La aplastante victoria de López Obrador redefinirá las líneas tradicionales de la política mexicana como ningún evento electoral lo había hecho en una generación. El PRI y el PAN están sumidos en profundas crisis; el PRD, increíblemente, se asoma a la pérdida del registro. Es la primera vez que un político asociado con la izquierda, así sea de la manera más abstracta, llega a Los Pinos. La voluntad popular de terminar con el neoliberalismo militarizado ha triunfado en las urnas. Eso, por sí solo, es ya un enorme cambio. ¿Qué sigue? ¿Qué podemos esperar de López Obrador presidente?
Hay dos grandes actitudes críticas hacia AMLO. La más común en los medios es la de los viejos comentócratas conservadores que afirman que es un peligro para México; sus seguidores son una horda de resentidos sociales y su presidencia convertirá al país en Venezuela. Enrique Krauze, Roger Bartra y Gabriel Zaid han encarnado versiones de este discurso, en intervenciones cada vez más delirantes. Pero me parece que —dejando espacio para esporádicos ataques de pánico clasemediero— esta crítica tenderá a desvanecerse. Para empezar, es ciega a las dimensiones de la debacle de los dos últimos sexenios y al enojo popular que ha provocado. Ha sido incapaz de explicar por qué esta vez sí AMLO convenció no sólo a millones de mexicanos que antes no habían estado dispuestos a votar por él, sino también a un sector importante de las élites del país. Sus representantes desaparecerán, biológica o políticamente, en el curso del siguiente sexenio; pero en la medida en la que sus fortunas dependen del patrocinio estatal, ya están buscando un acomodamiento con el presidente electo.
La segunda crítica, que se concibe como una crítica de izquierda, tiene una presencia menos concreta en el debate público, pero es fácilmente reconocible. En pocas palabras, dice que hay muchas cosas mal con AMLO, pero que en esta situación concreta había que votar por él como el mal menor. Sí, su alianza con el PES o con Elba Esther es indefendible, pero en su gabinete hay gente honesta, profesional, que sabe cómo hacer las cosas. Sobre todo, encarna el hartazgo de la gente, y en la medida en que su presidencia tenga que responder a ese hartazgo, a esas millones de personas que creen honestamente en él y quieren un cambio, tendrá que hacer cosas distintas, ¡tendrá que hacer algo!
Me temo esta última línea de pensamiento dominará el universo de la crítica–no–crítica a la revolución hecha gobierno. Pero es ingenua y autocomplaciente. La pregunta clave es: ¿qué podemos esperar de seis años de gobierno de López Obrador?
Hay tres grandes temas en los que se condensa el enorme hartazgo con los dos últimos sexenios: la inseguridad, la economía y la corrupción. En otras palabras, la guerra que no para, la brutal desigualdad y el robo a manos llenas. Éstos son, de lejos, los temas más importantes para la gran mayoría de los votantes. Son, en consecuencia, las tres áreas en las que López Obrador se jugará su prestigio. Si aquí no hay cambios profundos, su popularidad se desvanecerá en el aire.
Hay tres grandes temas en los que se condensa el enorme hartazgo con los dos últimos sexenios: la inseguridad, la economía y la corrupción. En otras palabras, la guerra que no para, la brutal desigualdad y el robo a manos llenas.
1. Uno no puede dejar de enfatizar cuán enormemente idiota e ingenua es la idea de que la corrupción se terminará porque el ejemplo cegador de honestidad de AMLO obligará a los funcionarios de los niveles más bajos a ser, también, honestos. Es una muestra del bajo nivel del debate político en México que esto pueda pasar como una explicación real. A esto, y a nombrar a una respetada académica como secretaria de la Función Pública se reduce el plan de AMLO. Pero detrás de esta pifia elevada a estrategia gubernamental se esconde un problema más grave. Y es que López Obrador ha prometido no tocar al presidente ni a ningún miembro del gabinete, y en general no investigar los actos de corrupción del sexenio pasado.
Esta no–estrategia anti–corrupción es, en realidad, la piedra de toque de la política de asimilación de las élites en la que se ha embarcado Morena. Les ha funcionado muy bien: inclinó la balanza para que Peña Nieto echara a la PGR encima de Ricardo Anaya. Pero es una cuestión que va más allá del círculo cercano del presidente. No hay un ayuntamiento en todo el país en el que Morena no se haya aliado con la mafia en el poder: en Guanajuato, los que votaron por AMLO también votaron por un prominente miembro del Yunque para gobernador; en la Miguel Hidalgo, por el jeque de los especuladores inmobiliarios; por dos expresidentes del PAN, entre ellos uno de los arquitectos de la guerra de Calderón; por la mano derecha de Ricardo Salinas para la SEP, y por un empleado de Monsanto para secretario de Medio Ambiente. La lista podría continuar por páginas y páginas. Pero lo importante es captar su significado político: cada empresario y cada priista que saltó a Morena fue un sello más con el que AMLO le aseguró a las élites que no tenían nada de qué preocuparse; que las cosas seguirán como antes. Como garantía, ellas mismas podrán gobernar, como accionistas de la franquicia.
