Los hijos de puta y los orígenes de la maldad

Hacia una teoría general sobre los hijos de puta. Un acercamiento a los orígenes de la maldad, de Marcelino Cereijido

Marcelino Cereijido tiene la perspicacia y la claridad para que nuestro guía en el libro sea un tema atractivo que nos pertenece a todos, pero que así como nos atañe, nos da miedo —¡qué hijos de puta!— y de esa manera informa, receta, abofetea, con ejemplos extraordinarios y muy puntuales acerca de cómo es nuestro origen y cómo ha sido nuestra “evolución

Marcelino Cerejido

¿Alguna vez se han preguntado si merecen recibir el calificativo de hijo de puta, sobretodo si la denominada hijoputez pudiera ser parte —no precisamente justificable— de la naturaleza del ser humano? Marcelino Cereijido, un aventurado fisiólogo porteño egresado de la Universidad de su natal Buenos Aires, con un posdoctorado en la Universidad de Harvard, además de ser investigador de la Universidad de Múnich y profesor emérito del Centro de Investigaciones y Estudios Avanzados del Politécnico Nacional en México —entre muchos otros envidiables títulos profesionales— nos ayuda a entender el origen de ese alias tan conocido y usado, fiel seguidor de un estilo de vida: la hijoputez. Cereijido lanza una pregunta que resulta tan obvia que es aplastante y poderosa: “Si en la actualidad se gastan millones de dólares para investigar todo tipo de enfermedades, ¿por qué nadie se ha detenido a seguir la pista de uno de los peores males que acosan a la humanidad?” Por supuesto, se refiere a la acosadora y despiadada maldad en el mundo.

Esta pregunta abandera las 289 páginas que tiene su interesante libro que, sobre una portada de intenso color rojo, letras abultadas y resaltadas en blanco, lleva por nombre: Hacia una teoría general sobre los hijos de puta. Un acercamiento a los orígenes de la maldad [Tusquets, 1a ed., 2011; 2a ed., 2012]. Así empieza por introducirnos a un mundo conocido, pero que nos sigue dando miedo tener presente; el mundo de lo que tenazmente el autor llama la hijoputez.

En varias pláticas que sostuvo Marcelino con amigos extranjeros acostumbraba a preguntarles cuál es el insulto más neurálgico y denigrante que existe en su idioma; gracias a esas averiguaciones —que acepta como amateurs y sesgadas— pudo afirmar que en casi todas las lenguas o al menos en treinta —donde así lo verificó— existe un equivalente directo al susodicho “hijo de puta”, que además representa el insulto más grave de entre todos las que tienen disponibles en su lengua, vocabulario o argot. Con humor, Cereijido reta a nuestra curiosidad: si una palabra, como por ejemplo “berenjena”, resultara el peor insulto, ¿nos sorprenderíamos? ¿No nos preguntaríamos por qué precisamente “berenjena”? Por allí es donde empezó su merodeo por el dichoso calificativo. Ahora entendamos el panorama que el autor nos expone, aquel donde toca las formas cotidianas de la hijoputez. Allíse refiere, de entre varios ejemplos, al padre que, con la santísima intención de educar a su hijo, lo obliga a que sea el mismo niñito quien le quite la correa del pantalón y se la entregue dócilmente para azotarlo; al policía que muele a golpes a un borrachín y luego se siente misericordioso, porque lo deja en libertad sin comprometerlo; al de la vulcanizadora que, tras quitar el clavo de nuestra llanta, lo besa y lo arroja a la calle para que le consiga nuevos clientes.

Ahonda también en lo más inocente, como pueden ser los cuentos infantiles, a los cuales pone en tela de juicio como una iniciación de la cultura de la hijoputez. Y si lo pensamos con cautela, los cuentos y las caricaturas de televisión nos enseñaban el abuso y la injusticia de una forma dramática que nos causaba un vacío en el estómago. En caricaturas como Remi, Belle y Sebastián, La ranita Demetan sufrir es su estilo de vida. En esos dibujos animados siempre había víctimas y victimarios. En una idiosincrasia como la mexicana —donde aun la victimización es parte de la cultura— esas caricaturas transmitían el sufrimiento como elección para salir adelante.

Cómo pilón, a este respecto el fisiólogo toma el tiempo de incluir en su libro dos versiones de un corrido llamado “Delgadina”. Aquí muestro la primera que transcribió Pedro Henríquez Ureña (Romances en América, 1913), donde denota que el abuso, el machismo y la pedofilia se cantaban a todo pulmón, hasta cuando se planchaba la ropa.

