Un librero zacatecano que ya no presta libros, amigos que los piden y nunca los devuelven, otros que dejan en prenda uno que se consigue fácilmente… y otras confesiones que poco tienen que ver con el tema.
uno.
Mañana martes 30 me regreso a mi pueblo. Es casi un hecho que viajaré en el camión de las once para llegar a eso de las siete del último día de agosto. Esta tarde después de la comida arrastré la inquietud de entrar por última vez a las librerías de los alrededores de la Alameda. Como en los días previos hubo una alta demanda de textos escolares, entré y salí inmediatamente pues era imposible recorrer con detenimiento los estantes o solicitar cualquier información con los empleados en las computadoras. Además sólo atendían en una pues habían apagado las restantes para evitar el caos de los padres de familia. Había que hacer cola detrás de 75 u ochenta cristianos.
Acaso la comida —un filete de pescado con arroz blanco y verdura en vinagre— me predispuso como al pez que va contra la corriente; o como al lucio que nada en la dirección indicada, pero rumbo al precipicio. Entré en la librería Ghandi sin encontrar nada nuevo de Patricia Highsmith para mis estantes, ni de Yuri Herrera ni de Alejandro Almazán. Antes de esa incursión ya había recorrido el pasaje Zócalo-Pino Suárez, en que encontré Buvard y Pècuchet, que hace años llevé a una posada de escritores en Monterrey para un canje a ciegas de libros. Me cautivó tanto su lectura que en un arranque de generosidad lo llevé, y alguien se lo quedó.
Salí de Ghandi sin nada nuevo. Pero la inquietud me perseguía, como quien presiente el inicio de una tormenta lejos del hotel y con libros y periódicos bajo el brazo, y sin paraguas. Me detuve en un puesto de periódicos y libros en la avenida Juárez: ahí estaba una novela que regalé en mayo: La casa del ahorcado, en la misma edición de mi librero ahora chimuelo. No recordaba que su autor se lo había llevado al sur de Estados Unidos. Y como no lo buscaba, lo encontré y lo llevé conmigo antes que cerrara el estanquillo y se cumpliese la amenaza de tormenta.
La última semana santa, también en esta ciudad que mañana abandonaré, me había apoltronado en una banca de la Avenida Juárez, mientras ojeaba los periódicos “licaba” a los paseantes —la tarde se presta para hacer como que miras los diarios y a quienes pasan—; así vi a alguien que iba con dos criaturas hermosas de cinco y siete años y su mujer. Luego de que pasaron, volteó a verme una o dos veces, sin mayor daño. Proseguí hojeando los suplementos sabatinos. Y apareció de regreso la familia. Esta vez, aparte de la mirada fogosa, hizo un gesto a manera de tic nervioso. Fijé la vista ahí. Llegó a la esquina de Balderas y volteaba. Hice como que esbozaba un quiúbole o un “qué jáis”. Cuando cruzó la avenida, me levanté y caminé en la misma dirección. Mientras compraba helados para la gente menuda yo me recargué en una caseta telefónica con un diario abierto, como un detective amaestrado. Ahí, en el pasaje comercial del Fiesta Americana dejó a la familia y siguió camino hasta la otra esquina.
Total, entablamos plática en torno a nada. Le dije que estaba hospedado a ocho cuadras de esa esquina, en el hotel en que me alojo siempre. Caminamos, llegamos, pedimos la llave, subimos y pasó lo que cualquier lector pueda imaginar. Una sola vez sonó su celular e informó que estaba en Sanborns de los Azulejos, que le iban a resolver lo de la tarjeta de crédito, que no tardaba. Salimos del cuarto, abordamos el elevador. Al abrirse las cuchillas para salir vimos a unos diez hombres que portaban armas largas, vi que uno de ellos, en la playera Polo, ostentaba cuatro letras plateadas: “capo”. Me acerqué a recepción y entregué la llave. Vi que mi pareja ocasional se encaminaba, no conocía el hotel, al estacionamiento interior. Con voz firme le dije que la salida era por “acá”. Salimos mudos, con la respiración contenida. Al dar vuelta en la esquina en dirección, de nuevo a la Alameda, le dije: “Qué grueso”. Me respondió “Cállate”. En la esquina de Juárez y Revillagigedo me dijo que iba al negocio de los Azulejos, que si lo esperaba. Me senté en la banca más próxima, ya sin los diarios que había dejado en la habitación. Oscurecía.
dos.
Pero la inquietud me perseguía, como quien presiente el inicio de una tormenta lejos del hotel y con libros y periódicos bajo el brazo, y sin paraguas. Me detuve en un puesto de periódicos y libros en la avenida Juárez: ahí estaba una novela que regalé en mayo: La casa del ahorcado, en la misma edición de mi librero ahora chimuelo.
