Hay cantinas que son aún, venturosamente, lugares de hombres solos, propicias para la introspección y para el análisis profundo de la sociedad y de sus desiguales personajes. Refugio indispensable en una ciudad gris y hostil como Irapuato.
I
Entra a la “Dos Arroyos” y ocupa la primera silla que se encuentra. Sin que la pida, el cantinero le pone una caguama enfrente. Bebe con una determinación casi violenta de tan desesperada. Vacía la mitad y como una extensión de su puño azota la botella contra la mesa.
Una cuerda le rodea el cuello y su tarjeta de identificación laboral se balancea a la altura del corazón a manera de péndulo. Se lee “Martín” con grandes letras negras y abajo, más pequeño y de azul, el nombre de una fábrica de fresas congeladas. Entre ambas palabras, a color y de tamaño pasaporte, un retrato de Martín joven: Sin sonrisa; el cabello negro relamido; la mirada fija en la cámara, fría pero insegura, con algo de miedo y algo de duda, como si tuviera muchas preguntas.
II
La fotografía se la tomó en 1994. Tenía veintitrés. Su plan era dejar Irapuato. Con esa idea tomó el trabajo: ganar dinero y escapar de su ciudad natal. ¿Por qué se quedó? Martín no podría explicarlo. Supone que el tiempo se lo fue tragando y ya le dio igual. Si el tiempo traga, ¿el lugar qué más da?, y ésa es su única respuesta.
No tiene energía para seguir pensando en eso. Al final, su vida está ahí y hay constancia: veinte años con un mismo trabajo, diecisiete en la misma casa y toda su vida en Irapuato. ¿De dónde proviene su resignación? Sus amigos creen que de la sabiduría pero su esposa dice que no, que en realidad es una resignación cobarde.
Su esposa se llama Laura. La conoció en la fábrica de fresas congeladas. Ella era secretaria. No tuvieron hijos. Lo hablaron durante los primeros años de su matrimonio. Decidieron esperar a tener más dinero. Querían con todas sus fuerzas que su amor funcionara pero se fue desgastando a pesar de los esfuerzos.
La ruptura fue evidente en el sexo. Iban al placer desde posiciones distintas. Ella con la ilusión de una familia; él con lúbricas fantasías. Pasó el tiempo y nunca llegó el dinero. Los orgasmos se volvieron inciertos, pues ya los buscaban deseando cosas del otro que no iban a obtener: para Laura no llegarían los hijos y para Martín su esposa nunca tendría las tetas más grandes ni lo iba a despertar con una mamada.
Ella pensó en el divorcio. Lo pensó mejor. Limpio, ordenado, cumplido en el trabajo, respetuoso y capaz de unos omelettes con hongos deliciosos, Martín no era un mal hombre. Laura se quedó con él pero sin ninguna ilusión.
Era la primera mujer que no fue madre en la historia de su familia. También la primera que tuvo independencia financiera. En el 2000 renunció a la fábrica de fresas congeladas y abrió la estética “Acuario” en el centro de Irapuato. Aún sigue abierta: “14 años de experiencia”, presume un cartel en la entrada del localito que ocupa en el centro de la ciudad. Catorce años lleva Laura de ser su propia jefa. Su éxito disminuye a Martín. Así es como él se siente: menos que ella.
III
Escucho a Mahler al fondo, en la mesa del rincón junto al baño, y sólo ahora que el cantinero le lleva su segunda caguama Martín parece darse cuenta. Me mira y luego mira la computadora por donde sale la música. Me vuelve a mirar y levanta hacia mí su cerveza. Levanto hacia él la mía. Un brindis sin palabras y bebemos en silencio. Hay otro cliente. Ocupa la mesa más cercana a la barra. Lleva sombrero y botas con punta de acero. Es delgado y suda; a la altura de las axilas su playera blanca que le queda grande está mojada.
Tiene la frente apoyada sobre la palma de la mano izquierda. Una calvicie prematura (tendrá como treinta) le está comiendo el centro de su cabellera café miel de maple. Lo rodean seis caguamas vacías y levanta la mano derecha para pedir la séptima. El cantinero se la lleva, “Aquí tienes, mi Rigo”.
