Los bandoleros del volcán de Colima

Diario de un espectador, XXV

Hace frío. Los personajes del siguiente relato fueron Carlos y Juan Palomar, cuates. La historia sucedió hará unos setenta años.

Imagen tomada del libro de David Fajardo «Bandidos, miserables, facinerosos» (Conaculta/Centro de la Imagen, 2016).

Tenía más de cien años y fumaba sin cesar. De capulín, los ojos más vivos de la profundidad sureña.

¿A poco no se acuerda de que le contaban eso? Pero si toda la región se conmovió, todos estábamos al pendiente, con tanto miedo, nomás volteando a ver el volcán. Nomás rezando rosario tras rosario. Ni modo que sus gentes no hayan guardado recuerdo, que nadie le haya dicho después eso a usted. Ora verá, deje hacer la cuenta, eso ha de haber sido hace unos setenta años, y si yo ya pasé la centena es porque hay cosas que no se me olvidan.

Llegaron a mediodía, al paso. Hasta las milpas parecían torcerse del miedo que daban aquellos hombres. La gente se apartó, las señoras metieron en cuanto pudieron a sus niños a las casas. El campanero de nada se daba cuenta todavía y tocó el ángelus como si cualquier cosa. Bien que me acuerdo de eso. Y también de las miradas de susto de todos, del silencio que parecía que bajaba como baja la niebla de los cerros para que sonaran más recias las pisadas de los caballos. Muy bien que sabían a donde iban esos hombres. Pasaron enfrente de la capilla y se santiguaban a la carrera mientras se quitaban el sombrero. Bordearon luego el corredor de la casa grande, el que daba al potrero del Moro, aquél que estaba por allá, del que ya apenas quedan uno o dos pilares.

Al cabecilla le decían el Ronco y había quienes estaban seguros de que había sido un administrador del Rincón que corrieron por borracho. Parecía que no mataba una mosca, pero su gente le obedecía a ciegas y le velaba el pensamiento. Sería porque también decían que ya debía como cuarenta vidas. O porque, cuando hablaba, de veras tenía voz como de tambor y soltaba entonces unos gritos muy raros, como chicotazos. A su contingente se les conocía como los cristeros del volcán de Colima. Pero cuáles cristeros, eran puros bandoleros agavillados que se aprovechaban de la revoltura de entonces para hacer sus maldades. A veces dizque venían los federales a ponerlos en paz, pero más tardaban en aparecer ellos cuando los bandoleros se borraban sin dejar ni rastro. Tenían bien conocido el volcán, y mi hermano me contaba que una vez que subió muy hondo buscando venados vio las cuevas donde decían que esos bandidos sabían reconocer y esconderse.

A su contingente se les conocía como los cristeros del volcán de Colima. Pero cuáles cristeros, eran puros bandoleros agavillados que se aprovechaban de la revoltura de entonces para hacer sus maldades.

Total, llegaron al puro zaguán de la hacienda que estaba, como siempre a esa hora, bien abierto. El Ronco se bajó del caballo, entró muy orondo. Pero dijeron las muchachas de la casa que hasta eso se quitó el sombrero. Dos o tres de sus hombres entraron luego, con las carabinas en la mano. Que pura treinta–treinta, dijeron. Contaron que el Ronco le preguntó por el patrón al caporal, que venía saliendo de los corrales del fondo a ver qué pasaba. Cuando se dio cuenta de la situación le dijo al tal cabecilla que los patrones no estaban, que se habían ido a arreglar unos negocios a Zapotlán. El Ronco le pidió la carabina a uno de sus hombres y sin decir agua va le dio un culatazo en la cara al caporal. Nomás rodó ese señor, se llamaba Abundio, y le empezó a chorrear la sangre. Pero era muy cabal, se levantó luego luego y se sostuvo en lo que había dicho. Cuélguenmelo de ese laurel, les dijo el Ronco a sus gentes. Para eso ya había entrado al patio el resto de la comitiva, eran unos veinte o más, había quien decía que hasta treinta.

Lo que sí debe usted saber es que no era un solo patrón aquí, que eran dos. Cuates, igualitos. Y además siempre se vestían igual. Unos trajes claros, botas federicas y corbata de pajarita. Por eso se distinguían desde lejos, pero nunca se sabía cuál era cuál. Sus caballos eran hermanos también, retintos los dos. Uno de los cuates se había casado, el mayor. Pero apenas tuvo familia, la señora se le murió. Sería por eso que el patrón ése se volvió hosco, regañón. Y con tanto hijo chiquito. Su hermano, en cambio, era más risueño, consentía mucho a sus sobrinos, todos le decían padrino, y les aliviaba de los corajes y las muinas de su papá. Nunca casó porque decían que una muchacha de Guadalajara le había jugado chueco y ya no se repuso. Se llamaba Eva, decían, y que era muy bonita. Las muchachas de la casa decían que, cuando los cuates acababan de comer y dispensaban a los niños hacían que se llevaran el mantel, y que uno de ellos sacaba una canica de la bolsa del chaleco. Y entonces, de una cabecera de la mesa a la otra hacían rodar la canica, sin decirse nada. Nomás se oía el ruidito de la canica al ir y venir. Y así se tardaban un buen rato. Hasta susto les daba a las muchachas esa costumbre. Pero mi mamá decía que era cosa de cuates, que los cuates eran a veces así, que se entendían de otro modo.

