No deja de sorprenderme la ignorancia —dice el autor— con que han reaccionado todos los analistas políticos y cientistas socialesen torno al giro in extremis de la marcha del pasado 15 de noviembre en la Ciudad de México. Pese a la diversidad de puntos de vista, observo cómo todo se reduce a dos posturas extremas.
Banderas Jolly Roger en el 15N, Ciudad de México.
El Caos no le quita el aliento a los caóticos. —Viejo proverbio chino
Marx afirmaba, con temible lucidez, que «la política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados». Este extraordinario comediante con dotes de sociólogo fue certero en su análisis del arte de la política. Desde la sobreabundancia de humor negro Marx sintetizó como nadie el quehacer político desde los tiempos de Maquiavelo hasta la llamada «era de los depredadores» que azota nuestros días. La máxima del más perspicaz de los hermanos Marx hoy puede leerse en analogía con el acontecer mundial. Parafraseando a Clausewitz, en una tesitura similar a la de Groucho, otro sociólogo y genealogista igualmente afecto al humor negro, invertiría la famosa frase del estratega militar para definir el concepto de la guerra al tenor de sus tesis sobre el poder, la violencia y el derecho, en clara y provocadora discordancia con los clásicos.
De tal suerte, para Foucault «la política es la guerra continuada por otros medios».[1] En efecto, la guerra, al igual que la hegemonía de la violencia, engarza en las relaciones de poder inherentes a las relaciones jurídicas y es justo en ese acoplamiento donde cobran la «legitimidad» que permite la aceptación de su accionar. Liberado de todos los impedimentos de las teorías contractualistas sobre la soberanía, Foucault no sólo elaboró un nuevo discurso histórico de la Modernidad, sino que articuló las piezas del pensamiento antiautoritario que dieron sustento a las luchas contraculturales y anticivilización de mediados del siglo pasado bajo el influjo de «la insurrección de los saberes».
Precisamente, desde esta óptica foucaultiana, no deja de sorprenderme la «ignorancia» —por decir lo menos— con que han reaccionado todos los «analistas políticos» y «cientistas sociales» en torno al giro in extremis de la marcha del pasado 15 de noviembre en la Ciudad de México. Pese a la diversidad de puntos de vista —que derivan tanto de la variedad de tradiciones de pensamiento como de las propias modalidades de las disciplinas desde donde se ha abordado este acontecimiento— observo cómo todo se reduce a dos posturas extremas. Por una parte, registro una exacerbada perversidad en la «valoración» de ciertos comentócratas que quieren hacer ver lo que nunca se vio. Por la otra, una somnolencia cognitiva que limita la claridad mental y el rango de visión, aquí sí, en el marco de un espectro gradual de posiciones que a menudo incluso se superponen. «Bienaventurados estos somnolientos —dijo Nietzsche con singular ironía— pues no tardarán en quedar dormidos». Por supuesto, quienes cierran los ojos con talante de caballo lechero —por apatía o ignorancia— no sólo se privan de ver lo que realmente acontece en su entorno y se arriesgan (como el camarón) a ser arrastrados por la corriente, sino que se rehúsan de antemano a cultivar la vigilia y estar alerta ante lo que viene.
No me sorprende, en cambio, la furibunda guerra de narrativas que se ha desatado entre el oficialismo (con sus hordas de chayoteros y cipayos digitales) y lo que queda de la llamada «oposición» (con sus cagatintas a sueldo y un extenso voluntariado despistado). Todos buscan sacar raja política del altercado. Y se entiende. Es la resultante lógica de «la guerra continuada por otros medios» que describía Foucault. Sin embargo, no explica la especulación de algunas mentes pensantes que han caído en la tentación de participar del juego polarizador y acusan franquicias del «Bloque Negro» al servicio del Estado, llegando al paroxismo de abrazar la hipótesis de la remasterización del «halconazo» bajo las órdenes de un par de impresentables (Cravioto y Bartres). O en su defecto, las reflexiones —es un decir— de los repetidores de consignas que concluyen —otro decir— que el zafarrancho fue orquestado por el «Bloque del PRIAN».
En medio de esta profunda crisis de creatividad, exceso de ignorancia y mala leche, nadie ha logrado descifrar todavía —sea por acción u omisión— qué fue lo que ocurrió con exactitud en la susodicha marcha supuestamente convocada por el colectivo «Generación Z» e impulsada por la oposición parlamentaria (concretamente PRI y PAN), más uno que otro partidillo aún en proceso de «registro».
«Nacionalsocialistas» nopaleros en el 15N.
Ya ni hablar de los vividores sociales históricos, como Luis Hernández Navarro que, con premeditación y cobardía, jugó al «compadre defensor» e hizo las veces del «carnal» Marcelo Chávez a la hora de cumplir su cuota en el diario oficial del régimen, aseverando que las personas esbozadas «No eran integrantes de organizaciones anarquistas de acción directa contra la autoridad o el gobierno. No integraban el bloque negro. Todo hace suponer que, al menos algunos de ellos, son parte de grupos de provocación que pasaron a una nueva etapa de intervención».[2] Entre líneas, este parásito sindical reconvertido en chayotero sugería que «algunos» anarquistas están ahora al servicio de «oscuros intereses».
Es evidente que, en medio de esta profunda crisis de creatividad, exceso de ignorancia y mala leche, nadie ha logrado descifrar todavía —sea por acción u omisión— qué fue lo que ocurrió con exactitud en la susodicha marcha supuestamente convocada por el colectivo «Generación Z» e impulsada por la oposición parlamentaria (concretamente PRI y PAN), más uno que otro partidillo aún en proceso de «registro». Sin duda, además de la participación documentada de una nutrida militancia partidista y de connotados personajes de filiación ultraconservadora, la marcha contó con la presencia espontánea de múltiples sectores «desencantados» con el partido de Estado —desde organizaciones campesinas hasta agrupaciones de transportistas, pasando por locatarios y ambulantes—, institución donde militaron hasta hace muy poco. Lo que representa un punto de inflexión en las protestas sociopolíticas del México contemporáneo.
