Ahora los niños de los rincones más violentos del país, como la Tierra Caliente michoacana, juegan a ser sicarios del narco y a ser orgullosos poseedores de AK47s.
No fueron los cadáveres agujerados por balas, anónimos y amontonados en las frías planchas del forense por falta de espacio, lo que nos trajo a Michoacán, uno de los estados más violentos por los combates entre fuerzas policiacas y narcotraficantes.
Tampoco fueron las cabezas humanas colgadas en las entradas de los poblados como un trofeo o clavadas en las cruces de la carretera para marcar un territorio o aventadas por montón en medio de una pista de baile de un bar como muestra de un mensaje de la “justicia divina”.
No llegamos a Michoacán persiguiendo las historias de tortura de policías, militares o narcotraficantes. No fueron tampoco los sembradíos de marihuana o amapola ni los narcolaboratorios de metanfetaminas levantados de la noche a la mañana en medio de un pastizal.
Era el año 2007 y llegamos al estado de Michoacán, específicamente a Apatzingán, atraídos por un juego de niños. Apatzingán es la entrada a la región conocida como Tierra Caliente por su clima cálido idóneo para la siembra de cítricos y que también pareciera madurar prematuramente a sus mujeres, pero que últimamente hace honor a su título más por la violencia que ahí se vive. La llamada Guerra contra el Narcotráfico por el gobierno del presidente Felipe Calderón había derivado en un juego de niños tan inocente, como peligroso. Un juego en el que los adolescentes, en su sueño de ser sicarios, surcaban el poblado a bordo de camionetas último modelo, cerraban calles y disparaban a la gente con pistolas y balas de juguete.
Un juego que en menos de dos años ya no iba a ser sólo eso.
Cuando Felipe Calderón llegó a la presidencia en el 2006 recibió de su antecesor Vicente Fox —ambos, los primeros gobernantes de la derecha— un país en el que la violencia del crimen organizado comenzaba a resurgir en los discursos oficiales y los periódicos. Se hablaba de que los narcotraficantes se disputaban el país y en medio quedaban la sociedad, el Estado. Un escenario indeseable para cualquier gobernante, pero también perfecto para que Calderón justificara la presencia del Ejército en las calles, cuyo objetivo no reconocido oficialmente era usar la fuerza pública para legitimarse, luego de unas elecciones donde el ganador tuvo apenas 0.56 puntos sobre el perdedor.
En ese año tres personas morían ejecutadas por día, en una guerra confusa donde los militares son enemigos de los policías y éstos de otros policías y de narcotraficantes que a su vez son enemigos de otra banda de narcotraficantes y éstos de los militares. Una guerra en donde la línea que divide a los enemigos es tan débil que parecieran ser un perro aturdido persiguiendo su propia cola, persiguiendo su cola, su cola.
Para el segundo año de gobierno de Felipe Calderón la cifra de ejecuciones se duplicó. Las noticias de muertos se convirtieron en pan de todos los días y los estilos de asesinato se diversificaron para demostrar que el terror estaba aquí y por mucho tiempo: ejecutados con tiro de gracia, encobijados, entambados, decapitados, asfixiados… hasta desintegrados en ácido de los que quedaban sólo los dientes. Y en algunos estados como Michoacán, Sonora, Chihuahua o Baja California los muertos se daban a la vuelta de la esquina, a la salida de la escuela.
Así ocurrió a inicios de mayo de 2007. Los alumnos de una escuela secundaria de Apatzingán, el pueblo al que llegamos siguiendo un juego de niños, estaban en clase cuando los disparos comenzaron a escucharse al otro lado del muro. Primero fueron unos cuantos y después se desencadenaron tantos que más bien parecía una máquina taladrando la pared. Así durante una hora y media hasta que dos explosiones de granada trajeron el silencio, recuerda Daniel Medina, que esa mañana calurosa estaba agazapado bajo su butaca. Tenía entonces trece años.
Cuando salieron de la escuela los alumnos, con todo y mochila, corrieron a ver el campo de batalla: una casa y tres automóviles calcinados, agujeros de balas en las paredes vecinas, cuatro cuerpos destrozados a mitad de la calle y los militares en su tanqueta de guerra resguardando la zona. Fue la primera vez que los vio tan cerca.
Daniel Medina era un niño de manos regordetas con las que cargaba su pistola AK-47 de juguete. Por las tardes, al salir de la escuela, se iba con sus amigos a jugar a los sicarios. A bordo de sus camionetas último modelo —Apatzingán es una ciudad con alto índice económico por la siembra de cítricos, el comercio y el dinero del narco; aquí es más o menos normal que niños de trece años en adelante anden a bordo de carros y camionetas— cerraban las calles y simulaban tiroteos.
