Esta novela es una cruel y caústica radiografía de una realidad personal que se va escorando cada vez más hacia niveles de autoflagelación, a un callejón sin salida, en una reivindicación tan agonizante como lúcida de la independencia mental que a duras penas pone a salvo el criterio.
Hay relatos que se ajustan a la perfección a la decadencia generalizada de estos tiempos, y no me refiero a las consecuencias de esta pandemia que estamos viviendo, sino a aquellas que ya se venían fraguando en lo que se ha dado en llamar la era del capitaloceno y que la pandemia solo ha puesto al descubierto si cabe de manera más evidente y descarnada, aunque el libro que en estas líneas reseñamos no trate de ella.
Mi lucha, reciente novela de Ari Volovich (Jerusalén, 1974), es uno de esos relatos que martillean la realidad sin piedad ni edulcorantes, con ironía, sarcasmo y altas dosis de humor negro, que además de definir el tono de la historia referida también son las señas de identidad del autor.
Mi lucha narra la historia de un escritor desempleado, un israelí muy chilango que se describe a sí mismo como “un rockstar disminuido por el oxígeno y los excesos, cuya barriga se infla a la par que el peso argentino”, el antihéroe contemporáneo por excelencia.
El título por sí mismo ya apunta a la controversia, y Volovich afirma haberlo escogido, entre otras razones que se irán desgranando a medida que avanza el relato, “para desbancar a esa histérica austriaca closetera que aterrorizó al mundo… con sus filias homoeróticas”, pero de igual modo para exponer las constantes y variadas luchas del personaje principal, Oz Manischewitz, alter ego del autor, en esta ficción con altas dosis de tintes autobiográficos recién publicada por la Editorial Moho, además de impreso también disponible en versión digital.
Una editorial a la que la pandemia no ha logrado reducir acostumbrada desde su nacimiento a lidiar con las adversidades propias de las publicaciones independientes y underground, sin contar con el perfil antisocial de la mayoría de los escritores del ya nutrido catálogo. Por cierto, ésta es la segunda publicación de Volovich en Moho, tras Jet lag (2013), libro de crónicas y relatos, además de haber participado en la compilación Volver a DF.
Mi lucha narra la historia de un escritor desempleado, un israelí muy chilango que se describe a sí mismo como “un rockstar disminuido por el oxígeno y los excesos, cuya barriga se infla a la par que el peso argentino”, el antihéroe contemporáneo por excelencia —cada vez más abundante—, apabullado por varias crisis, que bordea en su vida cotidiana el delgado filo que separa la cordura de la desesperación. Todo esto junto a su pareja, Malena (laboratorista y sostén económico del hogar), hasta que se desencadena un giro en la trama que nos llevará a un sorprendente desenlace.
No en vano el desempleo, siempre que no sea voluntario porque se viva de rentas o se reciba una inesperada herencia, es causante de una incertidumbre devastadora que hace que todos los días sean iguales, una serie consecutiva de domingos descafeinados sin el aliciente del merecido descanso porque no hay nada de lo que descansar ni rutinas que romper. Si acaso el compromiso autoimpuesto de seguir escribiendo, a pesar de todo.
Aunque bien es cierto que la búsqueda constante de trabajo puede resultar agotadora, extremadamente frustrante y arrasar, entre otras cosas, con la autoestima, la determinación de las ideas propias, la libido —sobre todo de la pareja— y en consecuencia con la vida sexual —aunque de eso también se encarga el propio matrimonio—, y por añadidura, con todo atisbo de vida social, convirtiendo al desempleado de largo aliento en un loser, un verdadero ser marginal con cada vez menor poder adquisitivo y, lógicamente, también con menos amigos.
De este modo, el protagonista malvive de esporádicas traducciones y algunos artículos de análisis sobre el conflicto palestino–israelí, paseando de manera ocasional a turistas por la Ciudad de México, y con algunas colaboraciones en algunos suplementos culturales cuyo exiguo pago le alcanza para pagar el gas, medio mes de la suscripción de Netflix y si acaso para las croquetas de su gato, la deidad felina con la que pasa la mayoría de su tiempo al estar dedicado a labores domésticas mientras busca un trabajo estable.
El protagonista malvive de esporádicas traducciones y algunos artículos de análisis sobre el conflicto palestino–israelí, paseando de manera ocasional a turistas por la Ciudad de México, y con algunas colaboraciones en algunos suplementos culturales.
Unas rutinas tan estériles como extenuantes que muestran las dificultades de sobrevivir laboralmente en el mundo de la industria cultural si uno no es un lambiscón o “viene de una familia con capital cultural, o con capital capital”, según asevera el autor.
Así, Oz Manischewitz, ahora exalcohólico, o más bien exborracho social —disidente de la muy masculina cofradía de la uva— y exfumador, una de las causas del crecimiento de su barriga, se halla en una edad y situación que apunta al cierre de un ciclo y el inicio de una vejez prematura.
A los 45 años vive entre la cotidianidad doméstica, compromisos sociales indeseados a los que es llevado de la mano de su pareja, sueños estrambóticos salpicados de delirios de extraña grandeza inducidos por los tranquilizantes (“despertar es una desilusión eterna”) y recuerdos de sus años mozos cuando cumplía el servicio militar en Israel, plagado de anécdotas hilarantes y un desapego al nacionalismo beligerante y dominador de los israelíes hacia todos sus vecinos árabes, en particular hacia los palestinos, por los que el autor muestra una empatía poco corriente entre los judíos, como explica detalladamente de manera epistolar en uno de los capítulos, mandando por la coladera, tamaña sinceridad ofende, un posible ingreso.
Poco a poco la decadencia se va adueñando de la vida del protagonista de manera sibilina, con rocambolescos encuentros eróticos con los que contrarrestar el vacío o deambulando sin destino por la ciudad, asiduo a los bancos de los parques a los que no conviene ir solo a cierta edad si no se quiere sufrir el chantaje despiadado de los niños y las miradas reprobadoras de las mamás bienpensantes, incluso cuando no se infrinjan los códigos de vestimenta y urbanidad, o quizás precisamente por eso.
Por esta razón, Mi lucha, una cruel y caústica radiografía de una realidad personal —también es un tributo a ciertas amistades—, se va escorando cada vez más hacia niveles de autoflagelación, a un callejón sin salida con situaciones cada vez más delirantes, en una reivindicación tan agonizante como lúcida de la independencia mental que a duras penas pone a salvo el criterio. Y concluyo con unas palabras del autor para ilustrar esto último: “… mi lucha se ha vuelto una batalla perdida de antemano. Mi lucha es contra esa magnífica bestia disfuncional que encarno”.
Lo dicho, Ari Volovich en su más pura y álgida esencia. ®