Sin embargo, mientras la narrativa dominante en los discursos oficiales y los partidos de oposición se ha centrado en la supuesta tirantez entre «dos proyectos de nación», se ha prestado menos atención a quienes respondieron a la convocatoria con expresiones autónomas de antagonismo y rechazo a la clase política institucional. De tal suerte, se ha creado de manera deliberada una ignorancia estratégica que mantiene a las mayorías ajenas a lo que sucede en beneficio de la dominación. Como nos recuerda Renata Salecl, Lacan usó el término «pasión por la ignorancia» para describir la manera compulsiva con que sus pacientes se esforzaban por ignorar el motivo de su sufrimiento, aun cuando acudían a él con el objetivo de conocerlo. La multitud siempre recurre al pánico, a saber, a la ignorancia o la negación, cada vez que se aproxima a conocer algo que le resultará insoportable.[3]
Vale aclarar, antes de extenderme, que no pretendo realizar un «balance reflexivo» de la disputa política en curso, no sólo porque esa chamba le corresponde a los think tank subvencionados por las partes involucradas, sino porque me importa un carajo respaldar los posicionamientos de alguno de los bandos. Sí me corresponde, en cambio, precisar cuál es el rol de las pasiones ácratas en el contexto —mucho más amplio— de la posdemocracia y la hiperpolítica que impera en la llamada «era populista». En ese tenor, intentaré situar los posibles contornos de la acción anárquica contemporánea frente a la remasterización del nacionalpopulismo y, en paralelo, desmantelar la ficción elaborada por un equipo de «intérpretes» que, desde la escena mediática y la academia, se esfuerzan en «descubrir que hay debajo de las capuchas»[4] y así beneficiarse con particular aliciente.
Contexto y genealogía de la movilización
La convocatoria fue inicialmente articulada alrededor de demandas de mayor seguridad y rendición de cuentas ante la galopante corrupción estatal. Empero, el asesinato del alcalde de Uruapan fue el aglutinador por excelencia de un sinfín de posturas críticas con el simulacro y la demagogia del Maximato obradorista. Consignas como «Carlos Manzo no murió, el Estado lo mató»; «Fuera MORENA»; «La juventud merece soñar»; «Narco Estado corrupto»; «Ni una más», y la añeja sentencia «Sin maíz no hay país» sitúan a la marcha en el marco de un malestar generalizado que conecta el descontento generacional con una tensión singular del desasosiego multisectorial. De esta forma, la movilización, con su extenso catálogo de inconformidades y demandas, se inscribe en una genealogía de protestas que desafían tanto el monopolio institucional de la política como las formas convencionales de representación.
La sola constatación de la reinstauración del ancien régime por la vía electoral le ha puesto los pelos de punta a tirios y troyanos. Liberales radicales y ultraconservadores o, para decirlo en jerga decimonónica, partidarios de izquierda (incluidos los nostálgicos del acorazado Potemkin) y de derecha (comprendido el sinarquismo analfabeto), han prendido las alarmas ante el regreso triunfal del nacionalpopulismo, sabedores de que el mal puede volver a durar setenta años. Por eso la intervención variopinta de la movilización.
Estos militantes nacionalsocialistas, pertenecientes en su mayoría a Unión Nación Revolución (UNR), Frente Nacionalista de México, Voluntad Nacional y la Organización Nacional Socialista Pagana (ONSP), fueron los encargados de tapizar las cortinas metálicas de los comercios del Centro de la Ciudad con pintas antisemitas («puta judía» y «muerte a los puercos sionistas»).
Es un secreto a voces que hubo de tocho morocho en la protesta. La heterogeneidad de los actores confluyentes es apabullante: liberales, conservadores, socialdemócratas, trotskistas (de laCuarta y de la Sexta), agricultores, libertarios, ultraconservadores, danzantes neoaztecas, carmelitas descalzas, sindicalistas independientes, defensores de la Tierra del municipio de Atenco, estudiantes, transportistas, trabajadores de la salud, evangelistas, comuneros de San Pedro Atocpan, defensores de Derechos Humanos, ecologistas, pequeños empresarios, neozapatistas, guadalupanas de la vela perpetua, madres buscadoras, indigenistas, señoronas de Las Lomas, trabajadoras del hogar, monjas, taxistas, propagandistas pro–vida, familiares de desaparecidos, antisionistas y antisemitas. Y sí, hay que decirlo porque todos lo callan, entre estos últimos destacó la presencia de un contingente de skinheads con sus botas tácticas bien lustradas, chamarras bomber de color negro y pasamontañas.
Marcha del 8 de noviembre de 2025, Ciudad de México.
Estos militantes nacionalsocialistas, pertenecientes en su mayoría a Unión Nación Revolución (UNR), Frente Nacionalista de México, Voluntad Nacional y la Organización Nacional Socialista Pagana (ONSP), fueron los encargados de tapizar las cortinas metálicas de los comercios del Centro de la Ciudad con pintas antisemitas («puta judía» y «muerte a los puercos sionistas»). Con seis días de retraso celebraban su Kristallnacht a la mexicana. Dos actores «políticos» también reaparecerían en escena: el Cartel de Tláhuac y la Unión Tepito. Resentidos por el «incumplimiento de promesas», los integrantes de ambas organizaciones criminales, de la mano de los nazis nopaleros, serían los protagonistas del rifirrafe con los granaderos.
El gran ausente de la embestida sabatina fue el «Bloque Negro». Es decir, la estrategia de confrontación urbana que acostumbran implementar los grupos de afinidad ácrata desde comienzo de los años noventa del pasado siglo. Y resulta «elemental» —como diría el Doctor John H. Watson—, teniendo en cuenta que la Acracia no busca evaluar políticas públicas ni proponer alternativas institucionales ni sustituir un partido o gobierno por otro (como anhelan los manifestantes), sino extender el conflicto contra toda dominación y rechazar las formas de poder instituyente que se engendran bajo la retórica emancipatoria. Es más, de haber hecho acto de presencia el bloque anárquico, todavía estaría dando de qué hablar la batalla campal entre los aguamieleros bisnietos de José Vasconcelos y los herederos de Mariano Sánchez Añón. A estas alturas la especulación fuera épica. Conociendo de qué pie cojean la mayoría de los comentócratas, habrían acusado a los anárquicos (al servicio del Estado, of course!) de atacar a los «pacíficos» fascios, negando su derecho ineludible a repetir el Holocausto. Naturalmente, desde la tarima oficialista también estarían entonando muy bien las rancheras, con la novedad de que la narrativa cuatrotera encauzaría el embate hacia «una disputa interburguesa entre los grupos de choque de Alito Moreno y los mercenarios de Claudio X. González».
