Recorro a diario las mismas preguntas. Estoy acostumbrada a vivir sin respuestas y a imaginarme el desenlace: ¿huyó y fue atrapado?, ¿huyó y cayó de nuevo?, ¿huyó y no volvió nunca? Pero hoy es el día de la revelación.
Pertenezco a una de las cien puertas de Leopoldstadt, segundo distrito de Viena. Mi edificio es el número veintiséis; veintiséis de Yod, He, Vav y He, la suma de YHVH.
Es sábado por la mañana. Salgo de mi edificio y saludo el pudor de sus calles. En mi puerta sobresale una placa metálica con apellidos como bosques: pinos, manzanos, olivos y abetos. Un follaje calcinado. Las llamas redujeron la materia al abstracto, eliminando primero las vocales, luego las consonantes, hasta dejar solamente los números. Me detengo un segundo a mirar la placa. Estimados ciento veintinueve fantasmas: Servus!
Cierro la puerta de mi ruina y observo la calle. En el suelo hay un relato escrito en letras oscuras. Ochenta y seis palabras describen a la dignidad siendo golpeada en primera persona. Los transeúntes pisan el texto con la misma indiferencia con la que presenciaron el martirio del protagonista. El asfalto los acusa de complicidad.
El texto comienza a afectarme, algunas palabras me provocan vértigo y me hacen perder el equilibrio: “fracturado”, “pateado”, “roto”. Su pronunciación me nubla hasta hacerme caer de la oración.
Conozco el texto de memoria. Camino sobre él leyéndolo con mis suelas sucias, a veces respeto su sintaxis y otras veces la deconstruyo a brincos. Hoy soy una purista. Piso fuerte los sustantivos mayúsculos: “Cacería”, “Sangre”, “Golpe” como si mi peso pudiera detenerlos. Leo a paso rápido hasta el siguiente punto, apresurando mi andar sobre aquel infame atributo, ese que ha corrompido a tantas juventudes.
El texto comienza a afectarme, algunas palabras me provocan vértigo y me hacen perder el equilibrio: “fracturado”, “pateado”, “roto”. Su pronunciación me nubla hasta hacerme caer de la oración. Me detengo un momento e imagino a aquel hombre abatido, aullando de dolor y sin fuerza para escapar. Pero el texto continúa un par de metros más. Leo una serie de conjugaciones que me impulsan a llegar hasta el final del relato: “corro”, “grito”, “huyo” y (…), la raíz de un manzano destruyó el último verbo. El destino del protagonista se esconde a los pies de un árbol muerto.
Recorro a diario las mismas preguntas. Estoy acostumbrada a vivir sin respuestas y a imaginarme el desenlace: ¿huyó y fue atrapado?, ¿huyó y cayó de nuevo?, ¿huyó y no volvió nunca?
Pero hoy es el día de la revelación. Diviso las señales a lo lejos.
Más allá del punto final camina un hombre en dirección opuesta a la mía. No lleva prisa. Se acomoda el abrigo satinado de Shabbat y continúa a paso lento, indiferente al testimonio redactado bajo mis pies. Al toparnos, bajamos con modestia la mirada y nos ignoramos por completo, como debe ser, como está escrito. Metros más adelante volteo de reojo y lo observo caminar. Hoy creo en los mensajes ocultos. El hombre se tambalea cerca del texto y pisa al azar uno de sus muchos verbos, quizá similar al que fue levantado del suelo: “volver”.
El manzano retoña. Ahora sé cómo termina el relato. ®