La creación de Matthew Weiner, ganadora de tres premios Emmy y nueve Globos de Oro, revisa y cuestiona la forma de vida estadounidense a mediados del siglo XX.
En uno de los primeros capítulos de Mad Men —abreviatura con la que se autodesignaron los agresivos publicistas de la neoyorquina Madison Avenue en los años sesenta— Peggy Olson, chica nueva en la oficina, demuestra cierta brillantez a la hora de solventar un problema creativo en la campaña que dirige su jefe. Los trajeados publicistas, todos ellos borrachos, adeptos a Lucky Strike y pioneros en el arte del acoso sexual en el trabajo, comentan: “Es como ver a un perro tocando el piano”. Esta frase resume a la perfección uno de los temas centrales de la serie, cómo hace apenas medio siglo la conjunción “mujer” e “intelecto” se consideraba un exotismo. En Mad Men los hombres son el desafortunado producto de una transición compleja, están en un punto intermedio entre dos épocas: cincuenta años atrás aún se vislumbran los residuos del paraíso de civilidad y constricción que retratan las novelas de Henry James; cincuenta años más tarde, les espera la América del presente: Hillary Clinton de vicepresidenta, desayunos de oración en los que se conjuga la fe cristiana con la defensa de los derechos homosexuales. Los Mad Men, a caballo entre estos dos mundos, recogen las características más decadentes de ambos polos cronológicos. Si esta serie, ya considerada de culto, tiene algún mérito, es su capacidad para hechizarnos sin que haya un solo personaje capaz de inspirar nuestra empatía. Y es que estos estadounidenses acomodados de los sesenta nos parecen alienígenas. Son la cara menos conocida de una época; no viven la realidad de Bob Dylan o Janis Joplin. Combinan el machismo patriarcal del XIX con las maneras abusivas del nuevo capitalismo salvaje. Al mismo tiempo se quitan respetuosamente el sombrero frente a las damas a las que acosan verbalmente como si fueran prostitutas callejeras. Los clichés misóginos medievales al más puro estilo del Roman de la Rose cambian de forma, pero no de raíz. Como sostiene Pete Campbell en uno de los capítulos de la primera temporada, las mujeres estadounidenses son Jacqueline Kennedy o Marilyn Monroe; esposas o putas, sin punto intermedio. Por ello es significativa la gran conmoción que ocasiona el suicidio-asesinato de Marilyn entre las secretarias de la agencia de publicidad. Joan, la voluptuosa representante de este extremo del cliché, no contiene las lágrimas ante el triste destino de quien encarnara en la vida pública su mismo rol social, una etiqueta que resulta tan determinante e inamovible en Hollywood como en las oficinas de Madison Avenue.
Al igual que Lost hace evidentes sus guiños hacia la filosofía del XVIII, Mad Men no deja pasar la oportunidad de establecer un paralelismo literario. En este caso se trata de Faulkner, concretamente de El ruido y la furia. Esta referencia tiene lugar en el capítulo 11 de la segunda temporada; un capítulo, por cierto, que los guionistas se esfuerzan mucho en hacernos considerar un punto de inflexión. Se articula en torno al cambio: cambio en el peinado de Peggy, en las convenciones machistas de la oficina cuando uno de los compañeros reconoce abiertamente su homosexualidad y en el concierto de Bob Dylan, que llega a la ciudad, un concierto en el que, probablemente, se cantaría aquello de Times they are a’ changing. En este capítulo Don conoce a una joven francesa que lee a Faulkner y emigra junto a su familia, cual nómadas por Estados Unidos, debido a un caso de fraude fiscal. Aferrándose al tópico del europeo libertino, esta dama simboliza el mundo libre que transcurre en paralelo, aunque sin rozarse, con la vida en Madison Avenue. Sumergidos en la piscina, la francesita haciendo topless sin tapujos, Don Draper reflexiona mientras contempla su whisky, servido en un tosco vaso de cristal gordo y sabemos que él es Benjy Compson, el idiota de la novela, y que su linaje, como pronostica Faulkner, está en irremediable decadencia. La esposa disfrazada de Grace Kelly, la sirvienta negra, el exotismo de la cerveza Heineken o el intelecto de la mujer cual perro pianista; todo ello pertenece al mundo de los Mad Men y todo ello, al igual que el imperio Compson en la novela de Faulkner, es ya un pasado que decae, la última carrera del pollo decapitado; pura inercia.
No dejen de ver esta serie que, al estilo HBO, intenta llevar lo mejor del cine a la pequeña pantalla. Está producida por Lionsgate televisión y se emite en México por Fox: next con un reparto que incluye a John Hamm, Elisabeth Moss y Christina Hendricks. ®
Fernanda Lopez
Es buenísima esta serie, estoy viendo la nueva temporada que pasan ahorita y no me deja de gustar! Mad Men es un must-see para todos los aficionados a las series y el cine.