Otra que faltó a la cita, al menos como contingente, fue la «Generación Z», aunque sí abundaron las banderas Jolly Roger a lo largo de la marcha. Ojo: no estoy insinuando que no hubo jóvenes de ese rango de edad pero sí que no fue masiva —ni por asomo— su participación. Y era de esperarse. El apoliticismo congénito de esta generación de nativos digitales ha sido un tema recurrente en los estudios sociales de los últimos años. Entre sus características distintivas, destacan su obsesivo activismo digital, sus demandas de «cambio de paradigma» y su aversión a los partidos y a la política en general —la cual percibe como demagoga y corrupta—. Esto la ha llevado a desarrollar en muchos casos una postura nihilista, donde el desencanto por los procesos democráticos se convierte en una forma de frustración militante que retroalimenta constantemente a través de las plataformas digitales (TikTok, Instagram y Discord), transformándolas en el campo de batalla idóneo donde expresar su rechazo a las estructuras gubernamentales. Así, mientras su ira iconoclasta se manifiesta en mensajes virales y memes que cuestionan al Estado, a las instituciones y los poderes fácticos, cuando decide salir a la calle lo hace con una potencia visceral pero efímera. Si bien puede llegar a desatar una fuerza arrazadora, suele retirarse rápidamente a la virtualidad, donde se siente más libre y menos vulnerable a la recuperación sistémica y así continúa su lucha sin necesidad de enfrentarse a las consecuencias implícitas en la organización permanente y las estructuras de poder. Un fenómeno global, con particularidades locales, que ha impedido su cooptación por parte de los titiriteros tradicionales (de «izquierda» a «derecha»).
La «Generación Z» ha desafiado al Estado pero sin la más mínima intención de tomar el poder. Su lucha parece estar más orientada hacia la destrucción de lo que perciben como estructuras opresoras, que a la construcción de una alternativa de poder.
El mismo patrón se ha repetido alrededor del mundo, como ejemplifican los levantamientos juveniles de Chile[5] a Indonesia que han hecho historia. En todos esos casos, la «Generación Z» ha desafiado al Estado pero sin la más mínima intención de tomar el poder. Su lucha parece estar más orientada hacia la destrucción de lo que perciben como estructuras opresoras, que a la construcción de una alternativa de poder. Por eso no se alinea con ninguna formación político–ideológica. Mantiene su autonomía a toda costa, a veces incluso de organizaciones antiautoritarias que, en principio, podrían ser más afines a sus intereses. Como era de esperarse, este fenómeno ha aterrado a todos los actores políticos al verse incapaces de atraer a una generación cada vez más desconectada de la política y las ideologías. En el caso de México, esta renuencia a ser cooptada institucionalmente se refleja en su escasa participación en movilizaciones políticas sin importar la ideología que profesen sus convocantes.
A propósito, vale subrayar que la marcha del 15N no fue la primera (ni la última) invocación a la «Generación Z». El sábado 8 de noviembre el Partido Comunista Revolucionario (PCR), el Frente Nacional «Yo por las 40 horas», el Proyecto Migala y un sospechoso —por decir lo menos— Frente Antigentrificación Ciudad de México, la instó a marchar «contra la crisis de inseguridad» sobre Paseo de la Reforma. La protesta, pese a su difusión anticipada, apenas alcanzó medio millar de manifestantes, destacando la poca afluencia de jóvenes de esa franja etaria. No obstante los esfuerzos de movilización por parte de la «izquierda», la respuesta de la «Generación Z» fue fría y distante, reflejando su desinterés por estructuras políticas que considera obsoletas. En la misma línea, los jóvenes de esta generación se han mostrado reacios a participar en actos oficialistas como la «Marcha del Tigre», patrocinada por el obradorato. A pesar de las presiones ejercidas por empleadores subsidiados por el «Programa jóvenes construyendo el futuro» y de algunas instituciones educativas que acarrearon estudiantes, el grueso de la «Generación Z» se mantuvo fiel a su autonomía. Ha sucedido lo mismo con los llamados desde la «derecha». Con la excepción de la multitudinaria marcha del 15N, en ninguna de las protestas posteriores alcanzaron a juntar medio millar de manifestantes, destacando, en todos los casos, la reducida presencia de jóvenes. Lo que nos lleva a una conclusión a botepronto: la «Generación Z» aún no enseña los dientes en México.
Coincidentia Oppositorum
Existe un estigma generalizado por parte de todos los círculos políticos en torno a la naturaleza disruptiva de la acción directa autodenominada «Bloque Negro» y se entiende. Quienes se adhieren a la acracia no votan. No se ubican a la izquierda ni a la derecha del péndulo ideológico. Por el contrario, llaman a des–ubicarse, a ocupar un lugar distinto en la lucha e, incluso, a crearlo donde no existe. Intentan socavar con su praxis insolente toda forma de autoridad, todo sistema de dominio. Ergo: son inútiles para fines politiqueros. Y precisamente, por no aspirar a reemplazar al poder sino a negarlo siempre, la crítica anárquica resulta particularmente intolerable para todos. Por eso, coinciden los «opuestos» y condenan al unísono la anarquía, como evidencian, sin excepción, los discursos de los corrillos políticos de todas las banderas.
