Visten más el poder y el dinero que la ropa cara y las cirugías estéticas. La mujer más poderosa del país apareció, ya en la cárcel, opacada, apagada, sumisa, casi humilde. Sin afeites aunque con lentes Bvlgary, en camiseta y no con las marcas Chanel, Prada, Escada, Hermès o Diane Von Fürstenberg, abandonada por “su” sindicato.
… entonces se establece una vía legal para la corrupción de lo ético, o, más bien, las leyes son la necesidad de la misma corrupción.
—Hegel, Filosofía del Derecho
Aunque probablemente haya estado presente desde que se consolidaron los primeros conglomerados humanos relativamente organizados, nunca como ahora la corrupción había alcanzado el rango de signo de los tiempos. Poco a poco ella fue abandonando el espacio de la anecdótica local y los rasgos comparativamente inocuos e incluso picarescos. Creció, se expandió y aferró sus raíces hasta convertirse en aspecto orgánico característico de la estructura social, política, económica y cultural de la mayoría de los países, si no es que de todos.
La corrupción dejó de atañer sólo al ámbito de la ética individual y se transformó en el que quizá sea el cemento más sólido que proporciona cohesión a una clase política, que desde los distintos centros estatales de decisión o de influencia extiende sus tentáculos y beneficios hacia familiares, cercanos y toda clase de particulares. Como tal y lejos de ser lo que en el discurso se pretende: un fenómeno a perseguir y combatir, la corrupción se ha erigido como una garantía del tranquilo funcionamiento del Estado. Porque atrae y tienta. Porque enriquece y compromete. Porque crea automáticamente lazos de complicidad. Porque todos quieren entrar en el reparto, y el que distribuye y asigna es el que manda. Porque, como al célebre pesebre del refrán, ¿quién va a querer darle de puntapiés?
De la santa economicidad a la apoteosis de las cloacas
Recordad siempre esto, hijos míos; nunca permitáis que vuestros gastos sobrepasen a vuestros ingresos.
—L. B. Alberti
El florentino Leon Battista Alberti (1404-1472), pionero constructor de las virtudes cuasi teologales que velaron la cuna del capitalismo en eclosión, llamaba “santo” al espíritu de economía o de buena administración. Sombart,1 a quien pertenece la expresión “santa economicidad”, pondera su Del governo della famiglia como el antecesor —adelantado por dos y tres siglos respectivamente— de todo lo que escribirían Defoe y Benjamin Franklin.
Para Alberti la santa y buena economía lo era si se sustentaba no sólo en la racionalización de la administración económica, sino también en la economización de la propia administración. El francés Jacques Savary (1622-1690) añadió consejos contra la vida dispendiosa. El buen administrador, indicaba, no incurre en gastos excesivos ni en la casa, ni en la ropa, ni en fiestas, ni en su ritmo de vida: “La vida de los negocios no es un baile al que se va engalanado y enmascarado”. Y ya en el siglo XVIII Benjamin Franklin, autor de la frase “Time is money”, enumeró trece virtudes entre las cuales se encontraban la sinceridad (“No te sirvas de engaños. Piensa sin malicia y con justicia; cuando hables, hazlo con la verdad”) y la justicia (“No dañes a nadie siendo injusto con él o eludiendo tus deberes para con el prójimo”).
Ya en el siglo XVIII Benjamin Franklin, autor de la frase “Time is money”, enumeró trece virtudes entre las cuales se encontraban la sinceridad (“No te sirvas de engaños. Piensa sin malicia y con justicia; cuando hables, hazlo con la verdad”) y la justicia (“No dañes a nadie siendo injusto con él o eludiendo tus deberes para con el prójimo”).
No todo fue miel sobre hojuelas, ni los santos preceptos de los padres fundadores derivaron en comportamientos monacales ni en realidades paradisiacas. Del mismo modo en que los Diez Mandamientos quedaron, para casi todos los efectos, en letra muerta, las virtudes económico-administrativas y las normas de una cierta moral comercial se transformaron en sus opuestos.
