En la Tierra se toma muy en serio todo lo simbólico, especialmente el dinero. Las cosas valen por el dinero que representan. Hay señores que valen mucho y otros que más bien estorban. Son éstos los que van a las guerras y los que se dedican a engrasar todas las máquinas que mantienen al planeta en funcionamiento.
Para Rogelio Villarreal
Se dejan caer y no intentan levantarse nunca más. Antes o después llega el momento en que uno ya no intenta levantarse.
—Paul Auster, El país de las últimas cosas
Es necesario describir cómo es la cosa en mi planeta, que se llama Tierra.
No se pensará por esto que soy pretencioso. Por el contrario, soy lo bastante humilde para suponer que el lector improbable de estas líneas quizá nunca pondrá un pie sobre esta esfera compuesta de tres partes de agua por una de tierra (la palabra tierra, usada así, como un sustantivo genérico, no como nominativo, quiere decir otra cosa que el otro que, a simple entender, no es lo mismo, sino el nombre de mi planeta, ciertamente muy estúpido… el nombre… y el planeta, como me propongo demostrar en cuanto cierre este paréntesis en el que sólo basta aclarar que se distinguen, Tierra y tierra, por el uso de la mayúscula al inicio de la palabra, aunque también para esto hay excepciones dignas de muy sesudos tratados, pues si la palabra tierra con minúscula se usa al principio de un enunciado se le debe escribir con mayúscula y entonces ya no se le distingue de la que designa a mi planeta, salvo por el contexto, aunque, claro, esto pasa en mi idioma, no en todos los idiomas de la Tierra, porque, otro asunto para desocupados, hay muchos idiomas porque se supone que es voluntad de Dios, que no es lo mismo que decir que un dios, porque también se piensan muchos dioses en mi planeta, pero los que pensamos en mi dios le llamamos Dios, cosa que no es tan compleja como parece expuesta así, rápidamente, para que nos entendamos y no se generen confusiones cuando algún extraño lector en algún extraño lugar del prácticamente infinito Universo se interese en lo que relataré que, por cierto, es interesantísimo, como ya se va echando de ver si se ha leído con atención este breve paréntesis, a mi entender indispensable) y creo de una gentileza valorable en cualquier cultura simplificarle el asunto a ese curioso o apasionado cofrade espiritual, si es que tiene espíritu y lo usa para menesteres como éste de leer (en la Tierra fue así durante otras épocas, ahora el espíritu se usa para cosas que desconozco y no se le usa para leer porque ya no se lee para “alimentar el espíritu”, como gustaban decir, sino para escribir cosas favorables o desfavorables sobre lo que se ha leído, según qué parezca traer mejores réditos).
Sea pues que me propongo, con toda humildad, describir brevemente cómo son las cosas en mi planeta, del que ya he dicho que se llama Tierra, que se compone de tres partes de agua por una de tierra y, en honor a la buena didáctica, resta aclarar que es uno de los que giran en torno a una estrella chica en las afueras de una galaxia que parece reguero de leche y que se le distingue, al planeta, porque está achatado por los polos y ensanchado por el ecuador (o sea, por la parte visiblemente más ancha) y porque es el tercero, según se sabe, en torno a la estrella mencionada arriba. Pero se le distingue más fácilmente porque es ahí donde fue encontrado este cuadernillo (es decir, el bloque de hojas engarzadas en el que estoy escribiendo… y que, bien pensado, si alguien está entendiendo lo que estoy escribiendo seguramente sabe más o menos qué planeta es éste y sabe, tal vez, muchas más cosas sobre este planeta, entre otras que hay o hubo habitantes y que escriben o escribían en, por lo menos, un idioma conocido y descifrado). Dicho queda, pues, lo poco que se necesita saber en cuanto se refiere al nombre, la forma, la ubicación y otras pocas características de mi planeta, al que en más, si es que vuelvo a mencionarlo, llamaré Tierra.
En la Tierra se toma muy en serio todo lo simbólico, especialmente el dinero. Las cosas valen por el dinero que representan. Hay señores que valen mucho y otros que más bien estorban. Son éstos los que van a las guerras y los que se dedican a engrasar todas las máquinas que mantienen al planeta en funcionamiento.