De ahí la trillada etiqueta de «vándalos infiltrados» que esgrimen tanto los partidos que conforman la actual oposición política como la nueva élite de poder. Lo que embona con otra aseveración igualmente trillada —enarbolada por todos los think tank allende colores partidistas— que asegura que «los anarquistas están financiados por oscuros intereses que revientan las marchas pacíficas». Paradójicamente, esta retorcida acusación, carente de cualquier análisis empírico, fue impulsada por el Duce de Macuspana a lo largo de su prolongada carrera como «candidato» y repetida hasta el cansancio durante su primer mandato presidencial. Ahora la retoman sus archienemigos. Lo que no deja de llamar la atención teniendo en cuenta tamaña ironía.
Ambos extremos, desde ideales supuestamente opuestos, postulan la misma hipótesis sin molestarse en colectar evidencias que confirmen sus elucubraciones. Lo más significativo es que en los hechos jamás se ha registrado la presencia de manadas anárquicas en ninguna de las convocatorias obradoristas (ni cuando era PRD ni cuando se vistió de guinda ni ahora que ejerce como máximo líder transexenal). Pero tampoco se registró en ninguna de las marchas de la «Marea Rosa» (ni cuando tomaron las calles en defensa del circo electoral ni cuando llenaron el Zócalo en apoyo a la candidata de la coalición opositora). De lo que cualquier cabecita medianamente pensante, aun por debajo del coeficiente intelectual promedio, podría deducir que esta ausencia responde no sólo a la apatía propia de una conducta apolítica sino a la plena manifestación de una actuación conscientemente anti–institucional y antipolítica que no siente la menor atracción por ninguna propuesta electorera y, por ende, no acude a estos llamados ni para «reventarlos».
En contraste, las agrupaciones de afinidad ácrata sí se han hecho presentes y han dejado sentir su furia iconoclasta en cuanta protesta o conmemoración —local o internacional— se realiza, involucrándose en un plano simbólico siempre que el llamado esté motivado por el rechazo explícito a la autoridad, con particular énfasis contra los poderes del Estado; como es el caso de la participación de las compañeras anarquistas en el «Bloque Negro» cada 8M y 25N o de los grupos de afinidad mixtos cada 1 de mayo y 2 de octubre.
También hicieron acto de presencia (algunos con el rostro embozado) los integrantes del Cartel de Tláhuac y la Unión Tepito. El asalto a las joyerías de los portales del Zócalo fue su debut en las actuales manifestaciones antigubernamentales. Todo hace suponer que «ahora son parte de grupos de provocación que pasaron a una nueva etapa de intervención».
Y sí —no pienso negarlo—, el pasado 2 de octubre, como siempre, intervinieron diversos grupos anárquicos e implementaron la estrategia del «Bloque Negro». Aún hay dos compañeros con orden de «búsqueda y captura», uno de ellos con detenciones previas y carpetas de averiguación abiertas por su participación en manifestaciones anteriores. También hicieron acto de presencia (algunos con el rostro embozado) los integrantes del Cartel de Tláhuac y la Unión Tepito. El asalto a las joyerías de los portales del Zócalo fue su debut en las actuales manifestaciones antigubernamentales. Todo hace suponer —para decirlo con la «suspicacia» de Hernández Navarro— que «ahora son parte de grupos de provocación que pasaron a una nueva etapa de intervención», tal y como se desprende del alud de teorías que produjo el asesinato de personas allegadas a Clara Brugada en plena Calzada de Tlalpan.
La intervención de estos carteles el pasado 2 de octubre llamó la atención de los grupos de afinidad ácrata que organizaron el «Bloque Negro» al comprobar —en plena acción— que el acostumbrado centenar de participantes se duplicaba por arte de magia. Curiosamente, no era la primera vez que esto sucedía. A los ácratas más veteranos le vino a la memoria que durante la manifestación contra la toma de protesta del expresidente Enrique Peña Nieto (1 de diciembre de 2012), se quintuplicó la acción contestataria en cuestión de minutos. Recuerdo que algunos compañeros, de manera ingenua, asumieron entonces que la anarquía tenía muchos más seguidores de los que suponíamos. Algunos personajes de la academia especularon incluso con la «democratización» de la estrategia anárquica de confrontación callejera. En realidad, se trató de las hordas obradoristas que iban preparadas para montarse en el accionar sedicioso del «Bloque Negro». A la distancia, «todo hace suponer» que, en aquel tiempo, estos carteles formaban parte activa de la hincha del líder tabasqueño.
El nacionalpopulismo reloaded
La llegada de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) al poder en 2018 fue interpretada por amplios sectores como una alternativa de «izquierda» genuina frente a la «alternancia simulada» y una ruptura histórica con el régimen político surgido de la Revolución Mexicana y consolidado bajo el Partido Nacional Revolucionario (PNR) y sus sucesores, el Partido de la Revolución Mexicana (PRM) y el Partido Revolucionario Institucional (PRI). Sin embargo, una lectura más atenta y puntual sugiere que el obradorato no constituye una superación del ancien régimenacionalpopulista, sino su reconfiguración, adaptada a las condiciones del siglo XXI. Este proceso debe conceptualizarse como una remasterización nacionalpopulista, en la que se recuperan dispositivos simbólicos, organizativos y discursivos del régimen posrevolucionario, combinados con la omnipresencia en medios y redes sociales de una retórica plebiscitaria y moralizante propia del populismo contemporáneo.
En este sentido, el obradorato reactualiza rasgos estructurales del PNR/PRI —partido–movimiento atrapatodo, liderazgo carismático, corporativismo informal y hegemonía electoral— en una clave que guarda similitudes históricas con el fascismo italiano temprano, sin derivar propiamente en un régimen totalitario, sino mucho más próximo a las llamadas democracias iliberales contemporáneas. Asimismo, se inserta comparativamente dentro de la tradición latinoamericana del nacionalpopulismo, particularmente en diálogo con los casos de Perón en Argentina, Getúlio Vargas en Brasil y Fidel Castro en Cuba, empleando el marco teórico del autoritarismo competitivo.
Quema de iglesias durante las protestas de Santiago de Chile, 2010.