Es posible que Morena no produzca —no en un primer momento por lo menos— casos de corrupción tan grosera como los del PRI. Eso representa un avance, si se quiere. Pero las coordenadas generales del uso oscuro y privado de los recursos públicos, de la colusión entre el poder político y el económico, no cambiarán. El haz de luz moral de López Obrador ya fracasó en iluminar a sus colaboradores en el pasado; no lo hará ahora, cuando el hueso es cien veces más jugoso, y que se permitió entrar por la puerta grande a los artífices de la corrupción del pasado.
2. México es ya el país más desigual de América Latina y uno de los más desiguales del mundo, apenas debajo de Sudáfrica. Los salarios son absurdamente bajos y el sistema fiscal es dolorosamente injusto. AMLO tiene toda la razón en achacarle al neoliberalismo el estancamiento económico. Desde 1982 el crecimiento económico ha sido la mitad del del periodo previo y el ingreso al TLC no sirvió para revertir esta tendencia. En pocas palabras, el experimento de privatización de las empresas públicas e incentivos al capital a través de bajos salarios y bajos impuestos ha fracasado. Pero si en el discurso AMLO acepta todo lo anterior, sus propuestas económicas han dejado de ser distintas. Los críticos —de derecha e izquierda— que creen que Morena representará una ruptura con las grandes líneas de la política económica de los últimos treinta años no han leído su Programa de Nación.
Es posible que Morena no produzca —no en un primer momento por lo menos— casos de corrupción tan grosera como los del PRI. Eso representa un avance, si se quiere. Pero las coordenadas generales del uso oscuro y privado de los recursos públicos, de la colusión entre el poder político y el económico, no cambiarán.
AMLO piensa aumentar anualmente el salario mínimo 3% por encima de la inflación. Es decir, 20 pesos en todo el sexenio. Si todo ese aumento fuera hecho hoy, de un plumazo, el salario mínimo sería de 109 pesos: menos de seis dólares. Seguiría por abajo del de Haití o el de Nicaragua.
Acaso la principal espada de Damocles para la siguiente administración está en la deuda pública, una cuestión que no se tocó en la campaña presidencial, pero que en su primera intervención como presidente electo simbólicamente AMLO prometió pagar puntualmente. El pago de la deuda se lleva 20% más recursos que el presupuesto agregado de la SEP, Salud y Sedesol. Este año el gobierno federal tendrá que pagar 665 mil millones de pesos a sus acreedores, una cantidad ya mayor a la que AMLO promete recuperar de la corrupción. El problema es que aquí los problemas de la deuda y la corrupción se vuelven uno mismo: buena parte de la deuda estatal y municipal fue contratada en situaciones opacas, con intereses altísimos para los banqueros y sin duda con moches para los funcionarios. Banorte y la familia Hank es dueña de una proporción importante de ésta. En su lucha contra la corrupción, ¿AMLO va a revisar esos contratos y declarar una moratoria a la deuda malhabida?
Hay un tercer elemento económico del que sí se ha hablado, y en el que se ven todavía más claramente las credenciales neoliberales de AMLO. Es el Tratado de Libre Comercio. Contra lo que piensan la gran mayoría de economistas, incluyendo a los de Morena, el TLC ha sido un enorme generador de pobreza y de desigualdad. El desempeño de la economía mexicana post–1994 es raquítico, y el modelo de desarrollo basado en venderle autopartes y ventiladores a Estados Unidos tiene buena parte de la culpa. Un estudio reciente de un think tank de Washington acepta este fracaso: desde que entró en vigor el tratado el crecimiento económico mexicano per cápita está entre los cinco peores de América Latina; hay veinte millones más de pobres y los salarios se han estancado.
El aluvión de indicadores macroeconómicos es incontestable. Pero para AMLO y sus economistas “de izquierda” como Esquivel, Urzúa y compañía, terminar con el TLC es anatema. Tienen un sexenio para cuadrar el círculo: cómo reducir la desigualdad sin modificar ni un milímetro sus causas estructurales.
En el comercio exterior se expresa esto con un fuerte tinte de sujeción imperial: México debe profundizar su alianza económica y política con Estados Unidos en contra de China, dice su Programa de Nación. Morena es tan conservador que ni siquiera se aventura a pensar en alejarse un milímetro de la dependencia de Estados Unidos. Lo mismo en su insistencia patológica a no subir los impuestos. El sistema fiscal es extremadamente injusto. El grueso de la imposición recae en las clases bajas —a través de los impuestos indirectos— y en las clases medias, asalariados o pequeños empresarios que pueden pagar hasta un tercio de sus ingresos. AMLO tiene el capital político para rediseñar el sistema fiscal y hacerlo a la vez más justo y más eficiente. Por ahora, sin embargo, tal cosa está descartada.