IV
Nunca le gustó su nombre completo: Rigoberto; demasiado largo y le sonaba como un Alberto afeado. Hijo único de un contador y la recepcionista del hotel más caro de Celaya. Su mamá murió en un accidente de coche cuando Rigo tenía siete.
Del funeral recuerda haber preguntado por el ataúd y alguien le explicó que no era necesario porque el cuerpo había sido quemado. Su papá guardó las cenizas en un florero de barro que puso a lo alto de un librero de la sala.
No se sintió huérfano hasta que entró a la secundaria. Le comenzó a molestar que su papá llevara mujeres a la casa, algo que hasta entonces había aceptado con naturalidad. Se volvió silencioso y esquivo; no de una manera tímida: en su quietud había sombras violentas, algo semejante al acecho.
A los dieciséis dejó su casa y la escuela. El papá de su mejor amigo tenía una vinatería. Rigo entró como vendedor y rentó un cuartito a las afueras de la ciudad. Resultó un vendedor extraordinario. Recitaba de memoria marcas y su elocuencia al exponer las bondades de los alcoholes resultaba encantadora. Consiguió la anuencia del jefe para regalar algo (un cuarto de queso ranchero, sal de gusano o una bolsita de almendras) a los clientes frecuentes e introdujo al negocio dinámicas como “El mejor bebedor del mes”, cuyo ganador recibía una botella de seis litros de tequila blanco.
Jazmín le compraba seguido ron y cerveza para el señor de la casa donde trabajaba como empleada doméstica. A Rigo le gustó y quiso ser coqueto. Enterneció a Jazmín con su torpeza. Ella se hizo del dominio absoluto de la relación. Determinaba dónde se veían, por cuánto tiempo y qué hacían.
Las cosas cambiaron con el sexo. Jazmín perdió el control. Imaginar que su novio podía cogerse a otra la ponía loca. Sentirse celado le dio confianza a Rigo y a veces se mostraba distante con el único objeto de que ella le rogara. Le encantaba la sensación de sentirse deseado. Hasta que Jazmín no pudo más y lo engañó sobre sus días fértiles para quedar embarazada.
Rigo juntó el dinero y consiguió al doctor para el aborto. Ella se negó y él tuvo que escaparse de Celaya cuando un amigo lo previno sobre las intenciones del papá de Jazmín de obligarlo, pistola en mano, a casarse con su hija.
Llegó a Irapuato con las señas vagas de una prima lejana. No dio con ella pero consiguió trabajo como velador de una imprenta. Ya lleva dos años. Abre y cierra la puerta en las madrugadas cuando llegan los camiones. Ayuda a descargar las torres de papel. Es mucho su tiempo libre. Lee periódicos deportivos, bebe café con aguardiente y les enseña trucos a los perros guardianes, cosas simples: levantar la patita y hacerse los muertos.
V
Cuando entré a la “Dos Arroyos”, hace una hora, Rigo ya estaba ahí. Me senté, saqué mi computadora y puse a Mahler, el compositor más obsesionado con la muerte en la historia de la música (enterró a su hija Putzi y, de sus catorce hermanos, ocho murieron niños y uno se suicidó adolescente). Su Tercera sinfonía.
“¿Y ora?”, Rigo me volteó a ver desconcertado. “Son ocho cornos anunciando al unísono el verano y que el dios Pan ha llegado y, como siempre, está ávido de sexo”. Rigo sonrió y dijo “Ta bueno, nomás no lo pongas muy alto”.
VI
Irapuato es uno de los últimos bastiones de la ultraderecha mexicana. La vida en la ciudad está encerrada en una estructura vertical de tres capas. Una alta muy delgada, otra baja bien nutrida y a la mitad una interminable y confusa masa. Las cosas están hechas para que en la que se nace también se muera. Nadie sube y nadie baja. Así ha sido siempre. Es una organización político–religiosa que fomenta el racismo, la discriminación, el miedo y la envidia.
