Mi método para estudiar economía política

La economía siempre es política

Soy aficionado a la economía política y ahora expondré mi método para estudiarla. Digo “economía política” para diferenciarla de la econometría y de cualquier otro enfoque pretendidamente científico de la disciplina.

Cartón de Ingram Pinn para The Economist.

Para mí la economía no es científica en el sentido en que lo son las “ciencias duras”. La economía siempre es política porque las corrientes dominantes dependen de la arquitectura política dominante en un momento dado, no siempre explícita por los practicantes.

Mi interés por la economía nació en la década de los setenta, en un ambiente dominado por el marxismo, que es una doctrina economicista. Eventualmente me liberé del marxismo pero no de la economía, que me parece indispensable para interpretar las cosas del mundo y la historia. Me aboqué a estudiarla en serio a partir de la crisis financiera de México en 1994–1995. Quería escribir artículos en periódicos y era ineludible abordar temas económicos.

La cuestión que me acuciaba entonces era por qué ocurrían las crisis financieras recurrentes de los países. No tomé en serio el tópico del “error de diciembre” que Carlos Salinas lanzó y medio mundo se tragó. Así llegué al tema del comportamiento cíclico del crecimiento económico. Leí muchos libros y artículos al respecto pero no empecé por ellos sino por las noticias en los periódicos y revistas respetables de Estados Unidos y Reino Unido.

Toco aquí el primer paso de mi método para estudiar economía: en vez de seguir un programa académico o de estudiar las grandes teorías me concentré en las noticias del momento, las desgrané y fui acudiendo a la información disponible para interpretarlas, desde definiciones de conceptos en enciclopedias hasta los precedentes históricos y los libros que los tratan. Tiempo después me enteré de que éste es el método que el neoclásico Alfred Marshall —maestro de Keynes— enseñaba a sus alumnos, lo cual me alentó a seguir la ruta que me había trazado.

Al tiempo que hacía esto escribía artículos semanales (en El Universal). Me estacioné en la biblioteca Benjamín Franklin de la Ciudad de México, donde tenía acceso a los principales diarios y revistas del mundo y a una buena dotación de libros. Conforme estudiaba tomaba notas y luego redactaba mis artículos en el cuarto de servicio donde vivía. La presión de entregar un artículo por semana fue decisiva para acelerar el paso y delimitar los temas. Cometí muchos errores que fui corrigiendo sobre la marcha.

El estudio de las crisis financieras de los países me abrió la puerta a temas relacionados. El más importante fue el fenómeno del eurodólar, tan importante que le dedicaré un artículo luego. En cuanto al tema que me ocupa esta vez diré que me intrigaba saber qué demonios era el eurodólar porque los tecnócratas mexicanos lo mencionaban mucho: “Obtuvimos un crédito de diez mil millones de dólares en el mercado del eurodólar”. Pero nadie explicaba qué era el eurodólar. Hurgué libros en vano hasta que encontré una referencia sustantiva en un pie de página de un libro del que hablaré después.

Pude comprender entonces que quienes atribuían los males económicos de México a los gobiernos de los setenta no tenían idea de la transformación de las finanzas internacionales. Los vi como tontos útiles del Consenso de Washington.

Lo importante fue que descubrí cómo y cuándo empezó la globalización financiera: empezó de manera informal —por eso no había libros sobre el tema— en la Europa de posguerra —luego contaré esto— y se volvió exponencial en los setenta, en correspondencia con el gobierno de Luis Echeverría en México. Pude comprender entonces que quienes atribuían los males económicos de México a los gobiernos de los setenta no tenían idea de la transformación de las finanzas internacionales. Los vi como tontos útiles del Consenso de Washington. Mi método para estudiar economía estaba resultando explosivo.

Exploré el tópico del “riesgo soberano”, lo cual me llevó al tema de los “derivados financieros”. Estaba en eso cuando ocurrieron la quiebra del fondo de inversión Long Term Capital Management y las crisis financieras de Hong Kong y Tailandia en 1998. Resultó que el cerebro gris de los derivados financieros ―creo que su nombre es Myron Scholes―, había ganado el premio Nobel de economía por sus innovaciones financieras, mientras que las crisis de Hong Kong y Tailandia ocurrieron apenas meses después de que el FMI había elogiado a los gobiernos de esos países por su “sabio manejo” de las finanzas públicas.

El tema de los “derivados financieros” y su premiación me hizo “oler algo podrido en Dinamarca”. Las instituciones financieras internacionales y las escuelas de economía más prestigiosas del mundo comulgaban con un paradigma creado por intereses económicos muy poderosos con pies de barro. El estallido de la crisis financiera global era cuestión de tiempo. Luego vino la crisis del mercado de electricidad en Estados Unidos (la quiebra de Enron).

Mis artículos al respecto entraron directos al debate de entonces sobre la iniciativa de ley del presidente Zedillo para crear el mercado de electricidad en México. Sus impugnadores no me citaron pero era claro que estaban usando mis argumentos. Los economistas profesionales callaron. En realidad no tenían nada qué decir.

Resumiendo: mi método para estudiar economía es empírico y azaroso, es decir, va sobre la marcha de los acontecimientos. Busca captar la coyuntura e integrarla al proceso del que es parte, hasta llegar a su conformación estructural. ®

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Publicado en: Política y sociedad

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