Cereijido habla, por ejemplo, del cuento “Pulgarcito”, en donde ese personaje escucha a su madre lamentarse de su extrema pobreza, agraviada por los ocho hijos que debe mantener. Para ella fue fácil decir “Llevémoslos al centro del bosque y abandonémoslos”. De tal suerte —dice el argentino— que en la cabeza de un niño se formaba una opción económico familiar y con ello poder llegar a otro de sus sugerentes planteamientos: ¿nos estarían vacunando contra la hijoputez? Así, cuando lleguemos a adultos, ante la muchacha violada diremos que “eso sucede con las que se visten provocativamente”. Poniendo un ejemplo fresco en México, ante esa fallida guerra que ha matado a más de 90 mil personas, diríamos que “por fin vinieron las fuerzas armadas a restaurar el orden”. Esta manera de argumentar —dice Cereijido— trata de justificar la usurpación de un gobierno elegido por el voto, la tortura del disidente y el genocidio por un objeto supuestamente prioritario de restablecer el orden.

Cómo pilón, a este respecto el fisiólogo toma el tiempo de incluir en su libro dos versiones de un corrido llamado “Delgadina”. Aquí muestro la primera que transcribió Pedro Henríquez Ureña (Romances en América, 1913), donde denota que el abuso, el machismo y la pedofilia se cantaban a todo pulmón, hasta cuando se planchaba la ropa:

Pues señor: éste era un rey
que tenía tres hijitas.
La más chiquita y bonita
Delgadina se llamaba.
Cuando su madre iba a misa,
su padre la enamoraba,
y como ella no quería
en un cuarto la encerraba.

Entre las numerosas víctimas de la hijoputez encontramos en estas páginas llenas de investigación perspicaz a África, una víctima por excelencia de esta práctica. El autor incide en lo paradójico e infamante que a través de injusticias, mentiras, incursiones armadas y crueldades inauditas, los africanos han sido convertidos en el otro por excelencia para ser discriminados y despojados de todo, incluidos minerales, animales, vegetales y territorios, además de su dignidad y derechos. Cita ahí el libro de Martin Bernal Black Anthena: The Afrodisiatic Roots of Classical Civilization [Rutgers University Press, 1987], donde sostiene que como parte de esta ratería muchos de los sabios europeos, sobre todo del siglo XIX, ocultaron que varias de las contribuciones originarias del conocimiento humano fueron hechas por africanos para atribuirlas preferiblemente a Egipto, Babilonia y Grecia.

El humano es un maestro del engaño y Marcelino nos conduce en un jeep descapotable, cual safari, para mostrarnos cómo el homo sapiens, en su hábitat, resulta ser un consumado artista en estos menesteres. Nos peinamos, nos vestimos y adoptamos maneras de comportarnos y comunicarnos que nos hacen ver más sanos, inteligentes y capaces de lo que realmente somos, hasta el más bandolero logra aparecer en las fotos como un candidato moralmente responsable. Pienso en uno de esos monigotes políticos que abrazan a un niño indígena deshidratado mientras promete apoyo a él y su familia, para aparentar que es humano, sensible y protector. O que vende palabras y frases como: “Solidaridad”, “Bienestar para tu familia”, “Vivir mejor” entre un inaudito e irónico infinito de etcéteras.

Entre las numerosas investigaciones biológicas de las que uno se alimenta en este maravilloso ensayo hay una que llamó mi atención: el doppelgänger, que se trata de un timador biológico, un “alguien” muy dentro de nuestro organismo que ordena que se lleve a cabo una acción y tiene la cortesía de avisarnos, para que luego nos demos el gusto de pensar que ha sido nuestra conciencia quien tomó la decisión.

Nuestro doppelgänger —explica Cereijido— puede hacernos cometer barbaridades mientras nos mantiene bien al tanto de que estamos transgrediendo una norma, para que tengamos cuidado y actuemos con sigilo; también nos pone al corriente cuando cometemos hijoputeces, las que podemos llevar a cabo mientras nos hace pensar que obramos con justicia. Para quienes a estas alturas digan: “¡Uf!, ahora tengo con qué justificarme”, no canten victoria tan rápido, pues, como nos explica el libro a detalle —Cereijido no deja respirar a las dudas—, hay un organismo capaz de frenar nuestra agresividad y así lo demostraron los neurobiólogos José Rodríguez Delgado y Francisco Castrejón cuando, en una plaza de España, implantaron en la amígdala cerebral de un toro de lidia un electrodo con una pequeña antenita, con la cual le podrían transmitir estímulos en el momento deseado. En su experimento, los científicos mostraron que un toro en plena embestida se abstiene de atacar en cuanto recibe la señal adecuada, es decir, el doppelgänger del toro está preparado desde hace millones de años para borrar en el acto esa agresividad sin recurrir a electrodos.