El odio es hereditario, rueda entre las generaciones. Un odio seco y antiguo. El rico odia al pobre y el pobre odia al rico; el odio de la clase media resulta tan ambiguo que se dirige hacia sí misma. Todos están en permanente alerta, listos para atacar o defenderse. Es gente que puede oler el odio ajeno. El instinto de conservación los mantiene alejados; saben que se despedazarían de mezclarse demasiado.
Los ricos de Irapuato tienen fraccionamientos herméticos; pueblos propios amurallados con guardaespaldas y cables electrificados; se casan entre ellos; los hijos se vuelven directores de la fábrica del padre y los puestos políticos pasan a la descendencia sin mayor trámite.
Los pobres viven en barrios abiertos, de casas a medio construir, mercados los fines de semana y callecitas versadas en fiestas con peleas de gallos, procesiones, cohetes y música ranchera que a veces comienzan al final del viernes y terminan el martes por la mañana.
La clase media es fantasmal de tan incierta. Ubicua e indefinida. Está en todas partes pero no deja una huella concreta. Habita variadísimo tipo de viviendas, desde pequeños cuartos en edificios Infonavit hasta casas con tres recámaras y sendos baños completos. ¿A qué se dedican? Proyectan construcciones, diseñan interiores, administran restaurantes, venden seguros, atienden mostradores, hablan con proveedores, hacen relaciones públicas o manejan taxis. Su fuerza laboral es amplia y de un poder brutal. Unida podría ser dinámica, y creadora. Pero carece de un ideal común por el cual luchar. Ni siquiera ha encontrado el paliativo de un espejismo. La clase media irapuatense se hizo vieja sin encontrar una dirección y por lo tanto ha crecido amarga.
La vida en Irapuato es una tristeza negra que puede leerse en la arquitectura. Bien podría ser una ciudad de la Revolución industrial. Chimeneas y muros. Faltan teatros y jardines. Es una convivencia del encierro que se concentra en el único lugar donde ricos, pobres y clasemedieros se encuentran: la Catedral, cuyo aspecto no podría ser más desolador: gris y blanca, con una única torre que se alza huérfana, incapaz de transmitir esperanza.
VII
La “Dos Arroyos” es pequeña (del tamaño del área chica en un campo de futbol) y no hay televisión. Las mesas de plástico blancas están llenas de agujeros hechos por cigarros olvidados. Se barre lo necesario. No está puerca pero sí lo suficientemente sucia para que no atraiga a grupos que quieran divertirse.
Aquí los hombres vienen solos y beben sin palabras, concentrados en su interior, en lo que sienten cuando el alcohol se los va llevando. A menos de que sean prostitutas, no entran mujeres. Y ésta es una regla inviolable.
Escucho a Mahler y pienso en él. Recuerdo esa espeluznante carta que le escribió a su esposa Alma: “Lo que tú eres para mí es: MI MUJER… tenemos que ser uno en nuestro amor, pero, ¿en las ideas?, ¡Alma mía!, ¿dónde están tus ideas?… tú tienes que ser como yo lo necesito si queremos ser felices… ¿quieres componer?, ¿por placer o para aumentar los tesoros de la humanidad?.. el que compone soy yo y a partir de hoy tú también tienes un trabajo: ¡hacerme feliz!.. la configuración de tu vida futura, en todos sus detalles, ha de depender íntegramente de mis necesidades”.
Una idea rara: estas palabras, sin parangón en la historia del machismo, grafiteadas en las paredes de la “Dos Arroyos” lucirían no sólo adecuadas sino naturales, como si Mahler las hubiera escrito en una cantina de Irapuato.
VIII
Si algo une a la sociedad irapuatense es la certeza de que las cantinas son los lugares más peligrosos de la ciudad. Están asociadas con hombres derrotados y se les ve desde un desprecio generalizado que se combina con el asco. Pero es un terror espiritual antes que físico. El miedo no es a la inseguridad, sino a lo que pueda pasar en el interior de hombres solos, uno al lado de otro, a merced de sus pensamientos.
Dentro de una cantina Irapuato no parece Irapuato. Rigidez y normas desaparecen. Ya nada es como es afuera. Sentado con la única compañía de su cerveza, la necesidad de pretender se disuelve en un hombre.
