Una de las atribuciones que Luhmann subraya de los medios es la de fungir como “árbitros” del quehacer político. Es decir, observar la pertinencia del “juego” político y que los contendientes se atengan a las reglas legalmente establecidas.
Con motivo del 75 aniversario de la caída del régimen nazi en Alemania la primera ministra de este país, Angela Merkel, emitió unas palabras que tuvieron notoriedad en el mundo occidental. De acuerdo con el sitio informativo Deutsche Welle (DW), la jefa del Estado alemán manifestó que “Los periodistas deben poder confrontar a un gobierno y a todos los actores políticos con una perspectiva crítica”. Asimismo, que “la democracia necesita hechos e información, capaces de discernir entre verdad y mentira y, a la vez, de proyectar distintas perspectivas de la realidad y diversidad de opiniones”.
El posicionamiento de Merkel tuvo como trasfondo, por supuesto, la significativa fecha de celebración del cumplimiento de tres cuartos de siglo de la derrota del nazismo en el poder, pero también el ambiente de populismo, demagogia y falsedad informativa que campea hoy en diversos gobiernos occidentales democráticamente electos. En el caso de Angela Merkel, seguramente tenía presente a Víktor Orbán, en la cercana Hungría, y sin duda a Donald Trump, con quien ha tenido diversos desencuentros. Pero también en las regiones tropicales del Occidente vienen a la mente personajes como Alberto Fernández, de Argentina; Jair Bolsonaro, de Brasil; Lenín Moreno, de Ecuador; Nayib Bukele, de El Salvador, y Andrés Manuel López Obrador, de México.
Además de esta creciente ola mundial de demagogos que, por definición, son ajenos a los hechos verificables expuestos mediáticamente; sobre todo, el discurso de la egresada de la Universidad de Leipzig recuerda las penetrantes observaciones que hace un cuarto de siglo hiciera Niklas Luhmann sobre los medios tecnológicos de comunicación masiva.
Dentro del amplio estudio de la funcionalidad social que Luhmann realizó a lo largo de toda su vida académica, una de las concepciones más interesantes que tuvo fue la del subsistema de los medios de comunicación de masas, o mass media, como también se les conoce por su acepción inglesa.
Para el sociólogo no hay duda: una de las funciones mediáticas es la de arbitrar la operación del subsistema político. Así lo expresó en el ensayo “Sobre políticos, honestidad y la alta amoralidad de la política”, que en México fue publicado con una espléndida traducción de Jaime Ramírez Garrido (Nexos, núm. 219, abril de 1996):
En circunstancias en la que los medios masivos sirven como los guardianes de la moralidad, lo relativo al control moral de los sistemas funcionales toma la firma de escándalos. Esto tiene sus ventajas: por lo menos uno sabe qué evitar y de qué estar prevenido. Los escándalos enfatizan lo raro, echan luces sobre las fallas individuales con lo cual permiten que los asuntos normales se desarrollen discretamente (p. 47).
Pero esta forma de “moralidad” mediática no es la tradicional que se afirma de acuerdo con estipulaciones de herencia religiosa o del sentido de piedad popular, sino que opera bajo parámetros propios de la funcionalidad sistémica contemporánea:
…es precisamente la independencia de las evaluaciones morales lo que exige una moral específica propia: como una moral de equidad política. Esto puede aclararse en referencia a la esfera de donde la idea de equidad deriva: el ejemplo del deporte. Aquí, también, sería inaceptable, moralmente inaceptable, si ganar y perder se convirtiera en un destino moral. La diferencia entre los dos se relaciona exclusivamente con criterios deportivos. Exactamente por esta razón existe una óptica moral concerniente a la práctica del doping que mina e incluso destruye el código deportivo y sus criterios… compatible con un sistema de moral que trata de asegurar que la diferencia entre ganar y perder se deba al mérito en los términos deportivos y diga al público algo sobre los logros atléticos más que los bioquímicos (pp. 45 y 47).
Así, una de las atribuciones que Luhmann subraya de los medios es la de fungir como “árbitros” del quehacer político. Es decir, observar la pertinencia del “juego” político y que los contendientes se atengan a las reglas legalmente establecidas. En la medida que afirma que una de las estrategias inherentes a la acción mediática es la de producir escándalos (en el sentido de alertas a la ciudadanía y no en su acepción de alarmismo), de esta manera serán dadas a conocer las “faltas al juego”. Esto es claro, por ejemplo, cuando se dan a conocer los casos de corrupción en el gobierno. Entonces, los mass media trabajarían como el observador de segundo orden en relación con la política.
En las sociedades democráticas justamente los sistemas presidencialistas son los que, históricamente, han encarnado la mayor oposición ante el trabajo mediático crítico, debido al impulso inherente a la concentración de poder en una sola persona para controlar el discurso socialmente válido y las acciones que éste desencadena.
Recordemos qué entendía el sociólogo por “observador de segundo orden”: es aquel subsistema que da cuenta de las operaciones de otro subsistema desde “afuera”. Es decir, no participa de su funcionalidad interna, pero sí percibe con atención la manera de operar de lo observado. Tal es el caso de la relación entre los medios y el subsistema político: los medios no legislan, pero están al tanto de qué y cómo se legisla; los medios no ejercen la fuerza pública, pero recaban cómo y cuándo ésta se aplica; los medios no asignan presupuestos públicos, pero investigan quién y cómo está manejando esas asignaciones de acuerdo con las reglamentaciones vigentes, etcétera.
En lo general, los medios de comunicación masiva han cumplido esta función de manera puntual, e incluso ha habido casos paradigmáticos de su actuar a través del tiempo, como fue el caso Watergate del Washington Post, en Estados Unidos, que obligó a la renuncia del presidente Richard Nixon o, en México, el cese de toda la directiva del periódico Excélsior, en los años setenta, por órdenes directas del entonces presidente de la República, Luis Echeverría Álvarez, debido a su tenacidad de no ceder ante las presiones, sobornos e intimidaciones del omnímodo poder presidencial mexicano.
En las sociedades democráticas justamente los sistemas presidencialistas son los que, históricamente, han encarnado la mayor oposición ante el trabajo mediático crítico, debido al impulso inherente a la concentración de poder en una sola persona para controlar el discurso socialmente válido y las acciones que éste desencadena. Que personajes como Andrés López y Donald Trump sean histriónicos y exhibicionistas de su autoritarismo e ignorancia no obsta para que, en sus respectivos países, el presidencialismo se haya comportado igual de hostil ante los medios a lo largo del tiempo, si bien de maneras subrepticias e incluso anónimas y, especialmente en el caso latinoamericano, también de manera mafiosa y criminal.
En tanto las naciones presidencialistas no realicen ajustes a sus políticas de contrapesos institucionales (más necesarias en México que en Estados Unidos en estos ejemplos) para equilibrar el poder de decisión y, sobre todo, la influencia política del Ejecutivo, los medios tecnológicos de comunicación de masas seguirán operando como los árbitros reverberantes de los dislates del poder. ®