Una tradicional celebración de origen colonial en un pueblo de Nayarit deja perplejo a un ciudadano estadounidense de origen judío. Una insólita lección de historia para un estudiante de Estudios latinoamericanos.
John Ringold vio a la turba de tipos disfrazados de judíos correr por la calle y se preguntó qué carajos hacía en esa banqueta de Nayarit. Itzel lo miraba sin decir nada, se dio cuenta de que hubiera sido buena idea mencionar el detallito de La Judea antes de que su novio nieto de sobrevivientes del Holocausto fuera a conocer el pueblito de la familia de su chica.
Esa mañana salieron a caminar después del desayuno. Se sentían muy románticos, nomás les faltaba una canción cursi de fondo; se detuvieron para darse un beso. Cuando Itzel apenas cerraba los ojos el gringo vio un fulano vestido de Jesús detrás del hombro de su pareja. El profeta nayarita corría como si fuera una carrera de cien metros planos.
—Joaquín, salte ya. ¡Órale, que ya vienen los judíos! —gritó una mujer mientras cruzaba el portón de su casa.
Antes de que John pudiera hacer una pregunta vio a un grupo de hombres que perseguían a “Jesús” por la calle. Muchos iban semidesnudos, con sables de madera de colores en la mano, llevaban máscaras puestas, unas de papel maché en forma de alebrijes con narices alargadas; otras de hule que sólo eran caras con narices redondas, cabello negro largo, una bandana en la frente y lentes oscuros. Ninguno corría con los brazos a los costados, los movían por encima de sus cabezas en cada zancada. Cuando Itzel vio la cara ladeada de su judío sin disfraz recordó por qué se ahorró explicar esa tradición desde que comenzaron a salir.
Él estaba por ser licenciado en Estudios latinoamericanos y se tomó muy en serio la carrera a la hora de escoger pareja, y ella siguió con la tradición mexicana de volver del extranjero con un chico rubio que habla español como agente aduanal.
Los chicos se conocieron en Los Ángeles, durante el último año de la universidad. John era neoyorquino de nacimiento; Itzel era una de las chicas mexicanas que llegaron a esas aulas con una beca para gente brillante. Él estaba por ser licenciado en Estudios latinoamericanos y se tomó muy en serio la carrera a la hora de escoger pareja, y ella siguió con la tradición mexicana de volver del extranjero con un chico rubio que habla español como agente aduanal.
Al terminar la universidad el gringo–hebreo la sorprendió con los boletos para visitar Nayarit la próxima Semana Santa. Itzel decidió que sería más sencillo esperar a llegar al pueblo de su familia para explicarle a John que los disfraces de demonio a los que llamaban judíos no era algo—tan—antisemita. Es más, seguro que muchas de las casi cuatro mil personas de Jesús María del Nayar nunca habían visto un candelabro de siete brazos.
En el siglo XIV el conquistador Nuño de Guzmán publicó los primeros informes sobre el pueblo de los cora, los que durante la colonia adoptaron elementos del catolicismo y los mezclaron con las creencias que ya tenían. En qué momento entendieron que los judíos eran demonios con sables de colores… Nadie tiene ni la más semita idea.
Por el lindo año de 1531 la Santa Inquisición seguía muy de moda en Europa y sus colonias. El judaísmo estaba mal visto, por decir lo menos. Le gente que podía se atragantaba con carne de cerdo nomás para que los del Santo oficio no les pusieran un fierro caliente en la cola. Algunas personas con poder también se tomaban el tiempo de inventar cosas sobre todas las religiones que no fueran la católica.
Itzel le explicó todo esto a su novio, quien entendió que fue un caso de noticias falsas en el siglo XVI y no sólo odio por la gente que hace el bar mitzvah. De todas formas, los demonios narizones le traían recuerdos de la propaganda nazi que le enseñaron en sus clases de historia. Era miércoles, John tenía algunas persecuciones más que ver antes del gran final en sábado de gloria. Tuvo tiempo para pensar que a lo mejor todo fue una broma que Nuño de Guzmán hizo para entretenerse.