Casi puntualmente, en la realidad contemporánea pueden encontrarse los contrarios de todos y cada uno de los enunciados anteriores, y ello prácticamente hacia donde se mire. Berlusconi, el desastre europeo en Grecia y señaladamente —pues parece resumirlo e ilustrarlo todo— en la España de los cinco millones de desempleados, los desahucios por las hipotecas impagables y el derrumbe de la cobertura de la sanidad y la educación públicas, al lado de los Bárcenas, los “gürteles” y la corrupción, la cara dura y la insensibilidad de un gobierno que, apenas se estableció, empezó a hacer todo lo que había prometido no hacer. El empobrecimiento de los unos al parejo del enriquecimiento ilícito de los otros, gobernantes, empresarios e intermediarios, incluida con cada vez mayor e inocultable evidencia la anacrónica familia real.
México lindo y querido
Colgamos a los ladrones de poca monta, pero a los grandes ladrones los elegimos para cargos públicos.
—Esopo (620-564 a.C.)
También en México la corrupción, conocida de todos y aceptada con resignación más que cristiana como elemento constitutivo del folklor nacional, de pronto saltó de las páginas de sociales y el glamour y las anécdotas de “los famosos” a la nota roja de primera plana.
La danza de los millones y el detalle del dispendio a la luz del día nada añadirían. Son sólo los números de la ignominia, de la desfachatez y la insolencia del que actúa durante años sabedor de su impunidad; en este caso de una que paseaba su miserable catadura, convencida hasta un segundo antes de su arresto de que nadie investigaría de qué modos milagrosos su salario de maestra y su sueldo como dirigente ad aeternum del sindicato de maestros le alcanzaban para vivir como jeque árabe, rey de alguna monarquía o habitante de la lista de Forbes, para pagar tres millones de dólares por una cuenta de ropa, zapatos, bolsos y demás aditamentos personales, para regalar a sus cercanos con cruceros por el Caribe y poseer mansiones de película en México y Estados Unidos.
Antes todos estaban ciegos, nadie sabía de qué iba la cosa ni se percibía ningún tufillo de sospecha. Y hete aquí que de pronto se descubre un movimiento financiero éste sí sospechoso. Y con diligencia y sagacidad recién adquiridas se sigue el rastro que destapa la inmundicia, aunque sólo de 2009 a la fecha por más que la “mujer más poderosa de México” llevase 24 años haciendo de las suyas. Aun así, el monto de lo “distraído” alcanza los 120 millones de euros, que deja al chorizo español Bárcenas en calidad de miembro pobre de la familia con sus míseros 22 millones.
Allá el inefable Rajoy, Pinocho barbado y de cara más dura que una estatua de granito, lleva dos meses o algo así negándose estólida e infantilmente a pronunciar siquiera la palabra “Bárcenas”. Acá, a la Gordillo la agarran, la suben a un vehículo y la llevan directamente y sin escalas a la cárcel. Y si bien ser arrestada y “enfermarse” fue todo uno, su nombre y su caso se esgrimen y presumen como indicio y prueba de legitimación del gobierno en turno.
Pero no se crea que en este país tan prolífico había sólo uno; por ahí pululan muchos corruptos más: empresarios, gobernantes y gobernantes empresarios. También exgobernadores que, mientras se aclara el panorama y a la manera de algunos procesos computacionales, se ejecutan en discreto segundo plano.
Y “dirigentes” sindicales a montón, uno al menos de igual o mayor calibre que la ahora caída en desgracia, “petrolero” él y amoroso padre de familia que, siendo “obrero”, puede regalar a su hijo un Ferrari de dos millones de dólares, de edición limitada y, según las malas lenguas, con sólo 399 unidades en existencia en todo el mundo mundial.
Y “dirigentes” sindicales a montón, uno al menos de igual o mayor calibre que la ahora caída en desgracia, “petrolero” él y amoroso padre de familia que, siendo “obrero”, puede regalar a su hijo un Ferrari de dos millones de dólares, de edición limitada y, según las malas lenguas, con sólo 399 unidades en existencia en todo el mundo mundial. Y asignar asimismo una mesada suficiente como para que la hija pueda presumir en Facebook sus paseos en jet privado, degustando exquisiteces y acompañada por sus amadas mascotas.