Pos le estaba diciendo entonces que ya estaban por colgar al caporal en el laurel que estaba al mero centro del patio. Entonces un peón atinó a salirse de la hacienda haciéndose el disimulado y corrió hasta la escuela, porque sabía que allí estaba el patrón más risueño, ése al que todos los niños de la casa, luego todos los de la hacienda, le decían padrino. Lo encontró a medias de tomarle la lección a los chiquillos, junto a la maestra Chonita. Eso le gustaba. Y además tenía un coro famoso que tocaba por todo el rumbo. Era una escuela tan bonita, con unos arcos muy bien hechos y un corredor amplio. Lástima que la tumbaron luego para sembrar milpas, usted cree, ya que los agraristas habían acabado con la hacienda. Y ahí viene el padrino muy apurado a ver qué jijos sucedía.

Se encontró con la gavilla completa rodeando al árbol. Abundio ya tenía echada la soga. El Ronco se mantenía quieto, apartado, sombreándose en un granado que creo que todavía dura allí mismo junto al jardín de los patrones. Como que quería tantear al caporal y ver si era tan hombre. El padrino se paró en el zaguán, vio lo que pasaba y se puso a gritarles a todo el montón de forajidos que soltaran a Abundio, que el asunto era con él, que allí estaba para lo que se ofreciera. Todos se quedaron mudos, y el patrón seguía gritando, diciéndoles tales por cuales, cobardes y sabe qué más. Los bandidos nomás volteaban a ver al Ronco para saber si quería que se quebraran ya a ese señor tan rejego. El patrón ni aprecio había hecho del Ronco hasta que éste se le acercó muy ladino, dizque con respeto. Como que se identificó, como que le explicó que venían por él para llevárselo unos días al volcán hasta que su familia juntara lo que le iban a pedir de rescate.

En eso estaban cuando apareció el patrón grande, que venía de revisar unos animales por el lado de Cerrillos. Ya le habían dicho a la pasada de las casas de la cuadrilla que algo grave estaba sucediendo, que el Ronco y su gente estaban adentro de la hacienda. El patrón grande, interperrito, cruzó el zaguán y desmontó del caballo. Prisciliano Encarnación era su mozo de estribo y luego él contó lo que fue pasando después, porque le tocó estar cercas. El patrón grande fue y se paró junto a su hermano. Decía Prisci que el Ronco se quedó azorado, nomás viendo doble. Seguramente sabía de los cuates, pero nunca malició que fueran tan ínticos. El patrón grande se impuso de lo que los bandidos querían. Entonces le pidió al Ronco que dejara en paz a Abundio, que todo podía hacerse por la buena, que él lo acompañaría al volcán. Prisci se reía mucho después que todo había pasado, porque entonces el padrino le dijo a su hermano que él era el que se iba, que el asunto ya estaba tratado. Que no, decía el patrón grande, que a él le correspondía. Y en eso que el padrino, entre socarrón y aventado, que lo contradice. No, yo soy el grande, yo voy. El cuate hosco se puso rojo y empezaron los dos hermanos a alegar enfrente de todos sobre quién era quién, y a cuál de ellos le tocaba irse con los bandidos. Haga de cuenta que jugaban allí con su canica.

Seguro que el Ronco pensaría, pos me los llevo a los dos y cobro lo doble. Pero el dinero que había calculado pedir era mucho y además era más complicación cuidar a dos que a uno, y se ocupaba que uno de los dos se quedara para juntar lo que iba a pedir.

Seguro que el Ronco pensaría, pos me los llevo a los dos y cobro lo doble. Pero el dinero que había calculado pedir era mucho y además era más complicación cuidar a dos que a uno, y se ocupaba que uno de los dos se quedara para juntar lo que iba a pedir. Pero por lo pronto no sabía qué hacer, porque los cuates, cada vez más enojados ya casi llegaban a las manos para sostener quién era el grande. Decía la gente que cuando eran jóvenes de repente se peleaban en los meros portales de Zapotlán y parecía que iban a matarse, que rompían los cántaros de las marchantes entre los empujones. Pero al rato estaban otra vez tan contentos. Aparte, parecía que no les importaba nada tener toda una gavilla enfrente y a su tan afamado cabecilla que también se iba enojando por tanta boruca. Ya varios bandidos habían levantado las carabinas y ni por ésas los cuates cedían.

Al final, el patrón grande se salió con la suya. Como que la canica quedó de su lado. O algo. Montó otra vez en su caballo, hizo un gesto de despedida, unos dicen que fue una bendición. Salieron todos por el zaguán, con el Ronco y el patrón a la cabeza de la columna. Luego nomás se fue viendo la polvareda que se fue borrando por la brecha del volcán. Decía Prisci que el padrino se fue a seguirles tomando la lección a los chiquillos.

Ni modo pues que usted no se acuerde. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas

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