“En eso, reparo en un trocito de metal sobre la cama, una especie de horqueta, una i griega. Sé, desde lo racional, que sería imposible que se tratara de un dispositivo intrauterino (diu), pero eso es lo primero que me viene a la mente. Me perturba esa pieza triangulada de no se sabe dónde que apareció allí no se sabe cómo.”
Revolviendo en el cajón, me topo de pronto con mi cruz de San Benito. Es enorme, pesada, casi medieval: un peto digno para una monja ad honorem, escudo metálico adornado con la intimidante cara de Medusa; compuerta brutal, esclusa de canales que le cierra el paso al corazón para intentar protegerlo. Una señora de Panamá, que en ese entonces ni siquiera me conocía, me la mandó hace años de regalo (vaya uno a saber por qué). A mí me gustó la historia de su medalla, de su santo. Hace tiempo que la tengo en el cajón de mi mesa de luz, bien cerca, por si acaso —san Benito es el patrón de la Buena Muerte—; en cambio, cuando vivía en Guanajuato sí solía usarla, aunque por debajo de la ropa para no sumarme al sello cristero del Bajío. Tiene un exorcismo grabado, un verdadero exorcismo contra demonios; supongo que cuentan por igual los propios o ajenos, internos o externos, reales o imaginarios.
Non Draco Sit Mihi Dux/ No sea el demonio mi guía
Me llega de pronto la certeza de que necesito el frío peso protector de esa cruz custodiando el oscuro escondite entre mis pechos: el corazón, flanco por el que podría filtrarse el mal y hacerme perder la vida, el alma. No: perderme a mí. La debilidad de no ser auténtica. Así que —sin darle más vueltas, sin pensar ni un instante en el país ateo, agnóstico e intelectual en el que vivo— tomo la tosca cadena y me la paso por la cabeza; quizás sugestionada por el inminente olor a hierro, a tardes solitarias, a tormentas por venir: “cadena al cuello” que no es igual a “cadena perpetua”. Y no entiendo nada de lo que me sucede. Como todo buen poseído por el diablo, no entiendo nada. Sin embargo, la función de la cruz de san Benito es traerle a uno la paz a toda costa: sea aplacando los demonios, expulsándolos o, mejor aún —esto lo agrego yo, desde una sensibilidad menos dualista y excluyente que la judeocristiana—, redimiéndolos, transformándolos otra vez en bellos pero equivocados ángeles. O, en su defecto, por lo menos dándonos la garantía de una buena muerte. Tampoco está tan mal.
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Al igual que el padre Juan en Guanajuato, aquel anciano cura montevideano tampoco se inmutó frente a aquel más que insólito planteo en estas tan áridas geografías de la fe: sólo dijo que bendeciría la casa, siempre y cuando fueran los dueños quienes se lo pidieran. Y tenía razón, ciertamente: los exorcismos sólo dan resultado cuando es el dueño de la casa el que quiere deshacerse de los demonios, dice mi cuento.
El padre que nos casó en Guanajuato era, precisamente, un exorcista. El abad Juan Rodríguez, de la Basílica, aunque nos casamos en el precioso y pequeño templito de San José que queda a la vuelta. Por supuesto que en su momento no conocíamos semejante detalle: lo averigüé años más tarde por azar, leyendo un artículo de la revista Gatopardo. “Con razón…”, me dije. “Él sí pudo”. Cuando le dije que no había ni siquiera tomado la primera comunión el Abad —tampoco sabíamos que lo fuera— no se inmutó: lo hice ese mismo día, a los 38 años, frente al altar y con nuestros siete invitados por testigos. Qué astuto exorcista, el padre Juan.
También en mi cuento “La ofrenda”, publicado en El mar de Leonardi y otras humedades, la narradora habla con un sacerdote para que realice un exorcismo en la casa de sus amigos por cuyo diabólico espíritu huésped se siente culpable. En Uruguay esta solicitud seguramente sea causal de internación psiquiátrica (al menos en algún librillo invisible), y más tratándose de un relato bastante autobiográfico. Sin embargo, al igual que el padre Juan en Guanajuato, aquel anciano cura montevideano tampoco se inmutó frente a aquel más que insólito planteo en estas tan áridas geografías de la fe: sólo dijo que bendeciría la casa, siempre y cuando fueran los dueños quienes se lo pidieran. Y tenía razón, ciertamente: los exorcismos sólo dan resultado cuando es el dueño de la casa el que quiere deshacerse de los demonios, dice mi cuento.
