Pasmosa exposición en la galería de Luis Adelantado. Un genio travieso y de larga sabiduría llena cinco, seis salas con las hechuras que vienen desde la casa de la barranca. Quien pasa vaga, aturdido, entre las decenas de piezas. Mujeres bellísimas sienten escalofríos innombrables, inexplicables…
Atmosféricas. México. Alguien fuma furiosamente en la banqueta de enfrente de la casa verde.
Da vueltas en redondo, como un león extraviado. Dice Jose Dávila que todas las ciegas errancias terminan en un círculo. Cabe imaginar lo que el perdido esperaba. Cabe adelantar que la Guadalupana de la esquina estaba al pendiente y ya había dispuesto un pequeño milagro más. Y, así, de repente, desde el aire delgado apareció una muchacha devastadora, furtiva y en armas. Sin decir palabra, ambos se encaminaron hacia el hotel de la guacamaya. Los milagros se van amontonando sobre la banca fracturada, en torno al mínimo estanque que un vecino dispuso, sin creer todavía que creía. La cara de la Virgen es otomí, su belleza es inconmensurable. Los leves milagros hacen su trabajo sin parar. Dos tráilers que iban a chocar trágicamente se esquivaron de manera inexplicable. Un limosnero se halló asombrosamente, entre los helechos del cajete, un billete de a quinientos y siguió su camino, persignándose. Nadie logra asaltar, desde luego, a la casa verde, y su complicado sistema de seguridad fue hace mucho tirado a la basura. Las musas comparecen, sonrientes y dispuestas. Una hubo que hasta de la compasión hablaba. Otra llegó citando, cantando a Leonard Cohen: «Sisters of mercy». La tercera simplemente recibió la orden de no comparecer. Todas se despiden con un himno trepidante de los Stones: «Gimme Shelter, shelter from the storm». Nadie lo oye, pero la Virgen lo sabe, y dispone que la tonada ronde todo el día, que una dibujante del taller vecino, menuda y bellísima, se la lleve rumbo a su trabajo, que inmediatamente la ponga en el aporreado tocadisco, que los once la canten a coro. Pero hay un método en toda esta locura: la glorificación de Quién anduvo en el mar.* * *
Marco Kalach o las aventuras de Proteo. Pasmosa exposición en la galería de Luis Adelantado. Un genio travieso y de larga sabiduría llena cinco, seis salas con las hechuras que vienen desde la casa de la barranca. Quien pasa vaga, aturdido, entre las decenas de piezas. Mujeres bellísimas sienten escalofríos innombrables, inexplicables: nomás atinan a sonreír beatíficamente. Un perro llena de ladridos la sala más grande y dos o tres adolescentes tocan una música eléctrica y misteriosa. Una ciudad completa, a medias entre lo medioeval y la Los Ángeles de Blade Runner, navega sobre un muro, surcando el aire que estremecen los guitarrazos de los muchachos pachecos y felices en toda su sobriedad de monjes del placer. Todo es de fierro, todo es de lumbre. El solo esfuerzo físico de la muestra, la determinación y la disciplina para producir la serie de piezas, es aleccionador. Pero más lo es la invención desaforada, la gozosa indiferencia a cualquier moda, cualquier convención. La fantasía que mana, torrencial, la invitación a ir a otras partes, a buscar en la propia infancia los difíciles manantiales de la inocencia y la gracia. Una imagen permanece, intacta, en la memoria: un niño de muy corta edad que, auriga sobre su patineta, era jalado vertiginosamente por un brioso can, y daba obsesivas vueltas alrededor del Parque México para alarma de los aburridos usuarios del espacio. No ha parado esta carrera, simplemente se ha diversificado.
Así, Marco extrae de una recóndita imaginería una amplia serie de temas y registros para su trabajo. Bien puede ser ceremonial, ritual, para su serie de tótems, o bien puede ser abismalmente crítico con ciertos cuadros. O asumir una ternura serena con el barco–isla que salva a dos perros, atenidos y abrigados por la frágil bandera de la esperanza. Hay una delicada disección de la geometría de los cetáceos en los repetidos homenajes a Moby Dick que emulan al mismo Calder. Porque, no se vaya a creer, no se trata simplemente de las efusiones de un artista desatado y libérrimo: hay un método, un prodigioso y muy diverso dominio del oficio, un ojo educado, una formación preñada de referentes que, luego de ser asimilados han sido higiénicamente desechados. Algunos elementos son las constantes: entre ellos, las cruces, que traslucen años de admirado temor, de trágica contradicción, tal vez de escéptica esperanza.
No hay que temer a la buena solemnidad en los días de fiesta. Es esa solemnidad la que confiere su hondura a la celebración, a lo que la rodea. Es difícil y conjetural saber si a Marco Kalach le aguarda una meteórica carrera, la fama y la fortuna.
Los padres del artista levitan entre la tan nutrida concurrencia. Quien pasa alcanza a advertir que ellos guardan, en sí mismos, tanto de la materia y el ánima que insuflan el trabajo, la vida de Marco. Han convocado, junto con él, a una clamorosa celebración. Por todo lo que arde y se levanta, por la ebriedad del gozo y de la paciencia, por el humo que se vuelve acero, por la amistad, el erotismo y la explosión de lo que es preciso dejar dicho. En lo alto de la pirámide de Teotihuacán los muchachos fuman mariguana. Las roncas guitarras, insondable prodigio, van diciendo lo mismo que en cincuenta o setenta piezas Marco Kalach logra expresar. El Principito extraña su piano, pero sus notas extrañamente están allí. Como las notas de todos los demás presentes: truhanes, vagabundos, azorados hombres de negocios, artistas de todos los plumajes, radiodifusores tan listos como don Gato, arquitectos desvelados, musas con los ojos extraviados por sustancias desconocidas, por el arte de Marco. Martín Casillas viene de publicar un notable libro: Catarsis para colmar las grietas del alma. Eso es precisamente lo que Marco, el hombre mismo y su trabajo, suscitaron en cientos de espectadores esa noche. Perdónese la extraviada imagen: el ángel de la gracia, la personificación de la inocencia y el genio, generó un fervor muy rara vez visto, una tan honda alegría, que cada quien regresó, ya de madrugada, a su casa con la llama de la enjundia avivada, con la certeza de que sus propias cosas, sus propios oficios serían capaces de albergar parecidas epifanías. No andaba, sin embargo, muy lejos el mal de Stendhal que a algunos hacía rechinar los dientes, y los hacía dejar rodar algunas lágrimas incomprensibles y dichosas.
No hay que temer a la buena solemnidad en los días de fiesta. Es esa solemnidad la que confiere su hondura a la celebración, a lo que la rodea. Es difícil y conjetural saber si a Marco Kalach le aguarda una meteórica carrera, la fama y la fortuna. O si recibirá del desastrado gremio artístico su usual indiferencia, la sucia moneda de su conmiseración, la crasa indiferencia con que en sus tiempos tantos grandes artistas han sido tratados. Pero no importa. El cinco de septiembre de 2019 significó la estruendosa confirmación de que el arte mexicano tiene ahora una poderosa y seminal presencia. Las muchachas, ebrias de gozo, se negaban, más allá de la madrugada, a abandonar el lugar. ®