Comenzaron por dispararse balas de plástico entre ellos, pero se aburrieron. Luego les dieron a los perros, pero tampoco fue suficiente. Entonces apuntaron a los homosexuales y a los policías, que detuvieron a cuatro adolescentes de catorce años. Muchos civiles eran “heridos” en el fuego cruzado, como una señora que recibió un impacto de bala de juguete en el seno derecho. Terminó postrada en su cama con radiografías y tomando antiinflamatorios.
Entonces todo parecía un juego. Por esas fechas las maestras de un kínder ubicado en el norte del país, a unas quince horas de distancia en carro, recibieron una sorpresa al llegar al salón de clases: lo encontraron destrozado y con un letrero escrito en la pared con letras rojas que decía “Somos los setas (sic) robamos un niño, dénos 5 mil (pesos) o no lo regresamos”. La policía de la ciudad determinó que los autores fueron niños de entre siete y ocho años que actuaron imitando las acciones de los sicarios y narcotraficantes, los “nuevos héroes infantiles”.
Todo parecía un juego. Como el video que apareció en YouTube de unos niños simulando una ejecución con tiro de gracia, al mero estilo de los narcotraficantes. Eran dos menores de ocho y diez años de edad amarrados y con el rostro amoratado, herido, sangrante, efectos de maquillaje.
Los juegos seguían multiplicándose por todo el país, como el que ocurrió meses después en el centro del territorio. La policía de Aguascalientes recibió una llamada de emergencia alertando sobre un secuestro. Se movilizaron quince patrullas y detectaron la camioneta sospechosa. A bordo iban cinco adolescentes, uno de ellos esposado. Los chicos, de entre trece y dieciocho años, confesaron que era una broma y que las esposas eran del papá de uno de ellos, también policía. Fueron sancionados con una multa de 50 dólares cada uno por disturbios en la vía pública.
En Apatzingán, uno de los niños que jugaba con pistolas de plástico, José Adrián, de diez años, nos contó algo que dejaba ver cómo ese inocente juego de ser sicarios y disparar a la gente en la calle iba camino a algo peligroso.
Rodrigo me acaba de decir que trabajando para los narcos podría ganar 7 mil pesos (alrededor de 550 dólares) a la semana. Pero me dijo que para eso tenía que tener sangre azul para que no me importen las personas. Él me preguntó que si yo llegaría a matar, y me quedé pensando, y le dije sí, y me dijo: “Tú no sirves para eso, porque lo pensaste mucho”.
Se escuchaba triste, como si lo hubieran sacado del equipo escolar de futbol. Entonces todo parecía un juego.
Cuando era niña jugaba con mi hermano a los vaqueros y los soldados. Teníamos pistolas de juguete y nunca faltaba el palo de escoba o la tapa del basurero para convertirlos en nuestra espada y escudo. Casi todos imaginamos en algún momento estar en un campo de batalla, recreamos los sonidos de las balas o el blandir de las espadas, simulamos caer abatidos sobre la calle aguantando la respiración y con la lengua de fuera. Recuerdo que siempre, indudablemente, ganaba el bien sobre el mal.
¿Por qué alarmarme de ver a los niños y adolescentes de Apatzingán jugando con pistolas de juguetes a los sicarios? Quizá lo único que había cambiado entre su infancia y la mía era el nombre de los grupos combatientes, si antes eran vaqueros, ahora narcotraficantes; si antes nuestro héroe era el Llanero Solitario, ahora lo son los sicarios o los “zetas”. Eso, y que nosotros a su edad no teníamos autos o camionetas para conducir.
El escritor mexicano Juan Villoro me explicó que en la tradición literaria los héroes son los seres que con ayuda de los dioses o poderes sobrenaturales vencen al mal. Pero en un medio sin educación, sin brújula, marcado por la desigualdad, el héroe es quien tiene el poder de someter al otro. “No sabemos dónde está el enemigo, y no sabemos quiénes son los verdaderos aliados”, dijo.