El objeto inicial de beber puede ser tranquilizar los nervios únicamente. El hombre da sorbos, permanece inmóvil; a veces cruza una pierna; se levanta a mear y regresa. Pero en estas circunstancias el acto de emborracharse representa una introspección profunda que promueve movimiento íntimo y la vida acude de forma natural a la imaginación para soportar la soledad.
En estas cantinas la existencia se desprende de las calles y sus leyes. Recuerdos, ilusiones y planes: se comienza a avanzar por el tiempo a través de las ideas. El hombre pierde consistencia; se borra su historia, se borran sus méritos, y es únicamente todo aquello que es capaz de imaginar.
En cada jornada en una cantina de Irapuato late la posibilidad de que un hombre que imagina conecte con otro hombre que imagina y sus imaginaciones se junten para proyectarse hacia la realidad. Como en Irapuato esa realidad contiene trabajos mal pagados, racismo, discriminación y un gobierno corrupto y nepotista, las proyecciones adquieren tonos de transformación violencia y radical.
Soldados revolucionarios que pelearon contra Díaz; jóvenes indignados que se aliaron contra Ordaz y Echeverría; estudiantes que reclamaron con una huelga de hambre el fraude de Salinas. Todos los hombres rebeldes en la historia de Irapuato han encontrado sus razones por las cuales luchar (y la valentía de matar o morir en defensa de sus ideas) dentro de una cantina.
El gobierno local lleva más de un siglo espiándolas. El último peligro sucedió en 2006, con los pocos lopezobradoristas, no más de 150, que con palos, piedras, y el dolor de una sospechosa derrota, amenazaron con tomar el Palacio de Gobierno.
Desde entonces, las cantinas de Irapuato han estado dormidas. Los bebedores llevan casi diez años sin hablar de política. Su imaginación está fatigada de una historia que parece destinada a ser siempre la misma. Por eso ahora sus ideas evitan la ilusión. Y si son ideas tristes y esquivas, ¿para qué compartirlas?
La vida imaginativa de las cantinas de Irapuato es ahora tal vez la más solitaria de todos los tiempos. En realidad ya nadie habla con nadie. Se van en silencio las horas de la tarde (las cantinas abren temprano, como a las 10, y cierran antes de las 12) y se hace de noche sin conversaciones.
IX
Mahler era tirano y muy macho, pero también miope y nervioso hasta la enfermedad. En presencia de desconocidos comenzaba a azotar el pie contra el piso como un caballo incómodo y cuando tenía cerca una botella de vino le arrancaba la etiqueta y hacía una bolita.
Su revolución musical fue de planteamiento, no de lenguaje. Siguió en la tonalidad, bajo el imperio de la melodía, pero convirtió el hecho sinfónico en un mundo que todo lo abarca y todo contiene: grandes proezas y valses fútiles; cantos a la tierra y sueños celestiales; trágicas premoniciones y bailes de máscaras; recuerdos atormentadores y juramentos sin sustancia; extáticas risotadas y amores más allá de la muerte; destrucción y resurrecciones; dudas indescifrables y chismorreos; dicha cotidiana y paseos a caballo; retozo inocente y dolores milenarios.
De principio a fin, el arte de Mahler es esta misma narración épica (planteada bajo los mismos lenguajes, sobre los mismos conceptos) de íntimos contrastes. Su música nunca entró en crisis. La historia de su corazón es completamente distinta.
X
Martín bebe una tercera caguama. Los tragos se han vuelto rápidos. Ya no hay violencia en sus movimientos. Con las dos manos sujeta la botella y la empina demasiado. Su cara queda paralela al techo. Resulta exagerado. Un exceso de precaución que hace pensar en un bebé y su biberón.
Está de cara hacia la puerta cerrada de la cantina. Es batiente, de esas con dos partes que se abren de par en par cuando alguien las empuja. Hoy se ha abierto cuatro veces. Son las siete. Tiempo incierto de viento manso y luz blanca que no se define si es final de la tarde o principio de la noche.
Enfrente de la cantina se ve una refaccionaria con llantas y espejos en la entrada. Muy cerca hay una secundaria vespertina. Hace dos años una alumna de catorce años acusó al prefecto de haberla violado. Se armó un escándalo. Durante cuatro días el asunto ocupó las primeras planas. Familiares de ella entraron a la escuela por la fuerza para linchar al hombre. No lo encontraron.
