Este año Estados Unidos cedió su primer lugar a México en obesidad. La República del Bicentenario es ahora la referencia inmediata del alta fructuosa, la cocacola, la hamburguesa y la comida chatarra.
Uno de los mantras recalcitrantes de la inocentada escolástica y académica en muchísimas disciplinas es afirmar que las drogas son un problema de salud y no de seguridad pública. Incluso es un tedéum que yo mismo enarbolo y que cacareo cada vez que pretendo criticar la fracasadísima guerra contra el narcotráfico.
Pues bien, es menester ir más allá. No sólo el uso de drogas —y en este punto hay que reivindicar a aquellos que sólo se drogan de forma recreativa (el equivalente a decir que existen gripes divertidas)— es asunto de salubridades, nosocomios y psiquiatras. La desmesura provocada por la ilegalidad inherente e inducida en materia de drogas y seguridad pública también parece un asunto de hospitales y hombres de blanco.
En México el apotegma de que las drogas son estrictamente un problema de salud no es coherente con el devenir histórico. En realidad todos los problemas del país son estrictamente de salud, incluso aquellos que por epistemología pertenecen a otro rubro y método científico. Esta nación se ha encargado de trocar todo en enfermedad, y es probable que, con el tiempo el gobierno sea fincado en las oficinas del Instituto Mexicano del Seguro Social, donde tendremos a media docena de Molinares Horcasitas para diagnosticarnos en consulta ambulatoria.
Por supuesto, estamos en un país donde es el remedio es el diagnóstico y no al revés. Los pacientes —en este caso nosotros, cuando nos callamos la boca y dejamos de opinar— lo hemos asimilado así. Padecemos de cualquier cosa hasta que auspiciamos un remedio que termina por horrorizarnos o mostrarnos el problema en su total infección. Es cuando comprendemos la enfermedad misma. De lo contrario, ni la presencia descomunal y crónica de síntomas nos permitirían asumir enfermedad alguna.
Vaya, es el equivalente a inyectarse penicilina para enfermarse y luego continuar con el tratamiento hasta ignorar en qué punto el medicamento forma parte de la enfermedad y viceversa. Mientras tanto, otros trastornos están a flor de piel y hemos aprendido a convivir con ellos como el viejo con sus reumas y florituras propias de la edad.
En realidad todos los problemas del país son estrictamente de salud, incluso aquellos que por epistemología pertenecen a otro rubro y método científico.
Por ello las urgencias nacionales son siempre otras, o acaban convertidas en enfermedades crónicas señaladas a perpetuidad en el gerundio teorreico de las universidades, mesas de trabajo, congresos y tertulias colegiadas. En todo caso, cualquier achaque que llame la atención de los verdaderos médicos del país debe ser curado a través de la disfuncionalidad y la incoherencia. He ahí el resultado concomitante de aniquilar hormigas con bombas atómicas por la pereza o ignorancia de usar insecticidas.
Ahora bien, el problema de las drogas es la boga del remedio indiscriminado. La táctica utilizada es semejante a la del sida en África: la compra de productos y abastecimientos en el extranjero, preferiblemente de trasnacionales dispuestas además a sostener un balance relativo entre enfermedad y cura.
En México, como en Colombia, el estilo además fue endeudar de muchas formas —pero sobre todo políticamente, que es la deuda que más intereses genera— con uno de los enfermos más obstinados del hospital mundial. En el galimatías, hemos perdido cuenta de quién suministra el remedio y quién la enfermedad, pues hay una simbiosis perfecta entre drogadicción, violencia y descomposición social.
Ahora bien, este año Estados Unidos cedió su primer lugar a México en obesidad. La República del Bicentenario es ahora la referencia inmediata del alta fructuosa, la cocacola, la hamburguesa y la comida chatarra, sólo que sin cineastas a los que les interese un carajo radiografiar la historia de un país de miserables y desnutridos que inexplicablemente se convirtió en el primer lugar en obesidad del mundo.