En un país donde la mitad de la población es pobre, donde en el último año cada hora 537 personas han perdido su empleo, donde ocho de cada diez de los niños salen de la escuela sin comprender lo que leen —según evaluaciones internacionales— y las familias se desintegran por la violencia y presión económica, se incrementa la posibilidad de que los juegos bélicos de los niños terminen por convertirse en realidad, dijo Gerardo Sauri Suárez, director ejecutivo de la Red por los Derechos de la Infancia. A esto se suma la estrategia de la delincuencia organizada de “apoyar” a la comunidad con obra pública, útiles escolares o despensas para fortalecer su tejido social —como no lo ha hecho el gobierno— y para “acarrearlos” a las marchas contra la presencia del Ejército. Así ocurrió en el estado más industrializado y con uno de los niveles de desarrollo más altos del país, Nuevo León, pero rodeado de cinturones de miseria donde viven los foráneos que dejaron atrás sus sembradíos y llegaron a ofrecer sus manos para construir la ciudad de los empresarios. “El uso de juegos e instrumentos bélicos no merecería atención si no fuera porque vivimos en un contexto que hace posible que estos juegos, una especie de cursos propedéuticos, se transformen en acciones reales”, disparó Sauri.
Los niños y adolescentes formaron parte de esta “guerra” ajena desde su inicio. Aparecieron en los comerciales oficiales hechos para justificar la presencia del Ejército en las calles. En uno de ellos una familia ve en la televisión escenas de enfrentamientos entre militares y narcotraficantes, el narrador reconoce los índices de violencia, pero dice que son necesarios “para que la droga no llegue a tus hijos”. “Como en la propaganda de guerra, se usa un argumento que apela a los sentimientos de la sociedad, que no está sustentado en información y que casi siempre no es más que la urgencia de un gobierno por legitimarse”, lo calificó Stefano Fumarulo, de la Fundación Giovani y Francesca Falcone de Palermo. En el marco de este enfrentamiento el mismo presidente vistió a sus hijos de cuatro y ocho años con uniformes del Ejército para un desfile nacional en 2007.
En alguna plática informal el entonces subsecretario de Prevención, Vinculación y Derechos Humanos de la SSP, Monte Alejandro Rubido García, dijo que si los narcotraficantes utilizaban a los niños para difundir su guerra (como cuando un cártel contrató niños para repartir volantes con su mensaje en Michoacán) no había inconveniente por que el Estado justificara con ellos “la guerra frontal” contra el crimen organizado.
A finales del año pasado en una ciudad de Durango el alcalde impuso toque de queda a los menores de dieciséis años. No podían estar en la calle después de las 11 de la noche. Según explicó, era para protegerlos de juegos violentos. Atinó a aclarar que ya no jugaban a “policías y ladrones” sino a los “zetas”. “Ya nadie quiere ser policía”, dijo.
Hace unas semanas, luego de casi dos años, volví a Apatzingán. En las calles ya no había niños jugando a los sicarios. Encontré adultos y jóvenes pidiendo limosna o limpiando parabrisas de los automóviles. Llegaron aquí porque sus tierras ya no producen, otros perdieron el trabajo en la oleada de la crisis económica mundial. Daniel Medina, ese niño que disparaba a la gente en la calle con su pistola de juguete, tiene ahora quince años. Cuenta que dejó de ver a algunos de sus compañeros de “batalla” y que uno de ellos está entrenándose como “informante”, así les dicen a los muchachos vigías de los narcotraficantes. Los niños son sus ojos en las esquinas de la ciudad, sus oídos para cosechar los pensamientos de quien por ahí cruza. Hasta ahora, dice, no sabe de alguno que se haya convertido en un sicario de verdad. Tampoco quiere saberlo.
Desde inicios de año las noticias protagonizadas por adolescentes como miembros de las bandas del crimen organizado comenzaron a salir en los periódicos. Las autoridades estaban más ocupadas en contar muertos y kilos de droga decomisada que no se dieron cuenta de cuándo esta “guerra” dejó de ser un juego para ellos.
Está, por ejemplo, el caso de los “tres niños Zeta” de trece, catorce y dieciséis años detenidos en plena primavera por presuntamente pertenecer a una banda de secuestradores. Según la autoridad, conseguían información de futuras víctimas. En la fotografía publicada en los diarios cuando se dio a conocer la noticia uno de los menores está esposado por detrás y es escoltado por tres policías vestidos de “robocop” con todo y metralleta. El menor mira de frente y aprieta los dientes. Sus ojos son una mezcla de miedo y coraje.
O el caso de dos muchachas menores de edad acusadas de pertenecer a una banda de secuestradores, cuyo líder apenas tenía veinte años. Dicen que operaban en los parques donde los enamorados iban a besarse debajo de un árbol, saliendo de la escuela.