Desde su fundación en 1929 el PNR fue concebido como un instrumento de institucionalización del carisma revolucionario, destinado a absorber el conflicto y neutralizar el radicalismo social insurgente, así como la competencia política mediante un partido único de facto. Aunque el régimen priista no puede ser clasificado como «fascista» en sentido estricto, diversos autores han señalado sus afinidades funcionales con el fascismo italiano: centralización del poder, desmovilización de la «sociedad civil», nacionalismo retórico y mediación corporativa del conflicto. Al igual que el fascismo italiano temprano, el PNR no abolió formalmente las instituciones liberales, sino que las vació de contenido competitivo, subordinándolas a un proyecto hegemónico de Estado–partido. Como advierte Emilio Gentile, el fascismo debe entenderse no solamente como ideología, sino como una «religión política».[6] En esta tesitura, el priismo desarrolló su propia liturgia cívica, con mitos fundacionales, rituales electorales y una narrativa redentora de la Revolución institucionalizada que hoy Morena retoma y actualiza.
El obradorato va más allá del populismo discursivo para convertirse en un proyecto moral, en el cual el líder se erige como intérprete exclusivo del interés general. De tal suerte, emerge la continuidad con el ancien régime priista: la personalización del poder, la subordinación de los organismos autónomos y la utilización de recursos estatales para consolidar lealtades políticas y asegurar la continuación del proyecto.
El nacionalpopulismo–moral instaurado bajo el liderazgo de AMLO se inscribe en lo que Cas Mudde define como una ideología delgada que divide a la sociedad entre un «pueblo puro» y una «élite corrupta», y que reclama la primacía de la voluntad popular sobre los contrapesos institucionales.[7] No obstante, el obradorato va más allá del populismo discursivo para convertirse en un proyecto moral, en el cual el líder se erige como intérprete exclusivo del interés general. De tal suerte, emerge la continuidad con el ancien régime priista: la personalización del poder, la subordinación de los organismos autónomos y la utilización de recursos estatales para consolidar lealtades políticas y asegurar —por la vía del clientelismo— la continuación del proyecto. Como en el PRI clásico, la pluralidad no es negada formalmente, pero sí deslegitimada moralmente, configurando un campo político asimétrico en el marco de una democracia iliberal que, en su momento, fuera calificada como la «dictadura perfecta».
A diferencia del peronismo clásico o del nacionalpopulismo castrista, el caso mexicano destaca por su continuidad institucional, heredada del PRI. En este sentido, el obradorato puede leerse como una versión mexicana del populismo postfascista, mediado por la larga experiencia de autoritarismo institucionalizado del PRI.
México bajo el Maximato obradorista no ha transitado hacia una dictadura abierta, pero sí hacia una democracia degradada, donde el máximo líder concentra poder en detrimento de la división de poderes. Este patrón replica experiencias latinoamericanas recientes, aunque con una impronta histórica nacional específica. Comparativamente, el obradorato se ubica en la tradición del populismo estatal latinoamericano, caracterizado por la centralidad del líder, el uso del gasto social como mecanismo de legitimación y la construcción de enemigos internos. A diferencia del peronismo clásico o del nacionalpopulismo castrista, el caso mexicano destaca por su continuidad institucional, heredada del PRI. En este sentido, el obradorato puede leerse como una versión mexicana del populismo postfascista que ha señalado Federico Finchelstein, mediado por la larga experiencia de autoritarismo institucionalizado del PRI. «En realidad —subraya Finchelstein—, después de 1945, específicamente en América Latina, y más tarde en el resto del mundo, el fascismo muchas veces pasó a ser populismo y no viceversa».[8]
Por eso, lejos de representar una ruptura histórica, el nacionalpopulismo obradorista constituye la reactualización del ancien régime priista, adaptada a las condiciones del siglo XXI y legitimada por una narrativa moralizante de regeneración nacional. Su afinidad estructural con el fascismo italiano temprano no radica propiamente en una identidad ideológica —como fue el caso del PNR—, sino en una lógica política compartida: la subordinación del pluralismo a una voluntad popular encarnada en el líder. Así las cosas, desde una perspectiva comparativa, México se suma a la tendencia global de autoritarismos competitivos, en la que la llamada democracia representativa sobrevive formalmente mientras se erosiona sustantivamente. De ahí que la remasterización del nacionalpopulismo no sea una anomalía, sino una advertencia sobre la resiliencia histórica de las tradiciones autoritarias bajo nuevas formas discursivas.
La fabricación del enemigo indiferenciado
El obradorato —entendido no sólo como liderazgo personal sino como régimen que ha impuesto su forma de «racionalidad política»— ha logrado consolidar en México un dispositivo discursivo caracterizado por la moralización. Una de las operaciones centrales de este dispositivo consiste en la homogeneización semántica de fenómenos histórica y conceptualmente distintos. En este contexto, el «fascismo», el «conservadurismo» y toda «disidencia radical» son amalgamados en una misma figura de alteridad negativa que «amenaza el bienestar del pueblo» de manera continua. De tal suerte, estos conceptos («fascista», «conservador» o «radical») pasan a operar como significantes morales antes que analíticos. El efecto no es simplemente retórico: al eliminar la posibilidad de una crítica no alineada, el obradorato (líder–Estado–partido) se presenta como el único horizonte legítimo.Esta operación permite desactivar a priori cualquier antagonismo que no pueda ser absorbido por la lógica del poder. En ese sentido, toda crítica es inmediatamente reinscrita en la figura del enemigo absoluto.
La equiparación de «fascismo» y «conservadurismo» no es un error teórico, sino una técnica de dominación que busca capturar y gobernar la vida, transformando los sujetos en cautivos y convirtiendo la existencia en un objeto de control. Al convertir el fascismo en insulto moral y no en categoría analítica, se produce lo que Giorgio Agamben ha señalado como una inflación del término: cuando todo es fascismo, nada lo es.
