Durante el duro frío invernal Madrid se vistió de nácar, surrealismo, barro y lluvia mexicana con exposiciones de pintura virreinal, Vicente Rojo, Gustavo Pérez y Leonora Carrington.
Es interesante constatar la presencia cultural continua que tiene México en Madrid. Se podría marcar perfectamente un itinerario a recorrer en cada temporada del año para disfrutar de la variada oferta expositiva. Tuve la oportunidad, a finales de este invierno, de presenciar tres muestras totalmente diversas entre sí. Y eso a pesar del frío y el termómetro que oscilaba de manera persistente entre los dos grados más o menos cero. Estando allí se aprende —no queda de otra— a hacer frente a las bajas temperaturas y hasta una termina emulando a los madrileños que no cejan en su gusto por quedar con los amigos a tomar un vermut en las terrazas que se despliegan en las anchas aceras de la ciudad. Ay, cómo extraño ahora, de regreso a Oaxaca, esas banquetas amplias y espaciosas. Aquí, una tiene que aprender a caminar en anchuras menores a un metro, sorteando todo tipo de obstáculos, como si hubiera una voluntad divina o política para evitar que una llegue, a tiempo o a salvo, a su destino.
En fin, que el mejor producto de exportación de México no son desde luego sus banquetas de provincia, pero sí su arte, que sorprende aquí y allá en la capital española. Se explayan en múltiples espacios culturales, fuera de los que están vinculados con instancias mexicanas, como la Casa de México o el Centro de Estudios de la UNAM–España, bajo la batuta —éste— de Jorge Volpi. Y es que se pueden apreciar exposiciones de gran interés en torno a temas múltiples en recintos propiamente ibéricos de diferente índole, desde museos estatales —donde, lamentablemente, ha de reiterarse, se cuela siempre algo parecido a una nostalgia solapada por el imperio perdido— hasta galerías privadas, pasando por fundaciones de grandes consorcios empresariales.
Así, por ejemplo, el Museo de América, recinto moderno de estilo historicista con una disposición de antiguo convento, perteneciente al Ministerio de Cultura y Deporte del Gobierno de España, exhibía en su sala de exposiciones temporales La luz del nácar. Reflejos de Oriente en México. Se trataba de una bella serie de pinturas hechas sobre tablas de madera por maestros artesanos de la Ciudad de México durante el Virreinato, a finales del siglo XVII, siguiendo la técnica del enconchado, la cual llegó a Nueva España a través de la Nao de China —ese galeón que, surcando el Pacífico, conectaba el puerto de Acapulco con el de Manila en la lejana Filipinas, otrora también colonia española. Inspiradas en la crónica de Bernal Díaz del Castillo, las pinturas, realzadas con finas incrustaciones de nácar, recreaban desde una visión criollista escenas de la Conquista.
Memoria, una exquisita galería de arte contemporáneo, exhibía una selección de obras de Vicente Rojo y Gustavo Pérez. Ahí en sus paredes colgaba México bajo la lluvia, haciendo un guiño geométrico a la materia de las piezas tridimensionales del ceramista, colocadas aquí y allá sobre discretos podios.
En otra zona totalmente diferente de la ciudad, en una angosta calle en pleno barrio chic de las Salesas, conocido por sus boutiques trending de moda, di por casualidad —mientras ejercitaba con devoción la práctica francesa del flâneur— con Memoria, una exquisita galería de arte contemporáneo que, de manera simultánea, exhibía una selección de obras de Vicente Rojo y Gustavo Pérez. Ahí en sus paredes colgaba México bajo la lluvia, haciendo un guiño geométrico a la materia de las piezas tridimensionales del ceramista, colocadas aquí y allá sobre discretos podios.
No lejos de ahí, en el Paseo Recoletos, a poco más de una cuadra del legendario Café Gijón, punto de reunión de intelectuales y artistas a lo largo del siglo XX, la Fundación Mapfre, una empresa de seguros, había recién inaugurado una retrospectiva sobre Leonora Carrington; de hecho, una increíble retrospectiva, basada en envidiables recursos económicos, pero también en una cuidada y profunda investigación curatorial. La muestra, que se podrá visitar todavía en mayo, se extiende en múltiples salas y alberga un sinfín de obras, objetos y documentos diversos que reconstruyen el mundo surrealista, pero también político y feminista, de la pintora y escritora.
Entre las tantísimas piezas presentes se podía apreciar, a modo de ejemplo, las acuarelas primigenias de su juventud, hechas en su pueblo inglés natal, donde ya se puede distinguir su gusto por los cuentos fantásticos y las protagonistas femeninas; las puertas de madera intervenidas procedentes de la cocina de la casa de campo donde estuvo viviendo con Max Ernst, en el sur de Francia, antes de que el régimen de Vichy se lo llevara preso. El cuadro Down Below que pintó tras la violación tumultuaria de la que fue víctima en España por carlistas y su paso posterior por un sanatorio psiquiátrico; el pasaporte (ocupación: su hogar, registra) con el que pudo viajar de Lisboa a Nueva York huyendo de la Europa fascista, las cartas de angustia y amor que le escribía a Renato Leduc o el mural El mundo mágico de los mayas, que el naciente Museo Nacional de Antropología de México le encargó en el año 1963, años después de que llegara y se hubiera instalado en este país donde haría tierra y casa hasta su fallecimiento.
Así, durante el duro frío invernal, Madrid, se vistió de nácar, surrealismo, barro y lluvia mexicana. Qué bonito. ®