Atrás de la secundaria, al lado de una pequeña iglesia, está la única cancha de futbol con pasto artificial de Irapuato. Es de los pocos lugares en Guanajuato donde siguen jugando equipos de once. Se dice que de ahí surgió el “Gallito” Vázquez.
Martín mira la puerta cerrada de la cantina. Vive a cinco minutos caminando, en contraesquina de la Iglesia. Para llegar a su casa pasa por la secundaria y por la cancha. Nunca le ha interesado el futbol demasiado. Ahora bebe. Uno tras otro, tres tragos rápidos.
De pronto aparecen unos zapatos de tacón debajo de la puerta. Martín se descuelga rápidamente el gafete que lo muestra a los 23 años y se lo guarda en la bolsa del pantalón.
Una mujer entra.
XI
La Tercera de Mahler, que estrenó justo después de haberse casado con Alma, ocupa el lugar de en medio en una trilogía de sinfonías corales. En la Segunda resucita un héroe enterrado que encuentra el paraíso en la Cuarta. Entonces esta Tercera es la vida del héroe en la tierra. Se divide en seis movimientos donde se habla del verano, las flores y los animales; de noche, eternidad y pena. Hay un solo de trombón y una contralto que canta frases del Zaratustra de Nietzsche; tres interludios para trompeta fuera de escena y un coro de niños que imita el sonido de las campanas matinales.
XII
Gloria llegó a Irapuato a los trece años proveniente de Aguas Buenas, su tierra natal en el municipio de Silao, Guanajuato. Siguió los pasos de su hermana Carolina, tres años más grande: dejar el pueblito aún niña para trabajar de sirvienta en una casa de ricos en alguna ciudad del estado (que para Carolina fue León).
Un empleo con raíces en el esclavismo. Sin contrato, aguinaldo, prestaciones ni seguros social o médico. Por trabajar quince horas diarias (de seis de la mañana a nueve de la noche) de lunes a sábado recibía dos mil pesos al mes y un cuarto con su propio baño en el sótano. Si un domingo, su día de descanso, se le ocurría estar en la casa, igual le encargaban algo de urgencia: que lavara el uniforme de futbol del niño o se hiciera algo para la cena.
A Gloria le tocaron los Cota: Santiago, Marcela y Santiaguito. El señor dirigía las ventas de una empresa que exportaba plástico y tenía acciones en un periódico local. Ella decía ser ama de casa pero en la casa no tenía nada que hacer y pasaba las mañanas tomando café con amigas, en el spinning o comprando cosas. El hijo era seis años menor que Gloria.
Como en El laberinto de la soledad, una escena parecida: Estaba trapeando el piso afuera de los cuartos y el señor Santiago preguntó: “¿Quién está ahí?”, y Gloria se escuchó a sí misma responder: “Nadie, señor, soy yo”.
Había desaparecido y no se dio cuenta cómo. Su nulidad era absoluta. Para los hombres de la casa simplemente no existía, y la señora Marcela le dictaba órdenes como a una máquina; mandatos sin vínculo humano, ni siquiera acompañados de un cruce de mirada.
Además estaba la palabra “¡chacha!”, que sonaba peor que “cucaracha”. La había escuchado varias veces, sobre todo en las comidas, único momento en el que los tres integrantes de la familia se reunían. Nunca Gloria, siempre “la chacha”. En casa de los Cota vivían tres seres humanos y “la chacha”, y el tono era de desprecio, como quien dice que en su cocina descubrió un nido de ratas.
De pronto, tras diez años iguales, las cosas cambiaron. Una transformación repentina. La señora se empezó a mostrar irritable y aún más fría al tiempo que el señor amable y detallista: le deseaba buen día por la mañana y durante la cena le preguntaba por su día.
Gloria casi se ilusiona. Había fantaseado con el señor Santiago. Llegó a olisquear sus corbatas antes de acomodarlas; alguna vez acarició excitada los condones en la mesita de noche, y cuando llegó a imaginarlo haciendo el amor proyectó la imagen de la señora con una panza diez veces más abultada. Pero no llegó a ilusionarse; su instinto de supervivencia la hizo subir la guardia.
