Contados temas en el mundo del cine son tan polémicos como los remakes (término relativo a “rehacer” películas, a productos “rehechos”). Las razones más comunes para producir un remake y los argumentos en contra de la existencia de la mayoría de ellos son igual de válidos. Aquí se pasa revista a los “de cajón”.
En el revelador documental A la sombra de Hollywood (2000) la cineasta polaca Agnieszka Holland denuncia que los estudios estadounidenses recurren al remake como una forma de plagiar la supuesta “fórmula” de filmes extranjeros valiosos o de éxito, pero despojándolos al mismo tiempo de su esencia, comenzando por su identidad nacional y cayendo en todo tipo de autocensuras y concesiones. La “cultura” del remake es también una forma de bloqueo a la diversidad cinematográfica y de ideas en todos los sentidos. Uno de estos ejemplos pasteurizados y desangelados es la francesa Nikita y su ridícula contraparte gringa La asesina. Pero en el otro extremo está Vanilla Sky, remake que en más de un sentido supera a la española Abre los ojos y que, irónicamente, ofrece la mejor cinta del sobrevaloradísimo “Norman Mailer de Tower Records”, Cameron Crowe.
El analfabetismo funcional que padece —o por lo menos eso creen los estudios— el espectador promedio estadounidense tiene también su peso en la “industria” del remake: se dice que los espectadores del vecino país rechazan en su mayor parte la experiencia de ver una película subtitulada. No olvidemos el recelo y la incomprensión que también permea en ciertos sectores de esa sociedad hacia lo extranjero per se. Pero antes de asumir una postura fatalista hay que recordar que el remake es también un campo fértil para el traspaso de mitos y valores fílmicos.
En este traslado de un filme a otro contexto cultural dos clásicos de Akira Kurosawa han pasado con éxito la prueba. Los siete samurais (1954) se transformaron seis años después en vaqueros, rebautizándose como Los siete magníficos y conjurando no sólo los mitos de Steve McQueen y Yul Brynner sino el tema musical del “mundo Marlboro”. En 1964 el italiano Sergio Leone se apoyó en la historia de Yojimbo (1961) para filmar la primera parte de su Trilogía del Hombre Sin Nombre, Por un puñado de dólares, con la cual Clint Eastwood se convirtió en estrella. En 1996 el director Walter Hill hizo su propia reinvención noir-western de esta historia con Bruce Willis como El último hombre. Pero la cosa no terminó ahí, pues en 2007 el venerado cineasta asiático Takeshi Miike cruzó Yojimbo con Por un puñado de doláres y su propio mundo bizarro en el yacuza-western Sukiyaki Western Django, con todo y un Quentin Tarantino enfundado en el poncho clásico de Clint Eastwood.
Para cerrar el apartado del western hay que recordar cómo el propio Eastwood dirigió y estelarizó El jinete pálido (1985), una actualización del clásico Shane (1953), en donde la violencia y el sexo dejan de ser sugeridos y el héroe se transforma en un antihéroe más creíble para las nuevas generaciones, dejando morir en su propia caducidad al bonachón Alan Ladd.
El deseo de hacer llegar un clásico a una audiencia de jóvenes poco afectos al cine en blanco y negro fue la motivación de Gus Van Sant para hacer el remake más extremo que se recuerde con su Psicosis (1998), que 38 años después del filme original de Alfred Hitchcock traslada al mundo del color esta cinta, reproduciendo los mismos encuadres y secuencias, con excepción de algunas imágenes “poéticas” en el montaje del asesinato de la regadera y un desnudo masculino.
El mismo Hitchcock hizo en 1956 un remake estadounidense de su filme británico de 1934 El hombre que sabía demasiado. De la “original” resulta insuperable Peter Lorre como el villano, pero si de la segunda es abominable Doris Day cantando “Qué será, será”, la melcocha se compensa con creces gracias a la secuencia de doce minutos y 124 planos durante el concierto en el Albert Hall que es ya uno de los momentos inmortales en la filmografía de Hitchcock. Guardando toda proporción, habría que reconocer la visión de Steven Soderbergh para convertir su remake de Ocean’s 11 en un espectáculo de glamour y estilo que vive fuera de la sombra del que protagonizaron Frank Sinatra y su Rat Pack, o la manera en que Martin Scorsese imprimió sus propios demonios y glorias visuales en su versión de Cabo de miedo (1991), donde por cierto los protagonistas de la original de 1962, Robert Mitchum y Gregory Peck, acompañan en algunas escenas a sus “relevos protagónicos” Robert de Niro y Nick Nolte.
Para bien y para mal, el cine fantástico y de terror es también uno de los que más se presta al remake. Ahí se tiene a las dos versiones de La mancha voraz (1958 y 1988), de La cosa de otro mundo (1951 y 1982), La mosca (1958 y 1986), las múltiples revisitaciones a La noche de los muertos vivientes (a partir de la que dirigió George A. Romero en 1968) y las tres versiones de La invasión de los usurpadores de cuerpos (1956, 1978 y 1993). Para bien, por las posibilidades que cada época ofrece en materia de efectos especiales, contexto social y talentos que coinciden en una producción, como los efectos de Rob Bottin, la música de Ennio Morricone y la dirección de John Carpenter en La cosa de 1982, o la batuta del maestro David Cronenberg para hacer de La mosca del 86 una alegoría del sida, pasando obviamente por muy logrados momentos de gore. Para mal, cuando se trata de productos a medias, como los remakes de 13 fantasmas, La maldición y House on the haunted hill, que parecen aburridos demos de efectos y clichés, salvándose tan sólo algunos conceptos y escenas. También debe considerarse que el éxito creativo o comercial de un filme está íntimamente ligado a su momento histórico. Un buen remake debe ser forzosamente una cinta que sobresalga de entre los estándares que le son contemporáneos. Por ello el remake de El amanecer de los muertos, del ahora director de culto Zack Snyder, hace brillar su propia sangre con todo el humor negro y el pesimismo propios del mundo post 11-S. Mientras en su cinta “original” de 1978 George A. Romero circunscribía la aparición de los zombies a cierto rincón del país, en la más que entretenida revisitación de Zack Snyder la epidemia es global, y por cierto mucho más lograda como un todo que la pretenciosa e intelectualoide Exterminio, de Danny Boyle. A ese respecto también hay quienes denuestan la emocionante secuela de esta última, Exterminio 2, del director español Juan Carlos Fresnadillo, que opta por dejar el snobismo que a ratos ahoga la versión de Boyle en aras de ofrecer un verdadero espectáculo que, por supuesto, nos deja listos para la tercera entrega con todo y Torre Eiffel de fondo macabro.
De los taquillazos logrados por un remake está El aro y la versión de Peter Jackson de King Kong, cuya cinta madre de 1933 mantiene su vitalidad y encantos, muy por encima de la que produjo en 1976 Dino de Laurentis y que en su momento le mereció el calificativo de “Ed Wood con grandes presupuestos”. El siempre estimado Godzilla nació en 1954 como Gojira, y al igual que su rival Kong ha pasado por malos remakes, tal vez el peor de todos la superinflada versión de 1998 “de los creadores de El día de la independencia”, cuyo costo de filmación y comercialización sólo es superado por su chafez emocional y de espectáculo.
Ya sea como síntoma de una crisis creativa, de oportunismo, de visión, de agandallamiento, de reinvención, el remake nunca dejará en paz al séptimo arte. Pero tampoco hay que preocuparse demasiado por los malos remakes, pues siempre estará la original y siempre cabrá la posibilidad de sorprendernos o de, por lo menos, entretenernos con el mismo chiste contado por otros. ®