Me acuerdo que era la antevíspera de mi cumpleaños: tenía la obligación de echar los paños de las mesas de la Librería La Azotea al agua con detergente. Si no exagero, lo pensé durante tres semanas. Así de maloliente es la inercia, esa forma miserable del sarro en los trastos, los muebles y los huesos de cualquiera que escucha, de vez en vez, el canto de los teporochos, de las sirenas del “ahi se va”, el fantasma de la dejadez, la sarna del chamagoso, la caspa del viudo.
Los lienzos quedaron limpios y el negocio pareció distinto. Esa tarde yo hacía tiempo en el Café St. Patrick, cerca de otro lugar en que tenía una cita. Vi que entró al negocio una persona que hacía unos 24 años que no veía, y aunque la vi de espaldas la reconocí, era un escritor de Minatitlán que preguntaba por un periódico que no tenían y del que yo cargaba un ejemplar conmigo. Salió del café al patio. Me levanté a saludarlo. Había venido al pueblo a la presentación del libro Mickey y sus amigos, cosa que yo igoraba, como ignoraba también que esa mañana había muerto el poeta Jorge Salmón, hecho del que me enteré cuando la moderadora de la mesa, más tarde, pidió un minuto de silencio en su memoria.
tres.
Luis Arturo Ramos (Minatitlán, 1947) ya se había ido a San Luis Potosí a una segunda presentación de su nueva novela. Se había llevado en la maleta el ejemplar que él nunca había tenido en sus manos de La casa del ahorcado, pues lleva varios años de residir en el sur del vecino del norte, donde imparte cursos de literatura y composición. Así, un entrepaño, el de la letra Erre, había quedado molanchi en casa, mientras yo no encontrase otro, o entre tanto no leyese la nueva novela de la editorial Cal y Arena. Así, un fin de semana, cargué la novela a Durango. Ya en el hotel le desprendí la cubierta de polietileno: al hojearlo encontré que era un volumen encuadernado con capítulos de un estudio acerca de la obra del escritor Heriberto Frías, y que de la novela de mi amigo sólo correspondía el forro o cubierta. Además era una edición mal refilada e impresa en papel, creo, de envolver o revolución. Ese mismo mediodía había pasado a la Librería Educal, ahí vi ejemplares de la edición que yo aún no revisaba, pero me llevé dos ejemplares de Murakami que necesitaba para alguien de mi pueblo. Al día siguiente regresé con Gabriela, la gerente de la librería, y le expliqué el enredo aparente con mi ejemplar. Para no hacer el cuento más largo, me lo cambió y listo.
cuatro.
Otra coincidencia: el día que Luis Arturo y yo nos encontramos en el café, al mediodía yo había recibido en la Librería La Azotea una remesa de novedades de la Universidad Veracruzana. Entre éstas aparecieron ejemplares de un análisis de La mujer que quiso ser Dios y de la revista La Palabra y el Hombre, que incluía una reseña de su novela reciente, la que vino a presentar a Zacatecas y San Luis Potosí, razón suficiente para que el escritor viniese a conocer el negocio —recién desempolvado— y a llevarse ambas ediciones, que enriquecerían su egoteca.
cinco.
¿Cuántos libros he regalado en mi vida? No hace mucho tiempo regalé una edición de Losada con tres obras de teatro de Jean Genet, que contiene Las criadas, El balcón y los biombos, no sé si el destinatario era la persona indicada pero se lo obsequié por haber encontrado dos ejemplares en la biblioteca de todos mis lectores; además, la persona afortunada me regaló la primera edición que tuve en mi vida de Luna de enfrente, de J. L. Borges.
La semana pasada una amiga muy querida me pidió prestados dos libros del poeta español Miguel Hernández, Perito en lunas y El rayo que no cesa, tuve que decirle que no bajo los argumentos irrefutables que al fotocopiarlos mis ejemplares se desencuadernarían y que son ediciones agotadas desde el golpe de Estado en Argentina, en la década de los setenta. Además, le dije, que la editorial ya había desaparecido. Que esperase las ediciones españolas del centenario del nacimiento del héroe de la Guerra Civil. Además gracias al chiapaneco Juan Bañuelos conocí y leí a este versificador acaso opacado por otros de muerte, también, temprana.
¿Cuántos libros he regalado en mi vida? No hace mucho tiempo regalé una edición de Losada con tres obras de teatro de Jean Genet, que contiene Las criadas, El balcón y los biombos, no sé si el destinatario era la persona indicada pero se lo obsequié por haber encontrado dos ejemplares en la biblioteca de todos mis lectores; además, la persona afortunada me regaló la primera edición que tuve en mi vida de Luna de enfrente, de J. L. Borges.