Tal vez… Sólo tal vez.
Un día, ese conquistador se cansó de ser el señor más cruel de la Nueva España; esa mañana no se puso su armadura ni se colgó su espada al costado. Metió la cara en un tazón de agua, y cuando el líquido dejó de moverse pudo ver su reflejo. En esa nueva tierra tenía todo lo que había soñado en el Viejo Mundo, pero no se sentía complacido. En estos días a eso lo llaman una crisis existencial, pero en aquel entonces ésas eran cosas del diablo.
Empezó a tomar vino. Se terminó el último barril de tinto que llegó en el galeón peninsular. Pidió pulque, que por lo general le parecía la horrible bebida que sólo tomaban los indios que tanto odiaba. Esa vez incluso usó un vaso de barro. Convocó a todos los curas que se encargaban de evangelizar.
—Deben explicarles… —hizo una pausa para darle el último trago al pulquito— a estos animales quiénes son los judíos.
Los curas sólo se miraban entre sí, a ver qué se le había ocurrido al señor conquistador.
Nuño de Guzmán les ordenó muerto de risa que les dijeran a los indígenas que los del pueblo hebreo eran demonios de colores que salían del río. Nadie se opuso, todos sabían que ni el mismo papa podía salvarlos de una pontificia rabieta del gobernador del Pánuco. Al día siguiente le dolía la cabeza y no recordaba nada. La conquista espiritual continuó, sólo que con unas partes nuevas.
John rio al pensar que, a lo mejor, las cosas sucedieron de esa forma. Los judíos recorrían las calles del pueblo en filas, se movían como largas serpientes de colores. Ya era Viernes Santo, el día en el que esos demonios narizones y semidesnudos matan a Jesús. Con todo y la gracia que le hizo su cuentito colonial, todo aquello no dejaba de asombrarle. Ya sólo quedaba una parte de la Judea, el cierre.
En Jesús María del Nayar el día de resurrección es el sábado. Los demonios corrieron al centro del pueblo al mismo ritmo que unos tocaban un tambor, los que traían sables de madera los llevaban alzados. Ton ton ton. Los pasos y las percusiones se escuchaban con la misma intensidad. Ton ton ton. Ringold y su novia esperaban en la plaza para ver la representación. El nayarita vestido del hijo de Dios ya aguardaba muerto en su puesto.
El sábado de la Semana Santa Cora Jesús resucitó.
Los judíos comenzaron a correr por el centro del pueblo en todas direcciones. John le agarró la mano a Itzel con mucha fuerza, no quería perderse entre la multitud, olvidó que era una cabeza más alto que todos ahí. Los demonios se destruían, caían al piso. Empezaron a correr de nuevo, esta vez fuera del pueblo.
—¿A dónde van? —preguntó el gringo.
Itzel le explicó que el final de la Semana Santa Cora es cuando los judíos regresan al río. Ringold soltó una pequeña risa aliviado. Se había preparado para escuchar que los demonios se iban a ocultar en el banco o en una joyería, en comparación con esto el cuerpo de agua no estaba tan mal. Ya sólo les quedaba comer en la plaza y regresar a casa de la familia de Itzel.
Una vez en la sala de la casa los tíos y los sobrinos comentaban todo lo que habían visto en esos días. Que si ese año los monstruos daban más miedo; esa vez quedaron mejor las máscaras o que corrieron más fuerte. Todos los comentarios eran alrededor de los demonios. Hubo una pausa para hablar de lo lindo que estaba el traje de Jesús, después regresaron los dimes y diretes de los que regresaron al río.
Judíos, judíos, judíos.
A John le zumbaba la cabeza, tenía la mirada perdida en dirección a la figura de san Judas Tadeo que estaba en una mesita. Itzel lo miraba preocupada, creía que en cualquier momento le iba a estallar el cráneo a su gringuito.
—¿Sabían que io soy judeo? —dijo el güero casi en un grito, no esperaba que todos se callaran de repente y lo vieran tan confundidos. El único que supo qué decir fue uno de los sobrinos de Itzel.
—¿A poco sí existen los judíos? ®