Desde la historiografía especializada, el fascismo ha sido definido como un fenómeno utópico moderno, vanguardista, revolucionario, movilizador de masas, ultranacionalista, secular y anticlerical, orientado a la regeneración palingenésica de la nación.[9] El conservadurismo, en cambio, es reaccionario, tradicionalista, frecuentemente ultrarreligioso y esencialmente contrarrevolucionario.[10] Incluso, el «conservadurismo radical»[11] —la base social de todo movimiento populista— guarda diferencias fundamentales con el fascismo, como es el caso «particular del populismo que, aunque radical, todavía sigue siendo (técnicamente) democrático, y de las formas yihadistas de la política islámica».[12] Empero, la equiparación de «fascismo» y «conservadurismo» no es un error teórico, sino una técnica de dominación que busca capturar y gobernar la vida, transformando los sujetos en cautivos y convirtiendo la existencia en un objeto de control. Al convertir el fascismo en insulto moral y no en categoría analítica, se produce lo que Giorgio Agamben ha señalado como una inflación del término: cuando todo es fascismo, nada lo es, y el Estado queda exento de crítica estructural.[13]
Ésa es la razón por la cual hoy el obradorato repite mecánicamente los esquemas narrativos de su primer mandato. Tal reiteración induce la abolición del asombro: el discurso ya no interpela, sólo confirma.De esta manera, continúa con superlativo cinismo etiquetando bajo un mismo rótulo a la oposición de derecha en el recinto legislativo y a la confrontación radical en las calles, mostrando particular inquina contra las mujeres del «Bloque Negro», históricamente conformado por diversas colectivas anarquistas y autónomas, a quienes atribuye formar parte de un «complot conservador». También acusó de «fascistas» a las afinidades anárquicas que han accionado cada 2 de octubre en la marcha conmemorativa de la masacre de 1968.
Lo alucinante es que mientras incriminaba de fascistas a las hijas de la acracia, homenajeaba con exposiciones en museos y obras de teatro subvencionadas por la Secretaría de Cultura a las «mujeres anarquistas» que lucharon desde las filas del Partido Liberal (PLM) en la llamada «Revolución Mexicana». Durante ese mismo periodo dedicó el año 2022 a la figura del revolucionario oaxaqueño Ricardo Flores Magón, a quien la historiografía tradicionalmente asocia con el anarquismo criollo. Esta aparente contradicción no es accidental, sino funcional: le permite apropiarse simbólicamente de la radicalidad pasada mientras elimina su potencia presente. Esta operación cumple una doble función. Por un lado, museifica y neutraliza su historia, transformándola en «patrimonio cultural». Por otro, combate toda expresión anárquica viva. La idea implícita es clara: «el mejor anarquista es el muerto».[14] Como advirtió Walter Benjamin, «ni siquiera los muertos estarán a salvo del enemigo».[15] Por si fuera poco, esta narrativa articula un discurso propenso a espantar pendejos. Al homogeneizar el conflicto social a través de la historia bajo la ficción unificadora se impone la hipótesis distorsionada de la continuidad de una misma lucha iniciada por los radicales del PLM y llevada a término por las hordas de Morena. Ergo: los grupos de choque del obradorato son anarquistas, como repite la comentocracia.
En segundo lugar, y no por eso menos importante en el proceso de fabricación del enemigo indiferenciado, destaca el acento que pone el régimen al conjugar en una sola alocución los acrónimos de los partidos políticos tradicionales e históricamente opuestos. El significante «PRIAN» constituye uno de los dispositivos populistas más eficaces del obradorato. Como ha señalado Jan–Werner Müller (2016), el populismo no sólo se define por su retórica antiélite, sino por su pretensión de representar de manera exclusiva al «verdadero pueblo”. El «PRIAN» no sólo nombra una coalición real con fines electoreros, sino una totalidad moral negativa que elimina de golpe la pretendida pluralidad política y con ello todo el discurso democrático liberal. La operación —poco original— tiene su origen en el «UMPS» utilizado por Marine Le Pen en Francia. La líderesa del partido de ultraderecha Rassemblement National (Agrupación Nacional) «solía hablar del “UMPS”, fusionando el acrónimo del partido de derecha de Sarkozy, UMP, con el de los socialistas, PS».[16] Así, las diferencias entre adversarios quedaban disueltas en un enemigo indiferenciado.
Según Laclau, siguiendo los postulados del filósofo nacionalsocialista, la necesidad ontológica de expresar la división social y su satisfacción óntica en relación con los discursos de cambio radical provocaron en Francia «un movimiento considerable de quienes fueran votantes comunistas hacia el Frente Nacional».
La repetición a pie juntillas del mismo dispositivo de este lado del Atlántico no sólo corrobora via facti la existencia de vasos comunicantes en el «movimiento populista global»,[17] sino pone en evidencia que la fabricación de enemigos es una característica fundamental de todo movimiento populista. Asimismo, desbarata las forzadas distinciones entre populismos de «izquierda» y de «derecha» y revela su esencia de carta comodín, demostrando su capacidad de vincularse, mediante argucias conceptuales, con cualquier compromiso político a expensas de la especificidad contextual. Al tratarse de una «ideología delgada» (débil) —regresando a la definición de Mudde y los planteamientos de la «escuela ideacional»—, el populismo está impedido de actuar de manera independiente, quedando obligado a adherirse a una «ideología fuerte». Tal es el caso del «nacionalpopulismo» (Agrupación Nacional, Morena, MAGA, Partido Justicialista, Fratelli d’Italia), el «fascismo populista» (Amanecer Dorado, La Lega, Alternative für Deutschland), el «socialismo populista» (Syriza, Podemos, La Francia Insumisa) o el «nativismo populista» (Vlaams Belang, Perussuomalaiset, MAS), por poner algunos ejemplos concretos a ambos lados del océano.