La Tierra está dividida en países, lo que no tiene nada que ver con las muy naturales divisiones fenotípicas, orográficas, etcétera. Los países existen, hasta donde me da el reflexionarlo, para que pueda haber guerras internacionales (porque a los países también se les llama naciones, porque es donde se nace, y se les llama patrias porque es donde han nacido los padres, pero —aunque lo parezca— no es lo mismo decir país, nación o patria porque cada palabra tiene distintas intenciones y efectos que si no se calculan muy bien calculados llegan a ser de lo más peligrosos), que si no todas las guerras serían “intestinas” (así les llaman a las guerras entre gentes de un mismo país), cosa considerada sumamente grave, sobre todo porque traen consigo efectos económicos muy malos para el país que guerrea intestinamente y muy buenas para los países que pagan las guerras, y ése, precisamente, es el otro motivo que discierno para que haya países: si no hubiera países, los que pagan las guerras se verían muy afectados en su categoría social porque tendrían que pagar matanzas, así a secas, y eso, como todo mundo sabe, no es negocio muy dignificante, lo que viene a echar por tierra la peregrina idea de que la opinión de los poderosos o de las mayorías, casos y casos, constituye la moralidad vigente ya que en este asunto son los más poderosos, aclamados por las mayorías, los que manejan la cuestión sin que por eso se le deje de considerar moralmente reprobable, ¡ni la neutralidad moral se le concede para efectos de opinión pública, vaya! Pero en realidad la guerra no importa en absoluto y no sé por qué me disperso en consideraciones sobre tema tan anodino como ése. De seguir así daría en dispersarme en explicar cómo nos alimentamos, o de qué modo nos deshacemos del bagazo de los alimentos, etcétera.
Así que al grano: en la Tierra hay países y los países tienen gobernantes, no importa por qué o cómo. La mayoría de los países (y siempre me referiré a la mayoría de lo que sea cuando parezca que estoy haciendo una generalización irresponsable) tienen, además de los gobernantes, o para complicarle el trabajo a los gobernantes (no se sabe), gobiernos subdivididos en conjuntos de asuntos de los que se ocupan unas entidades que serían abstractas si no estuvieran a reventar de gente, edificios, erogaciones y otros síntomas más o menos confiables de existencia, a los que por lo general se les llama ministerios, aunque con excepciones, como en mi país, donde se les llama secretarías.
Los gobiernos gobiernan para que alguien lo haga, es decir que están al servicio de la gente, pero como se vino a demostrar que no estaban al servicio de la gente se inventaron los congresos, que son grupos de gente que representan a la gente ante los otros representantes de la gente (los del gobierno), de modo que la gente siempre está representada y no corre ningún riesgo de que le tomen el pelo (prueba de ello es que los que representan a la gente siempre están de acuerdo con los que representan a la gente aunque, claro, y es comprensible, pasan días y días cerciorándose de que están absolutamente de acuerdo). Por supuesto que la difícil tarea de representar los intereses de terceros merece una buena remuneración: éste es un planeta eminentemente justo donde el esfuerzo generoso que hacen los que lo hacen para que sus representados estén representados (lo que, bien visto, a ellos qué diablos habría de importarles) se paga con dinero, es decir, de un modo simbólico, pues la deuda moral hacia esos señores es invaluable.
Hay gente aún más sacrificada: los que gobiernan a los gobernantes. Esto puede parecer confuso a una mente lerda, pero se explica fácil. Los gobernantes representan a unos y son gobernados por otros. Nunca he comprendido que a la gente le cueste trabajo entender esto. Los que gobiernan a los gobernantes se distraen de sus asuntos para asegurarse de que los gobernantes no se equivoquen. Les dan dinero para que no les falte lo necesario para hacer que el dinero siga ahí y regrese a su lugar. Algo así como lo de las naciones: la gente que nace en un sitio tiene que vivir ahí, puede salir pero debe volver. Es tan elemental que no puedo sino considerar tontos a los que no aceptan que el dinero regrese al lugar del que salió. Y multiplicado, sea por gratitud a su generosa vigilancia y el tiempo que implica.
