Los hoteles de la calzada de Tlalpan

«El lugar donde se venden traseros»

La calzada de Tlalpan se ilumina cada noche con neones y anuncios que encienden los deseos. Ofertas de habitaciones por noche o por horas, bares con hora feliz, TV con canales porno, jacuzzi, espejos gigantes…

Una habitación para el amor. Fotografía de kinky.com

A lo largo de la avenida Tlalpan, en la Ciudad de México, desfilan un sinnúmero de hoteles de paso para quien, apurado, busca sosegar sus ardores. Por esa avenida se distribuye la clientela entre el Xanadú, Harare, Aranjuez, Mexicali, Amazonas, Encanto, Gran Hotel o La Selva. También sobre esa avenida, repartidas estratégicamente, se instalan sus protagonistas sexuales, en ocasiones de sexualidad movible, para aliviar las fogosidades más inmediatas o las fantasías más caras.

La historia de estos proscenios de la cópula tiene sus inicios en el centro de la ciudad. Héctor de Mauléon cuenta que, en el año de 1542, en la calle de Mesones se construyeron para el esparcimiento carnal cuatro casas públicas de mancebía, las cuales eran distinguidas por sus inquietos visitantes gracias a que en la entrada se colocaba una rama de árbol, se sabía entonces que quien trabajaba ahí desempeñaba el oficio de ramera. Comerciantes, nobles, aristócratas y hasta sacerdotes encubiertos visitaban estos palacios del gemido, de los cuales, seguramente, salían ligeros y con el espíritu sosegado.

Y es que, desde los tiempos anteriores a la llegada de los españoles, estos lugares levantaban el júbilo de sus asistentes. La antropóloga Miriam López Hernández explica que estos espacios eran conocidos como ahuiani calli, que significa “casa de alegres”, y netzincouiloyan: “lugar donde se compran traseros”. Así, con pelos y señales, la semántica erótica se esforzaba por no ser un impedimento para quien se lanzaba en busca de placer.

La antropóloga Miriam López Hernández explica que estos espacios eran conocidos como ahuiani calli, que significa “casa de alegres”, y netzincouiloyan: “lugar donde se compran traseros”.

Más tarde los habitantes de la Colonia conocerán esos lugares como casas públicas de mancebía y, en particular, al tramo último de la calle de Mesones lo llamarán calle de las Gayas (las alegres, las vistosas).

Ya a mediados del siglo XIX los mesones —encargados de dar alojamiento no sólo a los arrieros y buscavidas, sino también a los apremios carnales— fueron desplazados por los hoteles, construcciones que simbolizaban la naciente modernidad citadina. Este afán de innovar marcará el pulso de la capital, y el siglo XX comenzará con una profusa lista de hoteles que compiten por hospedar a los viajeros en el centro de la ciudad: Hotel Gillow, Humboldt, Juárez, Trenton. Ante esta situación el locus amenus busca refugio lejos de las miradas escrutadoras y del bullicio del centro capitalino. La discreta quietud la encuentra al fin en la calzada de Tlalpan. En 1935, como si fuese un susurro, surge en la inmensidad de esa avenida el primer motel de la ciudad: El Silencio.

Más tarde llegarán los que ofrecen sofisticados servicios: el tubo, el columpio, el potro —no el del castigo sino el del amor, aunque también se sufra—, los juguetes sexuales, el menú de lencería y, en fin, todo el escenario dispuesto para la acrobacia sexual.

A ese mutismo inverosímil le siguió una larga procesión de establecimientos dedicados al comercio carnal. La calzada de Tlalpan se iluminó con el neón de anuncios que encendían los deseos de los transeúntes. Ofertas de habitaciones por noche o por horas, bar con hora feliz, televisión con canales porno, jacuzzi, espejos gigantes, room service. Más tarde llegarán los que ofrecen sofisticados servicios: el tubo, el columpio, el potro —no el del castigo sino el del amor, aunque también se sufra—, los juguetes sexuales, el menú de lencería y, en fin, todo el escenario dispuesto para la acrobacia sexual.

Quienes hayan recorrido está lúbrica avenida se habrán dado cuenta de la demanda que, desde muy temprano y hasta la madrugada, tiene la renta corporal y la de las habitaciones: automóviles haciendo fila afuera de los hoteles, acercándose nerviosamente a quienes laboran con el sudor de salva sea la parte, con la finalidad de fisgonear o negociar. Para felicidad del parroquiano, en muchas ocasiones el precio pactado con la mujer, travestido o transexual en turno incluye el cuarto de hotel. Así, lo que el consumidor impaciente tiene que desembolsar por estos arrebatos carnales oscila entre los 800 y los 1,500 pesos, costo que depende de situaciones tan diversas como la apariencia física, el tipo de servicio —oral, vaginal, anal—, el exotismo de quien se emplea, o bien, de las extravagantes prácticas de quien solicita este húmedo servicio: rimming, fisting, lluvia dorada, BDSM…—. Las tarifas pueden ser flexibles si uno tiene dotes de orador o comerciante judío, de no ser así, se recomienda mejor no exponerse al oprobio y a la desbordada cólera de las trabajadoras sexuales, quienes, jocosamente, pueden devastar el amor propio o la dignidad hasta del cliente más recio.