O el de los tres adolescentes de trece, dieciséis y diecisiete años detenidos en Apatzingán, el mismo poblado donde jugaba Daniel Medina con sus pistolas de plástico. Según la policía, los menores resguardaban un punto de alerta para el acceso de vehículos a la zona, portaban cuatro fusiles AK-47, tres pistolas .38, una más .45 de balas expansivas que pueden penetrar blindajes. Las armas ya no eran un juego de niños.
En el norte del país es bien sabido que los adolescentes de trece años son robados por los cárteles o los obligan a trabajar para ellos. La mayoría empieza como “halcón” o “águila”, avisando cuando se acerca la policía.
Según información oficial, desde 2006 alrededor de 160 menores de edad han sido detenidos por formar parte, presuntamente, del crimen organizado. Otra información publicada por La Jornada, en abril de 2009, señala que desde que Felipe Calderón llegó a la presidencia 610 niños y adolescentes habían muerto en la “guerra” contra el narcotráfico. Unos, miembros de las bandas delictivas; otros, víctimas de fuego cruzado, como Graciela Rojas, que esperaba a sus padres afuera de la escuela cuando la alcanzó una bala que iba destinada a un sicario, o como Cristóbal Camacho, de dieciséis años, que tuvo la mala suerte de llevar su camioneta al taller mecánico el mismo día que unos narcotraficantes ejecutaron su venganza en el lugar. O los tres menores que murieron acribillados en su carro, esperando que el semáforo se pusiera en verde.
Los niños en México ya no quieren ser bomberos, astronautas o presidentes, como cuando nosotros teníamos su edad. No creen en la escuela porque sus mismos padres profesionistas no tienen empleo. Y en la tele lo que vale son las Hummer y las armas. “El Gobierno no ha hecho ni una sola mención a ellos, a sus familias despedazadas, a quienes crecen huérfanos, sea porque son hijos de policías o narcotraficantes”, dijo Elena Azaola, especialista en la infancia y el impacto de la violencia. Están creciendo y en el proceso unos, muy pocos, aprenden a sortear balas, otros quedan entre ellas, sin verdad ni justicia.
Elías, de quince años, quedó varado entre balas la primera mañana de este año, cuando ejecutaron a su padre, un policía de Michoacán. Ese día, cuando salió de casa, no se despidieron. Se fue a la guardia molesto porque había descubierto a su hijo de secundaria probando el cigarro. Iba en su motocicleta cuando le dispararon. En la corporación policíaca le ofrecieron un empleo a la viuda, pero no pudieron darle la verdad sobre la muerte de su esposo.
La mañana que conocí a Elías visitamos el panteón donde están los restos de su padre. Mientras la mamá hablaba de lo vacía que se siente sin él a su lado, Elías caminaba en círculos como un animalito enjaulado. Se rascaba la cabeza, miraba al cielo, pateaba el piso. De repente se soltó en llanto y pidió que nos fuéramos de ahí. “No puedo aguantar la muerte de mi papá. Siento que está en un viaje y que va a regresar. Pero cuando vengo al panteón veo que me equivoco. Ya se fue, ya está tres metros bajo tierra y eso me lastima mucho porque ya no siento a mi papá”, dijo en el camino de regreso. Pero tampoco puede estar mucho tiempo en casa, porque cada cosa le recuerda a su papá: la sala de madera que él escogió, el cuadro de caballos que él compró, el color de la cocina que él pintó.
Después de la muerte de su padre Elías estuvo internado en el hospital casi un mes. La noticia le disparó la bipolaridad a este adolescente de voz dulce y mirada escurridiza. En un momento de calma nos contó que en sus sueños se reconcilia con él y le da el abrazo que no pudo darle aquella mañana cuando salió de casa, molesto. Uno de esos sueños ocurrió en el hospital. Lo soñó llegando a casa con su uniforme de policía, lo escuchó quitarse las botas como solía hacerlo, y gritar “Ya llegué, canijos”. Elías no se atrevió a decirle que estaba muerto. Sólo corrió a abrazarlo.
Otra cosa que no le dijo Elías en el sueño es que va a vengar su muerte. Eso, o matarse él. “Hubo una noche que se salió de la casa y no lo encontramos varios días, el miedo que tenía yo era que también a él me lo quitaran, porque decía que iba a vengarse”, nos contó la mamá. Lo único se le ocurrió fue decirle que la policía había atrapado al asesino y que en prisión alguien lo ejecutó “por justicia divina”, asesorada por la sicóloga que lo atiende. Ella no sabe si Elías lo creyó. Teme que en el fondo siga esperando el momento para vengarse. Aunque no sepa de quién. ®