En 1938 Hitler paseaba por Berlín en su limusina
saludando a todos los presentes. Entre ellos a mi abuelo René, de seis años.
Inflaba la panza para presumir la bandera mexicana que tenía por camisa.
Ese día un año después la radio reventó el silencio de una cena familiar.
Alemania había invadido Polonia.
La paz al fin se había terminado.
De la mesa se levantó el tío Abel,
que había luchado en África con mi tatarabuelo.
Tomó su rifle y lo apuntó a la sien de mi bisabuelo.
“Prefiero matarte yo a que te maten los mugrosos alemanes”.
Mi bisabuelo regresó a México con su hijo y su mujer.
El tío Abel murió durante la guerra, pero no a manos de los alemanes,
fue la rabia de la guerra.
El volver a ver a Europa requemada por la metralla.
Los fantasmas atrincherados en la cocina.
El incesante sonido de los cincuenta milímetros
reventando la cabeza de algún soldado
del otro lado del alambre de púas. ®