Un sábado por la tarde el señor Santiago se la llevó a tomar un café y tras algunos minutos de ambages le dijo: “Quiero que te inicies a mi hijo”. No era algo raro. Una práctica común entre las familias ricas del Bajío mexicano: si las chachas son fantasmas, no tienen voluntad; si su erotismo es un terreno manso, moldeable, sin resistencia, ¿quién mejor que ellas para la primera experiencia sexual de los señoritos?
Gloria algo ya sabía de sexo. Había tenido sus escarceos con trabajadores del mercado. Lo suficiente para meterse el pene de Santiaguito en la boca, ponerlo duro, enfundarlo en un condón y subirse en él hasta hacerlo venir. Diecisiete segundos duró dentro de Gloria el joven Cota.
¿Cuál era el caso de tanta tristeza? El dinero. En la cafetería Gloria se descubrió a sí misma asumiendo su erotismo y negociándolo. Logró aumentar en 500% la cifra inicial que el señor le había ofrecido y por cogerse al hijo recibió lo equivalente a 600 horas de trabajo doméstico. Renunció inmediatamente y se volvió prostituta.
En cuatro años su vida ha mejorado mucho. Gana por lo menos 600 pesos diarios. Vive al sur de Irapuato y trabaja en el centro. En la “Dos Arroyos” es la puta de planta. Por una mamada a la semana, el cantinero la deja entrar tres o cuatro veces al día, pasearse entre las mesas, aceptar cervezas y sentárseles a los clientes en las piernas. También tiene que mamársela semanalmente al dueño de un motel cercano a cambio de cuartos a precios casi regalados.
Gloria es una maestra en robar a borrachos canallas; a veces, si están demasiado ebrios, les mete el pene en un florero y los hace creer que ya tuvieron sexo. Los que más le repugnan son los obesos de espaldas peludas que se le ponen tiernos. Pero a veces también disfruta. Aunque no es común que esto suceda. Le ha pasado dos o tres veces: cuerpos elásticos con penes capaces de mantenerse dentro de ella por un buen rato llenos de sangre.
Entonces se cuida de no enamorarse. Tiene un orgasmo verdadero y luego cierra su corazón, lo cierra absolutamente, como si con un nudo de víboras lo protegiera. Y a Gloria le encanta esa imagen.
XIII
Gloria entra a la “Dos Arroyos”, ignora a Martín y camina hasta llegar junto a Rigo. Casi se le sale una teta. La derecha. La cantina se llena con su perfume. Es dulce. “¿Qué dicen?”, me pregunta Gloria. Se refiere a la música. Es el quinto movimiento de la Tercera. “Son niños que imitan campanas matinales, sólo están diciendo DING–DONG, DING–DONG”. Gloria asiente y sonríe.
Pienso en Mahler. En su vida sexual. En que hubiera decepcionado a Gloria terriblemente. Era un hombre que montaba a caballo y nadaba todas las mañanas, pero nunca sintió el amor como una relación entre iguales. Se le ocurrió que Alma podía necesitar un orgasmo hasta que se enteró de que ella le ponía el cuerno con un arquitecto. Sólo entonces Mahler quiso volverse un buen amante y se descubrió torpe, tímido, completamente incapaz. Intentó encontrar su erotismo con desesperación y se entrevistó con Freud en Holanda.
Rigo abraza a Gloria. Precipita el resto de su caguama y paga. Ha terminado la música de campanas y comienza el último movimiento de la Tercera: un larguísimo adagio que se apasiona hasta el dolor y termina tranquilo y suave; Mahler lo llamó Lo que me dice el amor.
Gloria y Rigo avanzan hacia la puerta. Él la lleva agarrada de la cintura. Ella se para y pregunta: “¿Y quién es?” Cierro los ojos y veo a Mahler de cincuenta años psicoanalizándose para dejar de ser sexualmente impotente. “Es Mahler”. Gloria asiente otra vez, sonríe, y Rigo, galante, le detiene la puerta para que salga. ®