El propio Laclau —sumo sacerdote del populismo latinoamericano— le otorga cierta neutralidad ideológica a esta «lógica política», que le permite desplazarse de un extremo a otro del espectro ideológico e incluso mancomunarse con otras ideologías fuerza. Para ejemplificar esta fusión el teórico porteño recurre a Heidegger y la distinción que éste hacía entre la dimensión ontológica y la óntica. Según Laclau, siguiendo los postulados del filósofo nacionalsocialista, la necesidad ontológica de expresar la división social y su satisfacción óntica en relación con los discursos de cambio radical provocaron en Francia «un movimiento considerable de quienes fueran votantes comunistas hacia el Frente Nacional».[18]
Un desplazamiento similar, motivado por «la necesidad ontológica de expresar la división social», ocurrió durante las elecciones presidenciales de 2018 que le dieron la victoria a Andrés Manuel López Obrador en México, al contender en alianza con el conservadurismo radical evangélico (Partido Encuentro Social)[19] y quienes fueran votantes comunistas.[20] Aunque en esa ocasión el conservadurismo guadalupano no contó con fuerza política suficiente para participar en coalición con la autodenominada «izquierda nacionalista», tampoco fue despreciable el voto católico de filiación sinarquista a favor de López Obrador.[21] La cuestión, sin embargo, no radica en las fusiones político–ideológicas que ha logrado concretar el nacionalpopulismo para obtener sus fines tras articular un sinfín de demandas generadas en las clases medias con motivo de la crisis económica de 2008 y la apoplejía de los partidos políticos tradicionales. Lo realmente preocupante es la ostensible tentación absolutista del régimen.
Contornos de la acción anárquica
El nacional–populismo —en su versión obradorista— no se limita a disputar relatos en el espacio público: produce una gramática política específica que moraliza el conflicto, delimita el discurso y define los sujetos legítimos de la acción. Desde la perspectiva anárquica el problema nunca ha sido competir por la hegemonía simbólica dentro de esa gramática —como sostienen algunos oportunistas—, sino negar las condiciones mismas que la hacen posible. En este sentido, la acción anárquica no se inscribe en la lógica del antagonismo administrado, sino que interrumpe la economía política de la representación y la legitimidad que sostiene al Estado. Por ello, en el discurso del obradorato, el conflicto anárquico es sistemáticamente reducido a una «provocación conservadora»: una operación moralizante que niega la especificidad de la radicalidad anárquica y la subsume en una dicotomía amigo/enemigo previamente definida por el propio régimen. El resultado es la desactivación del conflicto real mediante su traducción en categorías administrables. Como advierte Jacques Rancière, «las cuestiones tradicionalmente catalogadas como referidas a las relaciones de la moral y la política no conciernen, en rigor, sino a las relaciones de la moral y la policía».[22] La «policía» del orden consensual transforma el disenso en ruido o desviación moral, anulando su potencia.
El Estado —todos los Estados— únicamente tolera aquellas desvirtuaciones del anarquismo que pueden ser estetizadas, neutralizadas y gestionadas. De ahí la aceptación del régimen de ciertas formas de anarcopopulismo y de una izquierda libertaria que, al plegarse a lógicas etapistas y de política pública, transforman la rabia en programa y la insurrección en gestión. La incorporación de presuntos «anarquistas» a dispositivos estatales —como las llamadas Utopías en la Ciudad de México— ilustra cómo la negatividad anárquica se diluye al devenir política social. Se trata de lo que el politólogo de inspiración blochiana John Holloway ha descrito como la captura del «no» por el «sí» del poder: una inversión que convierte la negación en afirmación del orden existente.[23]
La acción anárquica, al no ser traducible en demandas ni en representación, no puede ser moralizada ni administrada; por ello suscita el odio de quienes condenan toda violencia que escape a la pedagogía estatal. Walter Benjamin advertía que el Estado no rechaza la violencia en sí misma, sino aquella que no puede fundar ni conservar por derecho.[24] La anarquía, entendida no como ideología ni como proyecto de sociedad futura, sino como práctica viva de negación del poder, resulta intrínsecamente incompatible con cualquier proyecto nacional–popular. No busca ocupar el lugar del soberano ni disputar su legitimidad simbólica: cuestiona la necesidad misma de ese lugar. Tampoco persigue la regeneración moral de la sociedad ni la instauración de un nuevo contrato social. La ruptura es doble: tanto con la izquierda institucional y el liberalismo progresista como con el comunismo libertario y el anarcopopulismo que, en nombre del pueblo o de la justicia social, refuerzan inequívocamente la centralidad del poder.
Negar la gramática de la dominación implica, además, una fractura generacional. Mientras amplios sectores de generaciones anteriores han sido absorbidos por la lógica de la dádiva, el subsidio y la integración sistémica, la generación más joven —ajena a las promesas del poder y marcada por el rechazo a todo lo existente— encarna una exterioridad aún no capturada. No se trata de romantizarla, sino de reconocer que la potencia anárquica emerge precisamente allí, donde se niega toda representación y se rechaza toda autoridad. La apuesta anárquica posizquierda no consiste en disputar el relato ni en ofrecer «otra» sociedad u «otro» pueblo, sino en afirmar aquí y ahora una praxis de negación que escape a toda lógica de poder.
Y es precisamente por ello que la anarquía resulta intolerable. No porque prometa el caos, sino porque carece de vocación de mando e interrumpe la circulación normal de la obediencia. Allí donde el Estado exige reconocimiento, la anarquía responde con deserción. Donde se pide participación, responde con apatía. Donde se reclama futuro, insiste en la posibilidad de destruir el presente. No hay conciliación posible: la anarquía no quiere ser incluida. Quiere que la autoridad deje de parecer necesaria, que el orden se revele, por fin, como una imposición desnuda y que tal constatación incite la ira iconoclasta de las individualidades incapturables. Quiere reafirmarse como la peor pesadilla del poder. ®
—13 de diciembre de 2025.
Agradecimientos: Este texto está en deuda con un amplio grupo de compañeras y compañeros que prefieren mantenerse anónimos. ¡Gracias por la información suministrada y sus valiosas reflexiones! También quiero hacer público mi más sincero reconocimiento a Ángela, Carlos, Dante, Francisco, Javier, José Luis, Víctor y Xóchitl. Todos convergen con mi posicionamiento.
[1] Foucault, Michel (1992). Genealogía del racismo. De la guerra de razas al racismo de Estado. Madrid: Ediciones de La Piqueta, trad. Alfredo Tzveibely, p.29.