Por supuesto, la “súbita” aparición de un problema que germinó en menos de dos décadas y que continúa mermando la capacidad financiera de las instituciones públicas de salud con las enfermedades colaterales que provoca no logra todavía inspirar al gobierno mexicano para comprender que la obesidad, igual que las drogas, es otro rasgo de la simbiosis con Estados Unidos.
Especialistas como Barry Popkin o García Garduño han venido bramando que mientras México es el proveedor más importante de estupefacientes en Estados Unidos, este país se ha convertido a través de sus consorcios, trasnacionales y franquicias, en el principal proveedor de carbohidratos y calorías de los mexicanos. La relación entre un problema y otro, ambos con sus rasgos sociales e históricos implícitos, invitan a reflexionar más allá del simple problema de salud.
Por supuesto, no habrá gobierno en Estados Unidos que organice una guerra contra la cocacola o contra McDonalds, ni México dejará de importar grandes cantidades de endulzantes derivados de maíz transgénico ni le doblará las manos a punta de rifle a Bimbo, Sabritas o Marinela para que abandonen el modelo pastelero inventado en Estados Unidos para suplir la demanda de comida chatarra, que no es otra cosa que la factorización en serie de los alimentos, en un modelo maquilador que alcanzó las bocas y depósitos grasos del gringo y mexicano promedio.
A diferencia del narcotráfico, cuyo problema en esencia es el uso de drogas y el daño que provoca (dejemos a un lado la corrupción, la ilegalidad y la ausencia del Estado de derecho, que son problemas que existen en México, con o sin narcotraficantes), el tráfico de calorías en la que los mexicanos nos hemos convertido en inmejorables clientes continuará siendo una pesquisa irrelevante de nuestra codependencia con Estados Unidos. En este caso, nadie derramará sangre ni organizará operativos militares a favor de los gorditos y amputados por diabetes. Ni tampoco aludirá el gasto grosero que provoca la falta de educación alimenticia en los aquejados de diabetes, hipertensión y enfermos coronarios. En este país se mueren más por obesidad que por drogas. Incluso en Estados Unidos, la marranez aniquila más que el yonkismo más sicalíptico que podamos imaginar.
Cuando los CEOs de los grandes consorcios afirman que nadie obliga a nadie a consumir refrescos y papitas terminas por concluir, por mera analogía, que sucede casi lo mismo con todo lo demás, incluidas las drogas, el alcohol, el tabaco y todo lo que divierte, enferma o mata.
No importa pues aceptar que las drogas o la obesidad son un problema de salud, y que los sesudos académicos y especialistas concurran en ello. Luego de largas reflexiones, es muy fácil concluir que las únicas enfermedades son las que nos provoca el Estado cuando decide que merecemos un remedio. Todo lo demás —la drogadicción y la gordura— son meros sortilegios que demuestran de forma simple y llana que todo, en absoluto, gira alrededor de un eje podrido. ®
@colorycerebro
Julio Torri gustaba de construir argumentos en torno a una idea:
La ética y la estética van de la mano.
http://twitpic.com/30duud/full
Diego Mora
Entre tanto, a la par de leer tu texto, engullía ciertas papitas saladitas y te juro que las deje a un lado sin terminarlas. No podemos seguir tragando tanta mierda. Tu análisis de expandir la reflexión no solamente a los espacios académicos ni al mero encasillamiento como problema de salud pública es importante. Dicho de otra manera, esta profundización analítica debe figurar dentro de otra misma, que la contiene: la que ya mencionaste camarada, la simbiosis con los E.U.A.
Sigamos con las ideas!
anadelmal
Que raaro manuel, mezclas muchos temas al mismo tiempo pero pues como todo esta relacionado no hay bronca esa es tu justijicasion aparte del sr.Barry Popkin. Ni pedo gordo o no asi me caes bien.
p.d. vivan las drogas