Luis se despedía de sus lectores, de sus amigos, del mundo. El 2 de octubre, poco antes del alba se dio un tiro en el corazón.
“La última y nos vamos”, escribe Luis González de Alba en la línea final del “Aviso” de su libro póstumo Tlatelolco aquella tarde, y su autobiografía procaz se llama Mi último tequila. Luis se despedía de sus lectores, de sus amigos, del mundo. El 2 de octubre, poco antes del alba se dio un tiro en el corazón.
Dos noticias habrían alegrado a ese hombre pleno y cabal: el otorgamiento de la Medalla Belisario Domínguez al trabajador Gonzalo Rivas, y la muerte del dictador Fidel Castro, traidor de su propia revolución.
A la pregunta “¿Te consideras de izquierda?” que le hizo un reportero de la revista Proceso a Canek Sánchez Guevara en 2004, el malogrado escritor y nieto del Che Guevara respondió: “Sí; si ser ‘de izquierda’ implica ante todo cuestionar con fiereza las incoherencias y dislates de la izquierda misma… Y sus excesos, claro. Desafortunadamente, no parece ser un ejercicio grato a las izquierdas… Que la derecha se comporte como derecha es lo normal bajo el sol; que la izquierda adopte, consciente o inconscientemente métodos derechistas, representa un autoatentado que bajo ningún concepto debe permitirse, por la sencilla razón de que nos daña a todos: a la izquierda misma, en primer lugar”.
Algo parecido decía Luis cuando charlábamos de las izquierdas mexicanas y de otros tiempos y latitudes. “Yo no he cambiado”, nos decía, “siempre he estado a favor de la libertad, del respeto, del Estado de derecho. Donde estén ellos, yo estaré a 180 grados”. Además de las numerosas muestras de aprecio y admiración que colmaron los medios y las redes sociales después de su suicidio, Luis recibió en vida y después de su muerte recriminaciones por haber girado “a la derecha” de pseudocríticos empalagados con un izquierdismo que ve en López Obrador o en Marcos —o en ellos dos— la salvación de México de las fauces del neoliberalismo feroz, y en no pocos casos incondicionales del totalitarismo tropical. Una izquierda estatista y nacional–revolucionaria que se ha equivocado en todo: desde la Unión Soviética hasta Nicaragua y Venezuela.
Luis González de Alba nunca necesitó al Estado para escribir ni para hacer negocios, ya se tratara de importar vinos griegos o de abrir restaurantes y bares gay, mucho menos para escribir sus libros —vivía en el error, diría “el Tlacuache” Garizurieta. Fue el Estado, paradójicamente, el que se encargó de entorpecer con sus aduanas y permisos —o falta de éstos— los empeños de Luis por crear espacios de hedonismo y libertad para los homosexuales. Lugares, por cierto, donde se regalaban condones y se difundían campañas para prevenir el sida.
Las diferencias de Luis con la izquierda mexicana empezaron pronto. En 1984 se fundaría el diario La Jornada y Luis tendría allí una columna. En la primera, para el número cero del periódico, decidió escribir sobre la edición nacional de una célebre revista erótica: “La edición mexicana de Playboy agotó en pocos días su primer número: 150 mil ejemplares, y su precio alcanzó en el mercado negro los dos mil pesos. La mochería, tanto la tradicional como la roja, está escandalizada e implora ¡también la roja! al gobierno renovación moral. Ver para creer…” “Empecé mal y acabé mal”, escribe en “Mi pleito con la izquierda” y sigue: “Cuando las videocaseteras nos permiten disfrutar de verdadera pornografía, bien hecha, con magníficos ejemplares humanos, con acción potentemente iluminada hasta sus más lúbricos detalles, ¿a alguien le importa una revista que ni siquiera publica actos sexuales? Parece que sí: un dirigente y tótem de mi partido, el PSUM, hace públicos llamados al presidente de la República para que la renovación moral pase a significar lo que algunos temíamos que significara: lavativas espirituales y no el combate contra la corrupción…” [Nexos, 1 de octubre de 2010].
González de Alba nunca necesitó al Estado para escribir ni para hacer negocios, ya se tratara de importar vinos griegos o de abrir restaurantes y bares gay, mucho menos para escribir sus libros —vivía en el error, diría “el Tlacuache” Garizurieta. Fue el Estado, paradójicamente, el que se encargó de entorpecer con sus aduanas y permisos —o falta de éstos— los empeños de Luis por crear espacios de hedonismo y libertad para los homosexuales.
Otra muestra de la cerrazón de esa izquierda afloró cuando Luis publicó en el mismo diario el artículo “Diferencias sexuales del cerebro”. Dice Luis: “Hoy es un lugar común, pero hace 25 años era un tema escandaloso, de machos, de misóginos depravados que veían diferencias en donde el Catecismo feminista decía: la mujer no nace, se hace. Alud de cartas de quienes no habían siquiera leído la nota y el solo título les resultaba abominable”. Una tercera diferencia fue la conocida polémica que se desató cuando Luis le pidió a Elena Poniatowska las muy necesarias precisiones a su libro La noche de Tlatelolco, primero en su columna de La Jornada y después por la vía legal. En un arranque de ira Carlos Monsiváis le exigió a la directora vitalicia, Carmen Lira, la expulsión del autor de “La ciencia en la calle”. Unos días después de la muerte de Luis una falsamente ingenua Poniatowska mentiría a los medios: “Luis González de Alba me persiguió con una saña espantosa”.
Fue la crítica constante y sistemática del candidato populista y conservador Andrés Manuel López Obrador a la presidencia en 2006 lo que detonó la furia de los que desde entonces creen que el tabasqueño es la solución a todos los males que aquejan al país. La izquierda había dejado de ser izquierda y se convertía en una farsa.
Después de la crítica a López Obrador siguieron otras que pueden leerse en ese largo artículo sobre sus divergencias con la izquierda. Otra fuente de animadversión contra Luis fue su insistencia en la aclaración de hechos fundamentales del movimiento de 1968, particularmente lo que sucedió la tarde del 2 de octubre. Un acontecimiento que narra con detalle en Tlatelolco aquella tarde y que desmiente a quienes no atestiguaron los hechos. “Carlos Monsiváis, que sí participó en marchas y mítines, así como en la Asamblea de Intelectuales y Artistas, escribió una buena crónica de la manifestación silenciosa. Pero luego, en libro conjunto con Julio Scherer asienta que los hechos de Tlatelolco el 2 de octubre demuestran la perfecta sincronización de las fuerzas represivas.
”Demuestran exactamente lo contrario. Monsiváis no estuvo allí, y lo que vimos quienes allí fuimos detenidos, en particular los detenidos en el tercer piso del edificio Chihuahua es, sin duda, lo contrario: la absoluta desorganización, la falta de mandos, la enorme confusión entre los primeros agresores, de civil, y la tropa regular, de verde”.
El mayor compromiso de Luis fue con la verdad, aunque eso no les guste a los que prefieren creer la suya y nada más. ®
—Una versión de este texto se publicó en el suplemento Filias del diario Milenio el sábado 3 de diciembre de 2016.