Los escenarios fugitivos

El blues de la línea roja, de Julio Rangel

El blues de la línea roja es —como todo buen libro— muchos discursos a la vez: aparato poliédrico, puñado de escritos al margen, bosquejo inacabable, diagrama emocional y político de la Ciudad de los Vientos, con sus metarrelatos y sus periferias; un mapa sensorial que es —y a la vez no— el territorio.

Julio Rangel. Cortesía del autor.

Publicado dentro de la Colección Residuos, en colaboración con la revista Contratiempo, El blues de la línea roja, de Julio Rangel, se erige como un artefacto literario agudo en sus alcances; a la manera del Benjamin de El París de Baudelaire, el Velarde flaneur o la mirada impresionista del urbanita prófugo y no de la rabiosa hípermodernidad, El blues… es —como todo buen libro— muchos discursos a la vez: aparato poliédrico, puñado de escritos al margen, bosquejo inacabable, diagrama emocional y político de la Ciudad de los Vientos, con sus metarrelatos y sus periferias; un mapa sensorial que es —y a la vez no— el territorio. A través de ensayos breves que se amplifican en la nitidez de su juicio exacto el autor nos propone una cartografía de la ciudad tejida con la contundencia del aforismo.

El también periodista y editor de Contratiempo nos propone un caleidoscopio fugaz, erguido de tránsitos: una cadena de escalas donde conversamos con Augé, Pacheco, Thoreau, Walker Evans, Luther King, los profetas de la gentrificación, el Pessoa más peatón y más evanescente; el recorrido de Sísifo a través de una ciudad que es como todas esas descendientes de Babel: espejismo y exclusión, motivo primero de la rabia o de la melancolía.

Estamos ante una escritura, por la naturaleza misma de su espacio y de su sujeto, fragmentaria, pero no por ello desprovista de atención. Un viaje contradictorio —introspectivo— pero de una mirada en una constante relación íntima con el afuera.

Como nos lo advierte ya desde su prólogo Marco Escalante, se trata de una escritura amparada en una mirada triple: la mirada impresionista, la mirada intelectual y la del compromiso personal. Estamos ante una escritura, por la naturaleza misma de su espacio y de su sujeto, fragmentaria, pero no por ello desprovista de atención. Un viaje contradictorio —introspectivo— pero de una mirada en una constante relación íntima con el afuera. Porque, nos cuenta Julio, atravesar los múltiples espacios de la urbe no es el habitar de un espacio cerrado, sino flotar a través de una frontera virtual, un trabajoso viaje por el Hades, desplazando el propio pasmo entre “los intestinos de la ilusión”.

El que viaja, el que sueña

El metro, el tren, The “L”, más que espacio liminal, entrevisto como pista de carreras multicultural, es fugaz espacio donde la convergencia y la civilidad son fuegos fatuos, esporádicos. Sitio de encuentro y de choque, termómetro de las hordas, transitar público que no es ágora, el metro es también el espejo y la visión de la disfuncionalidad de un sistema.

Ahí, perdido en algún vagón, el cronista nos recuerda la infancia y aquel dicho de Bachelard sobre la casa que protege al que sueña. Pero ¿qué sueña el que viaja a través de la ciudad infinita? ¿Puede soñarse con los ojos abiertos? ¿Hacia qué otro sueño despierta ese otro, desposeído, que, desde el fugaz espacio común, con su sola individualidad, increpa nuestro frágil privilegio?

Asistimos a una discusión que no sólo es existencial, sino política: el metro no es “un laberinto impersonal, es un sistema”. Los pactos de restricción racial se trazan con rojo. La raza atraviesa las políticas del suelo.

Porque Rangel, prosista mayor, no nos habla sólo del metro. El tren sólo es pretexto para desgajar a partir de la experiencia siempre única del viajero la relación entre el cuerpo y el mundo, o repensar acerca de todas esas cosas que de un tiempo hasta acá “mataron al paisaje”, amplificar ese irrefrenable, personal “impulso asomadizo”, ese querer saber que a más de uno nos ha arrojado hacia la divagación —como el Perec de Tentativa de agotar un lugar parisino o el Vila–Matas de Dietario voluble.

Uno de los puntos más altos de este libro es cuando aborda esa suerte de fenomenología del viajero en la era digital. Esa mirada sujeta, maravillada a las “apariciones azarosas”, hoy privado del sentido de la latencia a causa de la omnisciencia del espejo de la pantalla. Asistimos a una discusión que no sólo es existencial, sino política: el metro no es “un laberinto impersonal, es un sistema”. Los pactos de restricción racial se trazan con rojo. La raza atraviesa las políticas del suelo: la movilidad es un diseño político.

Esquirlas

Paisaje humano, caleidoscopio de rostros, cuerpos y manos, “personajes todos de un cinema espectral que desaparece cuando el tren asciende de nuevo a la luz del día”.

El blues de la línea roja (Chicago, Colección Residuos/Contratiempo, 2025) es el diálogo de un cronista y un poeta con la cultura de todos los tiempos. Como si esa errancia sin término pusiera su razón en un diálogo fructífero con la memoria y el propio bagaje; detonando eso que Diego Lizarazo ha dado por llamar las “esquirlas”: imágenes que son fragmentos disruptivos que friccionan, perforan y fracturan las visiones dominantes de la realidad. Julio esboza un comentario político post–911 en el breve capítulo acerca de la belleza de una caligrafía rota. Relata los perdidos fragmentos que componen el engranaje de la malurbe: “Los trenes entran lentos en la estación, serpentean perezosos la mañana gris”, conversa con La educación sentimental de Flaubert, y la novela de 1869 nos revela las dialécticas del hoy: “Los carteles que cubrían las esquinas, desgarrados en su mayor parte, se agitaban al viento como andrajos”. Rememora al gran Italo Calvino, quien ya en su clásico nos advertía: “La ciudad te dice todo lo que debes pensar, te hace repetir su discurso”.

El blues…

Finalmente, la escritura de Rangel es además una escritura del exilio y la diáspora, con el filo y el pathos de lo que ello implica. Del trabajador y del peatón, doble prófugo de la rabiosa híper–modernidad, del proletario cognitivo —parte del cognitariado, como lo ha llamado Augé— que se resiste en cada gesto a ese culto a la velocidad impuesto violentamente.

Pero, sobre todo, es la voz y la mirada del lector en fuga infinita, intentando inyectar presente al tiempo, dialogando con sus ojos a los muertos, atisbando en la nitidez y la emborronadura de su propia fuga.

Por esto y muchas otras razones que cada lector encontrará para sí urge entrar en el viaje total que es este libro, una de las mejores colecciones de ensayo que he leído en este 2025, porque “vivir en la ciudad es divagar” y el cuerpo que inscribe una ruta en el espacio es como el lenguaje que inscribe la suya en la página. ®

Compartir:

Publicado en: Libros y autores

Apóyanos:

Aquí puedes Replicar

¿Quieres contribuir a la discusión o a la reflexión? Publicaremos tu comentario si éste no es ofensivo o irrelevante. Replicante cree en la libertad y está contra la censura, pero no tiene la obligación de publicar expresiones de los lectores que resulten contrarias a la inteligencia y la sensibilidad. Si estás de acuerdo con esto, adelante.