Avispas que paralizan a tarántulas para poner sus huevecillos fecundados y que así, al nacer sus crías, se alimenten de ese anfitrión que sigue vivo pero envenenado y atajado; orangutanes con sentido altruista a los cuales no les importa ser lastimados con tal de beneficiar al prójimo; un análisis maravilloso de lo que son las circunstancias y cómo influyen para sacar al “hijo de puta” que llevamos dentro; usos de la hijoputez; lasmaneras de interpretar la realidad.

Uno de los momentos cumbres de este ensayo es cuando el fisiólogo y escritor expone el momento de la revolución agraria como ese en el que ocurrió el cambio de la “gran pauta”, así le llama a un parteaguas en que el grado de la hijoputez creció y tomó un camino aún más radical. Quiero anotar cada palabra textual de Cereijido —y sin mis inoportunas interrupciones— en este apartado por el peso que tiene en este singular estudio que nos hace entender un poco más de nuestras incongruencias como seres humanos, en un mundo que al parecer ya nos rebasó culturalmente mientras nuestro organismo simplemente no ha podido equiparar ese avance de forma biológica. En otras palabras, estamos desfasados entre nuestro cuerpo-mente y la forma en que vivimos. Marcelino explica: “Como especie, los seres humanos hemos vivido el 90 por ciento de nuestra existencia en la Edad de Piedra, por lo que los retoques finales de nuestra constitución se adaptaron a vivir en ella. Durante esta etapa, los grupos sociales estaban constituidos por entre cuarenta y sesenta personas. Las ocupaciones principales eran recorrer el terreno para conseguir alimentos, criar a los niños y defenderse, por lo que puede deducirse que sus miembros dependían de una estrecha colaboración social”. El autor deja las cosas más claras a continuación: “Hace unos diez u once mil años, el ser humano aprendió a cultivar y a domesticar plantas y animales. Ya no era imprescindible desplazarse en busca de alimento pues la comida estaba a pocos pasos; por el contrario, había que quedarse a cultivar lo sembrado. El desarrollo de la cultura agraria consistió en ensayar híbridos con aquellas plantas traídas de diversas regiones, que ofrecían la ventaja de resistir al clima y brindar más nutrientes. Se produjo entonces la revolución agraria. Su rendimiento alimenticio permitió a la sociedad crecer numéricamente, y la situación cambió de forma tan drástica que, en primer lugar, catapultó al hombre de la Edad de Piedra a una forma de vida para la cual no había sido seleccionado y, en segundo, fue tan compleja que aún no hemos tenido tiempo de adaptar nuestro organismo al cambio, por la sencilla razón de que la evolución biológica es muchísimo más lenta que la cultural”. Avispas que paralizan a tarántulas para poner sus huevecillos fecundados y que así, al nacer sus crías, se alimenten de ese anfitrión que sigue vivo pero envenenado y atajado; orangutanes con sentido altruista a los cuales no les importa ser lastimados con tal de beneficiar al prójimo; un análisis maravilloso de lo que son las circunstancias y cómo influyen para sacar al “hijo de puta” que llevamos dentro; usos de la hijoputez; lasmaneras de interpretar la realidad. Un inteligente estudio acerca de si las prostitutas tienen que ver con todo esto y una variedad de experimentos de los que destaca el extremismo de algún líder monárquico del Sacro Imperio para saber si los bebés pueden desarrollarse apartados de toda persona —incluyendo a la madre, reprimiendo a todo individuo para no expresarles ningún sentimiento— son apenas un haz de luz de la profunda investigación científica de Marcelino Cereijido, quien tiene la perspicacia y la claridad para que nuestro guía en el libro sea un tema atractivo que nos pertenece a todos, pero que así como nos atañe, nos da miedo —¡qué hijos de puta!— y de esa manera informa, receta, abofetea, con ejemplos extraordinarios y muy puntuales acerca de cómo es nuestro origen y cómo ha sido nuestra “evolución”; de cómo todas las especies con las que compartimos este mundo nos ayudan a entendernos. Un respiro realista de lo que somos, una bocanada que nos ubica para no olvidar de dónde venimos y hacia dónde vamos; un anuncio en que el tiempo de la mujer ha llegado y de la esperanza que el autor nos comparte de que éstas no discriminen al hombre cuando estén en la posición que éste ha ocupado durante tanto tiempo. Una esperanza basada en lo que hemos perdido mientras se tiene la estúpida ilusión de que podemos domesticar al planeta; un anhelo por esas columnas que faltan para seguir deteniendo el frágil techo que nos resguarda de la maldad, dos soportes tan necesarios y tan ausentes: el amor y la humildad. ®

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Publicado en: Diciembre 2012, Libros y autores

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