En otra ocasiòn, hará de esto una década, un seudofilósofo me solicitó en préstamo La cámara lúcida, de Roland Barthes, le dije que podía conseguirla en la edición española de Gustavo Gili, que en mis tiempos tenía el precio exhorbitante de 700 pesos, o la más reciente de Paidós; que ni a mis amigos prestaba libros. Después me enteré de que este pediche no devuelve nada.
También en otro momento del siglo XX tuve la ocurrencia de prestar una edición veracruzana de las cartas de amor de Antonieta Rivas Mercado, la mecenas de los Contemporáneos que era capaz de posponer la compra de un perfume importado o un arsenal de zapatos de diseño exclusivo por financiar una puesta en escena de Salvador Novo en el teatro La Capilla, bajo la traducción de un poeta brillante como lo fue Xavier Villaurrutia. Pues bien, recuperar esa edición, agotada en ese entonces, me significó varios derrames de bilis hasta que el lángara la duplicó en hojas Xerox, al entregarme mi ejemplar le dije que las puertas de mi biblioteca seguían abiertas para él (una forma elegante de mandarlo a la rechingada, en realidad).
Hace diez días me escribió un amigo que hace unos 25 años que no veo, me dijo en el mensaje: Soy Raúl Silva, un día me prestaste una edición de Roberto Arlt, que nunca te devolví, ¿recuerdas? Creo que el precio a pagar para no olvidar a un “amigo” es que no te devuelvan un libro, desde entonces, década de los ochenta, inconseguible, le dije. Pero ya no me volvió a escribir, sólo sé que vive en Cuernavaca, a donde no pienso buscarlo.
Entre las personas que recuerdo que olvidaron regresarme un préstamo están Julio Castillo, vecino de la Hipódromo Condesa junto con Hugo Argüelles, al primero le facilité una edición de las obras de Genet y al segundo un volumen de teatro venezolano contemporáneo. Al director de teatro Mauricio Jiménez le solté un volumen con cuatro guiones de Ingmar Bergman y a Armando García, del grupo Barro Rojo, la novela Las confesiones de Nat Turner, ediciones a las que jamás les volví a sacudir el polvo. También por ese entonces al poeta Mario Santiago Papasquiaro le facilité un ejemplar de una antología del chileno Vicente Huidobro, y en prenda él me dejó otro de Los eróticos y otros poemas, de Efraín Huerta, que se conseguía en cualquier librería de la ciudad.
Sólo en una ocasión me atreví a apropiarme de una edición italiana de la noveleta Llorar frente al espejo, de Severino Salazar, quien en su lecho de muerte prácticamente me pidió que lo hiciera para recuperarla, y así lo hice. Cuando se la entregué en sus manos me dijo: “Pero si este libro tiene una dedicatoria. Se lo arrebaté, la busqué, pero no era cierto, la primera página non estaba en blanco. ®
andrea
…Extraño desvario ese de prestar libros, desde muy chavita entendi que no debe uno prestar los tesoros con los que cuenta a menos que por supuesto la calaca ya este en la puerta, entonces si a dar a diestra y siniestra lo invaluable que uno va acumulando a lo largo de los dias, al paso de los cuentos…
Me agrada mucho la forma en que nos enrolla, nos envuelve,como no queriendo la cosa, uno empieza a leer y ya no puede detenerse …va a dar uno al final sin sentirlo siquiera…
Gracias por compartir, gracias por confesar, gracias por invitarnos a su mente. Apenas es la feria de libro en León, de TOOOOOODO lo que vi, solo un libro me quito el aliento, es una edición practicamente de colección de un libro editado por el gobierno local de Guanajuato capital de Jorge Ibargüengoitia, se llama «Jorge en sus palabras» y lo hicieron a propósito del natalicio del escritor guanajuatense que por cierto odiaba los rollos politícos y que se pitorreaba de todo lo «provinciano»….
pero, como he dicho, solo que este en la puerta la querida amiga huesuda podrán llevarse todos mis amados tesoros… : D
saludos… : D desde Gto… y si lo estoy promoviendo entre mis cuates : D jajajaja
francisco
No sólo se quedan con libros ajenos; otros se quedan con la educación completa de un país, sin que medie ningún tipo de intercambio y sin ningún atisbo de inconformidad colectiva. Tuve algunos de Chejov y mi colección de Hesse que ahora estarán en algún basurerro en proceso de retornar al ecosistema o alguna esposa o madre ágrafa (que no concluyeron el parvulario)estarán buscando la manera de deshacerse de ellos fast track. Estos hurtadores ni así hn logrado incrementar su egoteca pues su descaro tiene la fortaleza de un roble. Por eso tú llevas tus autores nipones predilectos a buen resguardo en una discretamente llamativa bolsa de Liverpool. Haces bien.