Los ojos niños de Nélida Piñón

Una anécdota contada por ella

El autor de esta crónica cuenta sobre la noche en que conoció a la escritora y periodista brasileña Nélida Piñón en la FIL de Guadalajara —¿dónde, si no?— y la confesión que les hizo a los comensales.

Una joven escritora llamada Nélida Piñón ((Río de Janeiro, 3 de mayo de 1937–Lisboa, 17 de diciembre de 2022)​.

Era una de esas cenas de la Feria Internacional del Libro, donde los desconocidos éramos muy pocos. Yo iba de asistente de nomeacuerdoquién y nos asignaron a una mesa llena de celebridades, muy interesante —nomeacuerdoquién también era celebridad interesante—. Cuando menos acordé yo ya estaba sentado a un lado de la gran Nélida Piñón: a mi costado derecho descansaba aquella mujer como en un trono de tranquilidad alegre con ojos niños que migraban rápidamente de la avidez a lo sereno y de la tristeza a la risa.

Fue hace ya un montón de años, probablemente en 1994, porque aún no le otorgaban el todavía Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo.

A las dos copas —de esa cena, porque normalmente ya cada quien traía integradas varias más— uno de esos famosos le dijo entre burlón y cotilla a la señora Piñón.

—Oye, querida, me dicen que te están convenciendo para apoyar cierta candidatura de cierto personaje a un puesto de cierta Academia Brasileña de las Letras.

Nélida abrió los ojos y soltó una carcajada que por lo visto era constante en su espíritu.

—Son en verdad chismosos, bueno, somos.
—No, yo no, pero a ver, cuenta…

—Yo no voy a apoyar nada, ya sabes que no es mi estilo… pero sí, de que pretenden convencerme, sí pretenden —sorpresivamente se volvió hacia mí y me preguntó—: ¿Les cuento?

Como veo que muchos ya saben, hay un par de vacantes en la Academia Brasileña de las Letras, y hay también un escritor que se muere de ganas por ocupar una de ellas, así que el interesado tuvo la genial idea de invitarme a cenar a su casa.

—Si lo sabe Dios… —dije yo alzando los hombros y con el aplomo de quien no tenía vela en el entierro.
—Que lo sepa el mundo —completó ella, se rió de buena gana, tomó aire y empezó una narración como si fuese uno de sus cuentos:

“Como veo que muchos ya saben, hay un par de vacantes en la Academia Brasileña de las Letras, y hay también un escritor que se muere de ganas por ocupar una de ellas, así que el interesado tuvo la genial idea de invitarme a cenar a su casa, que está en una de las avenidas principales de la ciudad. Allá la gente rica acostumbra hacer eso.

”Cuando llegué a casa de Paulo Coelho, él mismo me abrió la puerta y en todo momento se portó amable y divertido (espero que hayan notado con qué sutileza y elegancia revelé, sin querer, el nombre del cierto escritor) —acotó ante las risas de todos—.

Antes de tocar a la puerta para que me abrieran noté que toda la fachada era de vidrio, pero de afuera hacia adentro no se podía ver nada. Ya cuando estabas adentro la vista de la avenida era espectacular.

”Me sorprendió que lo primero con lo que te topabas a mano derecha, una vez que habías cruzado la puerta, era con la recámara principal. “Me gusta mucho ver desde mi cama el tráfico de la avenida y las luces de los carros, me hipnotiza”. “Pero ¿y el ruido?” “¿Cuál ruido?”, me dijo, y era cierto, no se oía nada.

Y aquí está la sorpresa de la noche, que sus libros, en verdad eran sus libros, es decir, aquel enorme y único librero estaba repleto de los libros que él había escrito, todos sus títulos en todas sus presentaciones, pasta dura y blanda, de lujo y de bolsillo, y las traducciones de ellos a todos los idiomas.

”Acto seguido busqué, como seguramente ustedes también lo harán cuando van a una casa desconocida, los libreros para husmear los títulos, los autores, los gustos de los dueños de la casa, y solamente di con un gran librero situado frente a la cama de la recámara principal. “¿Puedo ver tus libros?”, “¡Claro que sí! Adelante”, casi ordenó orgulloso.

”Y aquí está la sorpresa de la noche, que sus libros, en verdad eran sus libros, es decir, aquel enorme y único librero estaba repleto de los libros que él había escrito, todos sus títulos en todas sus presentaciones, pasta dura y blanda, de lujo y de bolsillo, y las traducciones de ellos a todos los idiomas. “¡Vaya!, sí que son tus libros”, le dije, y nos encaminamos al comedor. La comida olía muy bien y brillaban los cubiertos.”

Ayer murió Nélida Piñón, pero jamás su literatura ni su risa ni su mirada. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas

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