3. Pejenomics es neoliberalismo. AMLO ya renunció a modificar las causas estructurales de la pobreza y la desigualdad: los bajos salarios, la deuda pública, la dependencia económica de Estados Unidos, un sistema impositivo injusto. Durante la campaña desempacó uno tras otro todos sus regalos a la burguesía. Salvo la educativa, todas las reformas estructurales se mantendrán. La construcción del aeropuerto fue el último gran premio de AMLO a Peña y la estocada final a su base. Pero en cambio sí promete aumentar la ayuda a los ancianos, los estudiantes y los ninis. Ojalá Morena pueda diseñar programas sociales eficientes, al contrario del PRI y el PAN, que robaron a manos llenas del presupuesto de la Sedesol y alteraron los indicadores de pobreza para esconder su fracaso. Pero esto apunta a los límites del proyecto transformador del lopezobradorismo. No busca formar un Estado de bienestar; a lo mucho un estado neoliberal–compensatorio.1 Ante ese sector paranoico que teme que AMLO produzca la venezuelización de México, quizá sea más fructífero pensar que estamos ante la brasilización del país. En otras palabras, el mejor espejo del lopezobradorismo es la marea rosa que se apoderó de buena parte de Sudamérica hace quince años y que ahora se encuentra en retirada continental. Son los Kirchner, Correa y Lula —y no Trump o Le Pen— los hermanos de AMLO.
AMLO ya renunció a modificar las causas estructurales de la pobreza y la desigualdad: los bajos salarios, la deuda pública, la dependencia económica de Estados Unidos, un sistema impositivo injusto. Durante la campaña desempacó uno tras otro todos sus regalos a la burguesía.
¿Cuáles fueron los logros de década y media de gobiernos de centro izquierda en la región? Poco y mucho. Montados en una ola de altos precios de las materias primas, diseñaron políticas asistencialistas inteligentes, aumentaron modestamente el gasto público en salud y educación; introdujeron políticas igualitarias a favor de los indígenas y negros. En la pelea contra la pobreza su balance es considerablemente mejor que el mexicano. Y esto último, por sí solo, es enormemente valioso. Pero el antiguo régimen nunca se fue. A los dos años de haber ganado la elección con 61% de los votos, los cuatro o cinco colaboradores más cercanos de Lula terminaron en la cárcel por sobornar diputados. El organizador de su campaña confesó que ésta se había financiado con donaciones ilegales de bancos y con dinero robado de los sindicatos. Cuando se terminó el boom de las commodities, el PT introdujo con gusto medidas de austeridad brutales: disminuyó los impuestos a las grandes empresas, redujo los salarios y los programas sociales. Durante su gobierno, paradójicamente, Brasil se desindustrializó y su economía surfeó sobre una insostenible expansión del crédito. Hoy los seis hombres más ricos tienen tanto dinero como el 50% más pobre: éste es el mejor índice de la redistribución petista. Dilma dejó la presidencia con índices de aprobación menores a los de Peña Nieto.
“¡De te fabula narratur!” parecen decirle los espectros de la izquierda sudamericana a López Obrador. Pero hay una diferencia. Ésta llegó al poder sobre la base de partidos emanados de enormes movimientos sociales, con decenas o cientos de miles de militantes organizados. La creación de Morena fue, al contrario, la abolición de esta agencia popular. Los simpatizantes críticos del lopezobradorismo que creen que hay un dinámico elemento plebeyo que puede imprimirle un curso radical han leído mal las cosas. La fundación del partido fue ya la traición a sus bases y su reducción a votantes sexenales. Morena está compuesto esencialmente de burócratas pagados, con hueso prometido en el gobierno a partir de diciembre. Una organización piramidal, organizada a partir de vínculos feudo–vasalláticos entre los militantes y el líder. No habrá lucha entre los históricos y los tecnócratas; no habrá tête à tête entre Taibo y Solalinde versus Romo y Torruco. Los Romo ganaron hace mucho. El lopezobradorismo es una versión tardía, más conservadora, más neoliberal y menos popular de la marea rosa latinoamericana. Esperemos un poco menos de corrupción, políticas asistencialistas mejor diseñadas, algo más de dinero para las escuelas, algunas dependencias decentemente administradas: un Estado neoliberal–compensatorio eficiente. A eso se reducirá la transformación de la Cuarta Transformación. ®
1 El término lo tomo del mejor análisis sobre la izquierda latinoamericana, Jeffery Webber, The Last Day of Oppression and the First Day of the Same, Chicago, 2017.