Luz abisal

Vigilancias: poemas y canciones, de Víctor Palomo

Mientras las decenas de ejemplares dispuestos en cruz sobre la vieja pared de adobe de aquel patio ardían contra la noche como libélulas encendidas, Víctor empezó a leer…

Éste es el amor que canta y se dispara en la boca.
¿De qué está hecho el amor? ¿De qué está hecha la vida?

I

A principios de los noventa, en nuestra ciudad sucedió un hecho que, hasta donde sé, al menos en Coahuila, nunca había pasado ni ha vuelto a ocurrir.

El poeta y un gato negro. Cortesía del autor.

El poeta y un gato negro. Cortesía del autor.

En el extinto Café Bagdad, en un evento público, Víctor Palomo quemó el tiraje sin distribuir de Espectáculo circense dentro de un ataúd de hierro, su primer libro de poemas.

El acto había sido pensado como una protesta radical debido a la pésima labor de edición por parte de la instancia pública encargada de su publicación, que entregó al autor libros que se despegaban, mal impresos, con una nula labor de corrección, partes faltantes y hasta los folios intercambiados.

Días antes, enterados de la inminente decisión del autor, los editores enviaron un propio hasta un café para convencerlo de que desistiera en su afán: “Es lo que hacían los nazis”, le dijeron.
Los amigos, los consejos, las advertencias no cambiaron nada.
El acto, tan temido como esperado, llegó.
Todo hubiera quedado en el berrinche chisporroteante de un escritor veinteañero de no ser por lo que pasó después.
Mientras las decenas de ejemplares dispuestos en cruz sobre la vieja pared de adobe de aquel patio ardían contra la noche como libélulas encendidas, Víctor, el mismo que hace unos días me dijo: “Había un poema que me gustaba: ‘Cancioncita submarina de un niño y una niña que se quieren mucho’, otro ‘La catedral bajo sus aguas’, otro dedicado a Nureyev, que no recuerdo cómo se llama”… El que también recuerda: “Cuando vivíamos en Monterrey: a los cinco o seis años (antes de primaria, seguro): estuve a punto de quedar en un pozo de la Presa de La Boca.

”Un viejo de por ahí, de una cabaña como las de las portadas del Tío Tom, me sacó: después de que lo habían intentado mis tíos, dos primos… que ya se andaba ahogando.
”Ese recuerdo del agua y la sensación… no se me van a poder olvidar nunca.
”Fue un instante y fue para siempre”…

Como decía, aquella noche de principios de los noventa, mientras todos sus libros ardían, Víctor, empezó a leer.
Y fue ahí donde todo cambió.
El acto tomó otra atmósfera y otro significado.
El fuego fue otro.
Los textos que se perdieron para siempre y no.
Yo creo que así fue como Víctor Palomo ingresó en la poesía.
O más bien, así ingresó la poesía en Víctor.
O quizá antes.
Ya habían llegado atisbos, relámpagos:

1. Las viejas publicaciones de Novelas inmortales, que en su última página incluían un poema.
2. De niño en Monterrey, persiguiendo un desfile de luchadores, mirando con pasmo a un enmascarado sin nombre con efigie como de robot.

3. El circo, los elefantes, el tigre, la muerte.

4. Un desfile de ataúdes, muertos familiares: “el (shock) de los ataúdes. No todos son de metal: hay uno azul, de esos como de terciopelo con tiritas: pero no sé quién está ahí (no recuerdo). Sólo el ataúd. Azul relámpago”.

5. Un amigo que le regaló Demian.

6. La electricidad. Un taller de bobinado de motores, en León.

7. Tres libros, dos ajenos y uno propio: Ataúdes tallados a mano y Así hablaba Zaratustra. El propio: Poesía en movimiento.

8. El poema “Ante un cadáver”, que, recitado de memoria, en la prepa nocturna, pese a las faltas y retrasos, lo hizo exentar la materia de literatura.