[2] Hernández Navarro, Luis (18/11/2025). Derechas y movilización social.La Jornada. Bastardillas en el original (consultado 20/11/2025).
[3]Vid. Salecl, Renata (2022). Pasión por la ignorancia. Buenos Aires: Ediciones Godot, trad. Matías Battistón.
[4] Illades, Carlos y Mondragón Velázquez, Rafael (2023). Izquierdas radicales en México. Anarquismos y nihilismos posmodernos. Ciudad de México: Penguin Random House. p.241.
[5] La primera manifestación de la «Generación Z» se dio en el continente americano, específicamente en Chile, durante las protestas estudiantiles de principios de la década de 2010, cuando una muchedumbre compuesta por estudiantes de secundaria de entre 12 y 13 años irrumpió en la escena a través de un acto radical de desobediencia. Aquellas manifestaciones dejaron en claro desde el primer día que los jóvenes no buscan cambiar el sistema desde dentro, sino, más bien, redefinir la manera de destruirlo, radicalizando la protesta en el siglo XXI. Al comprobar que aquellas multitudes no se identificaban con los partidos ni con los discursos políticos de ningún matiz ideológico las lamentaciones de los politiqueros tradicionales fueron homéricas.
[6]Vid. Gentile, Emilio (2005). La vía italiana al totalitarismo. Partido y Estado en el régimen fascista. Buenos Aires: Siglo XXI Editores, trad. Luciano Padilla.
[7] Mudde, Cas (2004). «The Populist Zeitgeist». Government and Opposition. Cambridge: Cambridge University Press. Vol. 39, Nº 4, pp. 551–563. (Consultado 27/11/2025).
[8] Finchelstein, Federico (2018). Del fascismo al populismo en la historia. Ciudad de México: Taurus, trad. Alan Pauls. p.255.
[9] Roger Griffin hace uso del término palingenesia, del griego palin (de nuevo) y genesis (nacimiento), para referirse a la idea de los fascistas de un renacimiento, ya fuera inminente o tardío. Cfr. Griffin, Roger (2019). Fascismo. Madrid: Alianza Editorial, trad. Miguel Ángel Pérez Pérez, p.63. Del mismo autor: (2010). Modernismo y fascismo. La sensación de comienzo bajo Mussolini y Hitler. Madrid: Ediciones Akal. trad. Jaime Blasco Castiñeyra, pp. 252-467. Sobre el tema, Gentile, Emilio (2021). Fascismo. Historia e interpretación. Madrid: Alianza Editorial, trad. Carmen Domínguez, pp. 51–92.
[10] «La pugna entre fascistas y conservadores». En: Paxton, Robert O. (2019). Anatomía del fascismo. Madrid: Capitan Swing Libros, S.L., trad. José Manuel Álvarez Flóres, pp. 219-224.
[11]Vid. Strobl, Natascha (2022). La nueva derecha. Un análisis del conservadurismo radicalizado. Mósteles–Madrid: Katz Editores, trad. Gabriel Barpal.
[13]Vid. Agamben, Giorgio (2014). ¿Qué es un dispositivo? Seguido de El amigo y de La Iglesia y el Reino. Buenos Aires: Adriana Hidalgo Editora. trad. Mercedes Ruvituso.
[14] La reciente muerte del joven Yorch Esquivel (9/12/2025) en el Reclusorio Sur de la Ciudad de México, tras haberle negado atención médica oportuna, es una prueba fehaciente.
[15] Benjamin, Walter (2008). Tesis sobre la historia y otros fragmentos. México: UAM/Editorial Ítaca, trad. Bolívar Echeverría.
[17] Según Steve Bannon, estratega de comunicación de la Casa Blanca durante el primer periodo presidencial de Donald Trump, su principal propósito es crear «la infraestructura del movimiento populista global». Vid. Horowitz, Jason (2018). Steve Bannon Is Done Wrecking the American Establishment. Now He Wants to Destroy Europe’s. New York Times, 9 de marzo. (Consultado 21/10/2025).
[18]Vid. Laclau, Ernesto (2005). On Populist Reason. Londres: Verso, trad. La razón Populista. México: FCE. p.88. Disponible en versión digital (p.98). (Consultado 21/10/2025).
[19] «Nos estamos agrupando para enfrentar al bloque político que representa lo que es denominado la mafia del poder […] Esta es una alianza que se constituye como un referente moral […] no sólo vamos a triunfar, vamos a ganar la presidencia [no solo] para buscar el bienestar material sino también para buscar el bienestar del alma». Declaraciones de Andrés Manuel López Obrador, aspirante presidencial de Morena, en su casa de campaña en la colonia Tabacalera, Ciudad de México. En: Partido de AMLO se alía con el conservador Partido Encuentro Social, 14 de diciembre de 2017. CBS News. (Consultado 21/10/2025)
[20] Exmilitantes de los desaparecidos Partido Comunista de México (PCM), del Partido Socialista Revolucionario (PSR), el Movimiento de Acción y Unidad Socialista (MAUS), del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), entre otros con la misma orientación política.
[21] En las elecciones federales de 2000 el Partido Alianza Social, sucesor directo del brazo político del sinarquismo (registrado como Partido Demócrata Mexicano en 1975 por José Antonio Calderón Cardoso), formó parte de la Alianza por México que postuló a Cuauhtémoc Cárdenas a la presidencia de la República. Muchas de sus bases votaron por AMLO en 2018, motivadas por su prédica «humanista cristiana» y el discurso antielitista («contra la Mafia del poder»).
[22] Rancière, Jacques (1996). El desacuerdo. Política y filosofía. Buenos Aires: Nueva Visión, trad. Horacio Pons, p.46.
[23]Vid. Holloway, John (2010). Cambiar el mundo sin tomar el poder. Buenos Aires: Herramienta.
[24] Benjamin, Walter (2001). “Para una crítica de la violencia y otros ensayos”, en Iluminaciones IV. Madrid: Taurus. trad. Roberto J. Blatt Weinstein pp. 25–27 (texto original de 1921).
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