Si, por ejemplo, usted, lector, lleno quizás de inquietud o duda ardorosa pretende apaciguar sus febriles ansias, pero reconoce la timidez en su personalidad, o simplemente prefiere evitarse el desdén de alguna obrera sexual deslenguada, puede agendar un encuentro sexual a través de redes sociales como Twitter o Instagram, o en sitios que aparecen en buscadores al escribir las palabras sexoservidoras, putas o el refinado eufemismo escorts, del italiano scorta, que significa acompañamiento con final feliz.

En algunos de estos sitios y redes sociales la trata de personas es un problema de difícil erradicación. En otros, un oficio que algunas personas ejercen por voluntad propia y a través de mutuo consenso.

Décadas atrás, antes de que el oráculo electrónico de pantallas dictara el ritmo del mundo, el hombre, consumido por su deseo, atinaba sudoroso a acercarse directamente a la barra de hoteles como el Amazonas o el Mexicali para preguntar por “el catálogo de las muchachas” —práctica harto conocida en el mundo del amor pagado—. El encargado en turno mostraba al visitante un álbum fotográfico, de ésos donde se solían guardar los recuerdos familiares, pero que en este caso no resguardaba las tiernas fotos infantiles del recién nacido o las de la solemne ceremonia nupcial de sus progenitores, no. En su lugar revelaba imágenes que estimulaban a entrar en rápida calistenia por las posiciones imposibles en que se hacían retratar estas hijas de Ishtar, invitando así al asombrado explorador de la carne a dejar el “celibato sexual” —si es que se contaba con los demonios alterados y los dineros suficientes.

Que cómo lo sé, pues bien, quien suscribe esta acalorada narrativa ha sido testigo de primera mano. Este reportero del sexo se dio a la tarea de investigar a profundidad las prácticas llevadas a cabo en tan deslustrados tálamos.

La pesquisa comenzó en la calle Juan A. Mateos núm. 159, esquina con avenida Tlalpan, entre el metro San Antonio Abad y Chabacano. Desde el convoy naranja de la línea 2 del Metro pude ver un anuncio pintado con letras blancas gigantescas sobre el color café del edificio que decía:

CRISIS ¿CUÁL? $150.00 LA HABITACIÓN.
AGUA CALIENTE. VIGILANCIA DÍA Y NOCHE

Intrigado por la oferta penetré por la puerta del edificio de espejos cuyo nombre era ya una invitación al encantamiento carnívoro, al desorden espiritual, a la taumaturgia del ayuntamiento: HOTEL MAGA.

Ya instalado en un cuarto diminuto del primer piso, cuyo espejo en el techo reflejaba la imagen ridícula de mi figura en espera, tuve tiempo suficiente para observar cómo las cucarachas salían veloces de la coladera del baño y corrían hacia la puerta o hacia las sábanas rancias de una cama de resortes salidos.

Ya en la recepción, al verme entrar en solitario, el encargado adivinó mis intenciones. Presto puso en mis manos el catálogo: mujeres jóvenes, rubias o morenas, mordiéndose los labios, sosteniendo una botella de lubricante entre sus senos, apretando con sus nalgas en forma de corazón una tanga negra, prometiendo “besitos ricos, caricias, trato de novios, cachondeo, beso negro, fantasías, multiorgasmos, higiene y discreción”.

Ahorraré el diálogo sostenido con el encargado sólo para decir que el servicio abusaba de la buena voluntad de este parroquiano. Estoico, seguí adelante.

Tuve que esperar durante media hora. Ya instalado en un cuarto diminuto del primer piso, cuyo espejo en el techo reflejaba la imagen ridícula de mi figura en espera, tuve tiempo suficiente para observar cómo las cucarachas salían veloces de la coladera del baño y corrían hacia la puerta o hacia las sábanas rancias de una cama de resortes salidos. Pensé en salir de ahí, pero tocaron a la puerta. Era la mujer de la foto del catálogo… o quien presumía de serlo. Aquella despampanante rubia de ojos verdes y cuerpo prodigioso de la imagen no era quien asistía, en su lugar se apersonaba una figura espectral, una mujer de cabellos güeros entintados y cuerpo famélico que, al notar mi sorpresa, me espetó las siguientes palabras:

—Qué quieres, papi, esto no es el Ritz. Tú eliges, me pagas o te la chaqueteas.

Sé que pudo ser peor; un travestido encolerizado, una descarga eléctrica, tacones taladrando mi cabeza. Una dignidad maltratada es mala consejera, pensé.

Ya había oscurecido cuando, sin ligereza ni sosiego, abandoné aquel carnívoro templo del ars amatoria. Desde la calle observé cómo cinco letras de neón se apagaban y se prendían infatigables.

Hay lugares que permanecen, que son testigos mudos de las acuciantes prácticas del deseo y el motín de la carne. Erguidos en la noche, los hoteles de Tlalpan esperan pacientes el próximo apremio lúbrico. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas

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