II

Pero vayamos a este libro, un regreso que esperábamos desde su Cartas de amor a la señorita Frankenstein, ese clásico de la poesía coahuilense del que ya urge una reedición.
Éste es un libro del exilio.
Éste es un libro sobre el exilio. El exilio exterior y el exilio interior.
Un exilio inmóvil.
“Todas las ciudades son iguales. En cada una alguien acaba de llegar, otro que acaba de marcharse.”
Éstas son páginas donde Jacques Brel y Ted Hughes son los dioses tutelares.
Éste también es un libro donde se está desbarrancando siempre la poesía y el auto del arquitecto José Carlos Becerra en las costas de Italia.

Poemas y canciones...

Poemas y canciones…

Como los ecos del Eclesiastés y Vallejo en José Alfredo, también el canto de Víctor es una corriente crecida donde nadan muertos y vivos poetas de todos los tiempos: bracean entre olas de fuego Ginsberg y Gorostiza, Velarde el flaneur, Bonifaz Nuño herido y enternecido, Roque Dalton jocoso e iracundo. Ese Río podría ser El Lenguaje. O El Tiempo. Ese Médico Asesino. Como Jaime Reyes, como Tomás Méndez, la voz que desgrana las palabras es la del cronista que enuncia la caída, el memorioso contable de la soledad y el vértigo.
Pero también un libro de poemas que se lee como una película: “Al filo de una butaca enlodados por la imagen de la mujer del carnicero corriendo bajo la lluvia”.
Como Efraín Huerta, como Ricardo Castillo, Palomo ha entendido a La Ciudad como una Maquinaria de Demolición de Las Almas, pero también como un Nido Espiritual donde el hombre se reinventa al nombrarse, donde las cicatrices se suceden como las preguntas, los terremotos y los amores.

Pero, como su nombre lo declara, más que diario de vigilias, cancionero de la noche, poemas y canciones es un manifiesto filosófico:

La escritura es sospechosa. Como ya dijo Derrida, para la tradición es el habla y no la escritura lo que está en conexión directa con el significado, y la presencia de dos hablantes “en vivo” hace posible que ambos se comuniquen la verdad. El habla está directamente conectada con la posibilidad de que la verdad se haga presente. En cambio, lo que se escribe puede diferirse, es decir, alguien tomaría la palabra escrita y la desplazará hacia otro lugar, y esto la convierte, virtualmente, en una marca que no tiene una relación esencial con quien la produjo.

La escritura nunca está en un lugar fijo, sino que se desplaza, se mueve, se puede volver a lo escrito, y en ese volver se puede actualizar. En la poesía de Víctor, ese primigenio latido que la alentó se conserva, pero no se conserva fijo ni estable porque su lectura puede efectuar siempre un gesto de reinvención a través de su lectura. O su destrucción.
Como quemar un libro.
Porque decir es revelar: poder alumbrar–iluminar–mostrar “algo” con lo que se dice y con eso que dice, poder atravesar al otro, al tiempo que el poeta se deja atravesar por la palabra del otro.
Como un duelo de arqueros en la oscuridad. Un duelo con flechas de fuego.
“Cada ciudad es un arco tensado: una flecha que envenenada vendrá a caer sobre nosotros en la pálida batalla.”
La poesía que me interesa es aquella que se plantea más que como un mero juego verbal, como un sonido luminiscente, como si de ellas emanara una luz. El tema de la luz, de lo visible, del “hacer ver” es un aspecto que Deleuze encontraba en Foucault para explicar el saber: todo saber apunta a mostrar algo, a visibilizar algo. Las palabras que articulan un saber iluminan, por lo tanto: la poesía de Víctor es una voz que se hunde en la oscuridad, pero que evita el regodeo en la oscuridad, en la opacidad.
Un diálogo y un extravío a través de la urbe de la mano de Apolo y Dionisio.
Una vigilia con ojeras del color de las auroras.
Una canción hecha con el brillo del sol como un cuchillo, plumas, sangre, puñados de lluvia, pedazos de noche, es decir con lo que está hecho el amor, con lo que está hecha la vida. ®

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Publicado en: Libros y autores

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