el baile. Sin embargo, más adelante McKee Irwin trata de refutar las teorías de Octavio Paz en el Laberinto de la soledad, algo que no consigue porque simplemente no entiende a Paz. Dice que “hay cierta falta de cohesión [¿o quiso decir “coherencia”?] en la discusión breve de la homosexualidad en ese texto”, es decir, en la conocidísima parte del tercer capítulo donde Paz diserta sobre la palabra “chingar”, de tan amplio registro semántico que hasta para un mexicano común y corriente es difícil de explicar. Cuando el macho mexicano chinga o, según Paz, viola simbólica y lingüísticamente en el caso del albur, desde luego es un mero fin sexual, no hay allí deseo identificado, los que se alburean es obvio que no son hombres gays ni quieren serlo (a McKee Irwin le extraña que si ya se “violan verbalmente” no se desate el deseo sexual y no se asuman como gays); luego, toca de pasada la teoría del “falo ciego”, que Diana Palaversich refuta en su libro De Macondo a McOndo (Plaza y Valdés, 2005). Y cuando Paz se refiere a “cofradías cerradamente masculinas” está hablando de espacios como el ejército, el seminario, los internados para varones e, incluso, las cantinas (a las que estaba prohibida la entrada de las mujeres en esos tiempos, los tiempos en los que Paz escribió El laberinto…), donde el homoerotismo flota en esos ambientes, no se refiere, como cree McKee Irwin, a los espacios de la comunidad gay como se entiende ahora (“recursos de la comunidad”, les llaman en inglés a esos espacios creados por y para gays, como librerías, centros de convivencia o atención, etcétera). El grave error de McKee Irwin es pensar como pensamos los gays de ahora, no como los de antes, para los que ni siquiera el término “gay” se usaba.

También por lo mal escrito es que no queda claro ni bien sustentado por qué le atribuye la novela a un general porfiriano, Mariano Ruiz, ni por qué, en caso dado, éste eligió usar un seudónimo como el de “Eduardo A. Castrejón”.

El panfleto de Castrejón no es un es “producto del ambiente cultural”, como asegura McKee Irwin, en todo caso, lo es más del “ambiente social” de esa época, de una sociedad cerrada, conservadora y homofóbica, de allí el subtítulo de “novela crítico-social” y no “novela crítico-literaria”. Y no por ser la única novela que trata el tema debe ser considerada en los anales de la literatura mexicana, no es ese su mérito, como no lo es tampoco por su ínfima calidad literaria. En su presentación, McKee Irwin hace comentarios mal escritos (además del “cohesión” por “coherencia” que ya señalé, dice, por ejemplo, en la p. 26: “extendida” por “extensa” y en la p. 33 “truncada” por “fragmentaria”), que parecen hechos a la ligera, tal vez sólo para ganar algunos puntos académicos, como queda visto también en la poca habilidad para contar una anécdota personal: algo que pudo haber sido muy divertido e ilustrativo acaba enredado y sin entenderse. También por lo mal escrito es que no queda claro ni bien sustentado por qué le atribuye la novela a un general porfiriano, Mariano Ruiz, ni por qué, en caso dado, éste eligió usar un seudónimo como el de “Eduardo A. Castrejón”.

Finalmente, me parece bien que la haya publicado la UNAM en cuya Biblioteca Nacional, a final de cuentas, se encuentra al único ejemplar que se conoce del libro de Castrejón, según McKee Irwin. Y me parece bien porque es sólo una curiosidad que les servirá a algunos investigadores, estudiosos o curiosos, que ahora la pueden tener al alcance, pero no porque sea, como asegura McKee Irwin, una novela representativa de la novela porfiriana. Según él, todo este tiempo el panfleto de Castrejón no se tomó en serio por ser una “novela popular y de tema prohibido” (también lo fue Santa, de Gamboa, que narra un tema tabú, la prostitución, y no obstante se toma en cuenta por su evidente calidad literaria). Considerar Los cuarenta y uno: novela crítico-social una obra literaria sería como compilar en una antología de poesía homoerótica El ánima de Sayula, que también es popular y no tiene ningún valor literario, o peor aún, los corridos ilustrados por Posada (“Muy chulos y coquetones”), al lado de la poesía de Horacio, sor Juana y Cernuda; nadie en su sano juicio haría eso. Los cuarenta y uno es un panfleto escrito circunstancialmente y, por si fuera poco, denigratorio y humillante, con ese propósito fue escrito. Una crítica literaria poco rigurosa aunada a “la vaciedad académica”, que tanto aborrecía Cernuda, quieren presentar cualquier cosa pretendiendo que sea un gran descubrimiento para la humanidad. ®

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Publicado en: Libros y autores, Noviembre 2010

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