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Ya pertrechada nuevamente con la cruz bajo la blusa, tapa blindada que ahora me cubre el cuarto chakra o Anahata, el del atormentado y delicado corazón —siempre que pienso en el corazón como órgano me acuerdo de los aztecas y sus tzompantlis rebosantes de carne sangrienta que palpita—, siento cierto supersticioso alivio. Oh, mi Sagrado Corazón.
Vade Retro Satana/ ¡Apártate, Satanás!
Numquam Suade Mihi Vana/ No sugieras cosas vanas
En eso, reparo en un trocito de metal sobre la cama, una especie de horqueta, una i griega. Sé, desde lo racional, que sería imposible que se tratara de un dispositivo intrauterino (diu), pero eso es lo primero que me viene a la mente. Me perturba esa pieza triangulada de no se sabe dónde que apareció allí no se sabe cómo. ¿Un asqueroso moco seco, enorme? ¿Una astilla del piso traída por los calcetines, gigantesca y opaca?
Lo tomo al final entre los dedos y quedo estupefacta, en silencio total, incluso en los pensamientos. Se trata de un pequeño Jesús crucificado, un Cristo que —ahí lo recordé— solía ser parte de aquella cruz. Siempre me puso mal ese memento del martirio, la tortura, el sacrificio, la culpa, pero es que el artefacto de san Benito lo incluye por default: ni modo. No entiendo cómo llegó de la medalla hasta la cama: creo que se desprendió por su propia voluntad, se tiró desde la cruz como un suicida de pretiles y cornisas. Cauto, pudoroso, compasivo, me ahorró el contacto piel a piel con su bello cuerpo —magro, dolido— de hombre vital y todavía joven. Y, justamente, ahora la medalla de san Benito sin él se me figuraba perfecta.
Al no estar más la cruz por detrás de su cuerpo, me pareció que los brazos del mini Jesús se extendían, en realidad, hacia mí; festivos, lejos de clavos y sufrimientos. Danzaba, me recibía entusiasmado y libre (igual que cuando uno gira boca arriba la carta XII del tarot, El Colgado, y se le figura un bailarín en vez de un preso del tobillo). Pero yo seguía prefiriendo tener sólo aquel conjuro de signos contra el pecho; una cruz despejada, lisa, sin nadie más que yo misma y mi invisible san Benito protector. O —más certero todavía— sin nada más que todas esas letras y palabras, todo aquello que se concentra en la medalla central.
Ipse Venena Bibas/ Bebe tú mismo el veneno
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Soy compasiva con los demonios que percibo afuera porque nunca se sabe si, en realidad, no podrían llegar a aparecer dentro de mí bajo alguna circunstancia. Hay una historia persa sobre Lucifer que reporta Joseph Campbell cuya versión cambia totalmente la idea que tenemos de la rebelión del demonio. No fue orgullo ni desobediencia: Luzbel se negó a inclinarse frente al hombre, como se le exigía, porque su amor por Dios era tan desmedido y absoluto que no soportaba la idea de reverenciar a nada ni a nadie más. Por eso su bien amado lo condenó al infierno; claro, tomando la imagen del infierno como verse apartado de lo que se ama. Y ahí me viene a la memoria algo que leí (seguramente también fue en algún libro de Campbell, pero sería un libro 1.0 porque no encontré su cita en internet): ¿Cómo soporta Lucifer estar apartado para siempre de Dios, que era todo su amor? Por la memoria del eco de su voz cuando le dijo: “Vete al infierno”. Siempre me impresionó cómo aquella última reverberación de la presencia del amado podía ser capaz incluso de aportarle consuelo, aunque el dolor que implicaba en sí fuera terrible. Quizás todavía tengamos mucho que aprender del diablo, al menos según la tradición persa. Dice Nietzsche que los que más han amado al ser humano le han hecho siempre el máximo daño. “Han exigido de él lo imposible, como todos los amantes”. Me parece que se aplica a todo.
Levanté entonces aquella figurita de Cristo de la cama. Me dio pena y la guardé en un pequeño bolsillo de la cartera. Pero me siento más cómoda así. A solas con la azarosa configuración personal que ahora va oculta, como un secreto y contra mi cuerpo, en aquella viejísima cruz. ®
mariela
confio en san benito y siempre le pido q nos proteja con el poder de su santa cruz a toda mi familia en el nombre de jesus
Vesna
Muy intensa y llena de pliegues de sentido, toda la nota. «…la imagen del infierno como verse apartado de lo que se ama»: no imagino condena peor ni más certera. El espíritu eternamente alejado que intenta, en vano, acercarse.
Se trata de aprender a saltar del infierno al cielo, como en la Rayuela.