Había circulado por esta carretera infinidad de veces, y nunca había visto nada tan espectacular, las combinaciones de formas y colores al ir avanzando el atardecer eran la maravilla más impresionante.
La figura de los malandros se empezó a perfilar con claridad en mi conciencia muy lentamente, poco después de que mi mamá murió.
Salieron uno a uno, como bultos que surgían de la nebulosidad y, casi sin poderlo creer, me percaté de que esas formas se movían hacia mí amenazantes, creando total desconcierto en mi corazón.
No era solamente uno, ni dos, ni tres, sino cuatro, cinco y más… hay otros que vienen detrás de ellos. Se mueven solidarios, rastreros, pegados a la oscuridad.
No sé cómo antes no los vi, aunque, ya que lo pienso bien, su presencia me seguía como esos pájaros negros que veía a través de la ventana cuando viajaba por carretera hacia el norte. Volteaba a mirar el horizonte plano, las llanuras inmensas con muy pocos árboles, algunos cultivos dorados se arrimaban a la carretera y otros permanecían acostados en la tierra con sus formas irregulares como si fueran trozos de papel cortados sin cuidado. Allá los divisaba distantes, quietos, haciendo la belleza del paisaje y muy al fondo unas montañas se juntaban con el cielo azul.
Siempre que volteaba a ver el infinito allí estaban esos pájaros negros volando. Eran parte de la belleza. No sabía cómo permanecían también al lado de este vehículo en movimiento y de qué manera o por qué podría tener algún vínculo con ellos. No me dejaba de sorprender su persistencia en el recuadro de mi ventana. Los miraba y admiraba. Estaban siempre allí y ya mejor no me preguntaba por qué. Solamente los reconocía como si fueran compañeros de viaje. Incluso los llegaba a creer seres protectores. Así me dormía, sentada en el asiento delantero del copiloto.
No sabía cómo permanecían también al lado de este vehículo en movimiento y de qué manera o por qué podría tener algún vínculo con ellos. No me dejaba de sorprender su persistencia en el recuadro de mi ventana. Los miraba y admiraba.
Cuando volvía a abrir los ojos, allí seguían.
Pasó muchas veces, incluso en aquella ocasión en la que yo iba manejando y Javier se quedó dormido en el asiento del copiloto. Eran después de las cinco de la tarde, ya habíamos pasado Zacatecas, en donde nos habíamos parado nomás para bajarnos a estirar las piernas y cambiar de asiento. Me tocaba manejar el resto del camino. Me gustaba hacerlo, era relajante circular por esas inmensas rectas que están siempre silenciosas. Solamente sentía el fragor de las llantas retumbando en el asfalto irregular. Javier tenía plena confianza en mí. Él me había enseñado a manejar en carretera muchos años antes. Siempre nos turnábamos y el viaje resultaba menos agotador.
En esta ocasión empezaba a meterse el sol, circulaba por la carretera de Zacatecas a Fresnillo, era una tarde fresca y algunas nubes rosadas se interponían frente al sol que lentamente descendía en el horizonte exactamente al final de la línea recta de la carretera. De repente, como si alguien hubiera convertido la llanura que me rodeaba, el cielo, las nubes y el sol, en un set cinematográfico, empecé a ver la danza de unas nubes ágiles, movidas por el viento, transformarse en volúmenes de muy distintas formas y colores, rosas, morados, lilas, rojos, amarillos. Algunos rayos del sol se reflejaban dorados en los charcos al lado del camino y era como si los espejos del agua le devolvieran al sol la hermosura de su cara.
Había circulado por esta carretera infinidad de veces, y nunca había visto nada tan espectacular, las combinaciones de formas y colores al ir avanzando el atardecer eran la maravilla más impresionante. Parecía como si la aurora boreal hubiera pasado furtivamente por estas latitudes y me hubiera regalado una probadita de esa belleza que te roba el aliento. No dije nada, no desperté a Javier, temiendo que si lo hacía todo desaparecería. Fui egoísta, lo miré yo sola enmudecida, fascinada, percibí cada movimiento de la danza añorando la escena que había desaparecido, al mismo tiempo que se precipitaba la siguiente, y luego la siguiente y luego la siguiente… cada una como si fuera la más hermosa. Todas las combinaciones de luz y sombra, en su frenético cambio hacia la oscuridad, me llenaron el alma.
Y al final, cuando la danza terminó, allí estaban los pájaros negros volando al parejo de nosotros.
Solamente los vi, y los dejé seguirme. A ratos me parecían señales ominosas. Lo cierto es que algo fuera de la cortina de la realidad se colaba frente a mí para avisarme del futuro. Ese que ya llegó. Y que de todas formas no lo esperaba. Cómo iba a creer que los hechos se desenvolverían así, no tenían ninguna razón de ser…
Y, sin embargo, así son las cosas. ®