En la Tierra se toma muy en serio todo lo simbólico, especialmente el dinero. Las cosas valen por el dinero que representan. Hay señores que valen mucho y otros que más bien estorban. Son éstos los que van a las guerras y los que se dedican a engrasar todas las máquinas que mantienen al planeta en funcionamiento. Engrasan motores, movimientos sociales, negocios, religiones, circos de toda clase y grupos políticos. También engrasan una cosa que se llama arte y que nadie tiene claro por qué ni para qué existe.
Yo escribo esto por si no se logra acabar con el caos, por si la grasa no es suficiente para los engrasadores o los engrasadores no son suficientes para tanta grasa o por si es necesario dejarlo todo sin nada que engrasar.
Esto del arte se ha convertido en un problema. Hay gente que lo usa para incomodar a los gobernantes que, como es natural, reaccionan con enfado. La verdad es que no parece justo que se moleste a esos nobles señores que se esmeran en representarnos y cumplir todas las tareas tan arduas que ya he descrito. Pero no se piense que todos los que hacen arte andan molestando ni todos los gobernantes van por ahí de disgusto en disgusto. Los gobernantes —como lo demuestra el dinero que tienen— son más listos que los engrasadores del arte, así que les dan dinero y grasa para que vayan a lo suyo sin meter las narices en el buen funcionamiento de las cosas. Es un trato donde todos están contentos. Los que no quieren aceptarlo son apartados por los que sí y se vuelven resentidos, neuróticos, agresivos hasta que el repudio de sus pares los aparta, los calla y hace como que no existen.
En la Tierra no es importante existir, sino que se sepa que uno existe. Cuando alguien se da cuenta de que no tiene dinero entra en un estado de ánimo muy lamentable, de mucho desasosiego, pues la falta de dinero equivale al decreto inapelable de inexistencia.
Aquí están los que existen y los que creen que existen. Mi planeta en eso es muy ordenado. Los que creen que existen pero no existen producen un ruido de fondo bastante molesto, hasta que desaparecen y con ellos desaparece su barullo. Hay distintas formas de dejar de existir pero es mejor no hablar de eso. Si alguien encuentra este puñado de hojas también encontrará datos sobre ese asunto tan espinoso. Yo sólo quiero decir cómo es la cosa en la Tierra así, en forma muy general. Aunque no tiene caso. En realidad cualquiera puede encontrar suficientes testimonios de todo. En realidad de nada sirve lo que estoy haciendo porque es evidente que no lo terminaré nunca. Y aunque lo terminara, ¿qué ganaría con eso? Todos nos hacemos esa pregunta: ¿Qué ganaría con esto o lo otro?
Éste es la Tierra. Un buen planeta. Soy alguien satisfecho con vivir en el mejor planeta imaginable. Sirva para que lo sepa quien lea estas páginas cuando yo ya no exista, cuando mi planeta exista ya deshabitado. Será pronto, lo sabemos desde hace mucho y vimos que era inevitable. Las cosas se están estropeando porque los que existen están cansados de los que creen que existen y viceversa —cansarse es normal, siempre, para todo y para todos—, no porque las cosas no estén bien organizadas o porque alguien haya faltado a su tarea. O sí, algunos, pero ya he dicho lo que se hace con ésos: se les deja sin dinero, se les permite existir y hacer su ruido hasta que se apagan y dejan de existir del todo. Es lo normal y lo que se ha hecho siempre, funcionó mientras los que tenían que engrasar las cosas cumplieron debidamente. Ahora todo se ha trastornado y hay que correr el riesgo: O desaparecemos los que sólo estorbamos o desaparecerá el orden y con él todo lo que depende del orden. No queremos un planeta deshabitado, ¿o sí? Yo escribo esto por si no se logra acabar con el caos, por si la grasa no es suficiente para los engrasadores o los engrasadores no son suficientes para tanta grasa o por si es necesario dejarlo todo sin nada que engrasar. Se hace lo necesario, créalo quien lea estas páginas. Estas páginas que ya sólo son parte del ruidero: por el bien de todos se me ha declarado inexistente, lo entiendo y no tengo por qué replicar. ®
Eva Leticia Martínez García
Jajajaja, comencemos a cambiar este orden y nombremos al planeta: AGUA. Digo, a ver si alguien nos pela; digo nos porque también me asumo inexistente.