Sic transit gloria mundi?
Si quieres triunfar en este mundo, matad vuestra conciencia.
—Honoré-Gabriel de Riqueti, conde de Mirabeau (1749- 1791)
Visten más el poder y el dinero que la ropa cara y las cirugías estéticas. La mujer supuestamente más poderosa del país apareció, ya en la cárcel, opacada, apagada, sumisa, casi humilde. Sin afeites aunque con lentes Bvlgary, en camiseta y no con las marcas Chanel, Prada, Escada, Hermès o Diane Von Fürstenberg, abandonada por “su” sindicato, con un exesposo, un exyerno y un nieto amparados para evitar ser detenidos y con una hija, una sobrina y otro nieto a cubierto por sus respectivos cargos de “elección popular”, la mujer que unos días antes de su defenestración declaraba en un encendido discurso, retadora, que era una guerrera y como tal moriría, ha podido constatar ahora que las fidelidades compradas no protegen contra ninguna adversidad.
En situación de desgracia incluso ciertas defensas son más bien puñaladas involuntarias por la espalda. Así la de Ciro Gómez Leyva, un periodista que como dice una cosa dice lo contrario, que delata el “golpe a la vanidad de una mujer que ronda los setenta años” y se queja de que la Procuraduría General de la República haya elegido, dice, como foto oficial de la detenida “una imagen grosera, un medio plano con Elba Esther de perfil […] una foto de muy mala leche”. Una foto, insiste, “de una mujer flácida”, a quien la PGR “acusó de robarse el dinero de los trabajadores del sindicato para gastar cantidades obscenas en cirugías estéticas, ropa, vanidad”; la misma PGR que, machaca este curioso defensor, “pudo limitarse a enterar de un desvío millonario de pesos (pero) prefirió tomar el camino de los detalles”. Su queja final: el diseño del operativo para arrestar a la mujer “incluyó apartados para despedazar la fama pública (sic escandalizado) y minar la autoestima del objetivo: una mujer que ronda los setenta años”.
En situación de desgracia incluso ciertas defensas son más bien puñaladas involuntarias por la espalda. Así la de Ciro Gómez Leyva, un periodista que como dice una cosa dice lo contrario.
Al poderoso caído en desgracia se lo defiende pobreteándolo, y el largo ejercicio del autoritarismo, la arrogancia y la desvergüenza, lo mismo que el robo continuo y descarado de los dineros de sus “dirigidos”, han de quedar atrás para dar paso a las consideraciones a la vanidad y la apariencia física de quien, ahora, más que delincuente pareciera ser una víctima. Y se llega al extremo de reprochar la “indiscreción” en la fundamentación de los delitos y la utilización de “los detalles” cuando, de haber procedido de otro modo, se habría increpado a la parte acusadora por incurrir en vaguedades. Como si, por lo demás, las sucesivas transformaciones físicas de “la maestra” no fuesen más que evidentes y fotográficamente documentadas amplia y profusamente.
Aunque el latinajo le venga al pelo lo cierto es que su gloria no fue tan efímera. Más la quisieran un montón de esos “dictadores bananeros” ante quienes ciertos espíritus libres suelen maullar quejándose por sus elongadas duraciones.
Que su gloria haya sido la única a la que se le pondrá término está por verse. El flamante gobierno —vuelto a los antiguos fastos, oropeles y rituales del matraqueo, la obsecuencia sin rubor y el poder único y unificado del jefe máximo— repite los ancestrales cánticos con los estribillos “nadie está al margen de la ley” y “no hay intocables”.
Por candidatos tan evidentes como “la maestra” no parará la cosa. Que prevalezca la siempre cantada intención de ejercer justicia o esa masa gelatinosa llamada “razón de Estado” es otro asunto. ®
Notas
1 Werner Sombart, El burgués, Madrid: Alianza Editorial, 1972 (edición original: 1913).