“No los queremos ver aquí, cabrones”

Capítulo tres del libro Morir en México

Antes de que el comandante dijera “Llévenselos y denles piso”, antes de que les pusieran una capucha negra en la cabeza y cerraran las puertas, antes de que lo forzaran a agacharse y le pusieran el cañón de una pistola 9mm en la cabeza, antes de ese momento, Rafael todavía tenía esperanza. Y la esperanza es todo.

La ciudad les pertenece.
—Rafael

Todo mundo hablaba de Reynosa, la ciudad de medio millón de habitantes al otro lado de la frontera de McAllen, Texas. Había historias de bloqueos y balaceras, de ejecuciones, de cuerpos en las calles. Era febrero de 2010 y las balaceras, las ejecuciones y los cuerpos desechados se habían vuelto la norma en muchas partes de México. Pero algo diferente sucedía en Reynosa. Todo lo que se hablaba se decía en una cámara de silencio. No había declaraciones oficiales, no había reportajes en los noticieros locales y no había corresponsales nacionales o internacionales, ninguna fotografía, ninguna entrevista de radio, ninguna documentación… sólo el hablar de la gente. Un amigo me dijo que la ciudad estaba sitiada. Un amigo de un amigo dijo que la gente tenía miedo de salir. Alguien oyó decir que las escuelas estaban vacías, que los padres de familia tenían pavor de que sus hijos se encontraran en el fuego cruzado de una balacera rumbo a la escuela y los tenían encerrados en casa. A finales de febrero de 2010 el Consulado de los Estados Unidos en Reynosa cerró sus oficinas sin dar explicaciones. Los residentes de Reynosa subieron relatos anónimos de batallas al Twitter. Todo mundo hablaba de Reynosa, pero las palabras estaban fuera de cámara, extraoficiales. El gobernador de Tamaulipas culpó a la “paranoia colectiva”. Entonces una mujer subió un video a YouTube grabado con su celular. Fuera de cámara, la mujer dijo: “El gobierno dice que esto es paranoia”. El video mostraba dos cadáveres, camionetas tipo SUV baleadas, cientos de casquillos en el asfalto, calles y tiendas desiertas y, en la distancia, militares parados. Un periodista me dijo que la mujer después fue levantada de su casa y asesinada.

Las calles de Reynosa

Las calles de Reynosa

Rafael no es dado a la paranoia. A la edad de treinta años, tiene un aire insólito de concentración constante. Cuando hablas con él puedes verlo pensar. Trabaja para Milenio Televisión en el DF y es un periodista meticuloso. Está en Monterrey, la capital financiera del norte de México y la ciudad donde se graduó en periodismo y donde trabajó varios años. Está de vacaciones; su celular suena y él contesta. Su jefe le dice: “¿Sabes qué?, hay muchas balaceras en Reynosa pero nadie sabe qué está pasando. Queremos que te vayas para allá y documentes lo más que puedas”.

Rafael toma el camión a Reynosa. A la entrada de la ciudad el autobús se detiene en un retén de la policía. Varios oficiales se suben al camión y miran a los pasajeros. La única persona a la que abordan es Rafael.

“El gobierno dice que esto es paranoia”. El video mostraba dos cadáveres, camionetas tipo SUV baleadas, cientos de casquillos en el asfalto, calles y tiendas desiertas y, en la distancia, militares parados. Un periodista me dijo que la mujer después fue levantada de su casa y asesinada.

—Identificación, por favor.

Rafael les muestra su identificación y su credencial de prensa. Piensa: “¿Por qué sólo yo? ¿Será mi look?”

El policía le regresa sus papeles, baja del camión y lo deja pasar.

El camión llega a la terminal y Rafael está recogiendo su equipaje cuando suena su celular.

—Rafa, ¿ya estás en Reynosa?

—Sí.

—Ah, pues te queremos informar que Multimedios tenemos un problema ahí en Reynosa —le dice su jefe—. Hay un camarógrafo allá que está trabajando para los malos. Entonces, te advertimos nomás para que tengas cuidado.

Rafael cuelga. Sabía que estaba viajando a un lugar controlado por el Cártel del Golfo y los Zetas, pero pensó que por lo menos podría contar con el respaldo de su empresa y con contactos en la oficina de Reynosa. Pero no. Le llama al director de noticias de Milenio en Reynosa, un amigo que conoce y que sabe que es un periodista honesto, y le dice: “Oye, estoy en la terminal, ven por mí”.

En el coche platican. El director de noticias le dice que las cosas están muy pesadas. Que Milenio, como los demás medios, no ha sacado prácticamente nada. Los cárteles controlan a los medios locales. No todos los periodistas están comprados, pero los honestos están aterrados. Los capos imponen la censura con dinero, miedo o muerte, pero como quiera que sea, es absoluta. Lo que no se puede decir nunca se dice. El director de noticias confirma que el camarógrafo trabaja para un cártel. Milenio mandó un camarógrafo del DF que llegará al aeropuerto de Reynosa en breve. Rafael decide no trabajar en la oficina de Reynosa. Decide cambiar de hotel todos los días.

Rafael no acepta el reino de la censura. Su editor lo mandó a Reynosa a documentar lo que pueda. Él es un periodista y a eso vino. No es descuidado ni impávido. No busca la muerte. No es adicto a la adrenalina. Es una persona mesurada. No es un corresponsal de guerra; nunca ha estado en una zona de guerra. Pero ahora sus editores lo mandaron a cubrir batallas armadas que nadie más está cubriendo. Y piensa hacerlo. Pero no es tonto. Sabe que no puedes ser visto reporteando en una batalla, no puedes pararte en una esquina con la cámara prendida. Si lo haces te van a matar a balazos si tienes suerte, te van a levantar y hacer sufrir horrendas torturas antes de matarte si no la tienes.

Unos días antes de la llegada de Rafael un convoy de gatilleros del narco atacaron el penal de Reynosa con la intención de liberar algunos de sus compañeros. Fugas descaradas de los penales son comunes en las zonas de la narcoguerra. En mayo de 2009 unos treinta pistoleros en un comando de 17 vehículos y un helicóptero asaltaron un penal estatal en Cieneguillas, Zacatecas. Los pistoleros, algunos con uniformes de la policía federal, llegaron antes del amanecer, entraron a la prisión sin disparar un solo tiro, exigieron a los custodios que liberaran a 33 presos, incluyendo a once considerados de alta peligrosidad por la Interpol, salieron del penal con los presos —algunos de los cuales no pudieron ocultar su sonrisa— hacia los vehículos que los esperaban y se perdieron en la noche. Pero antes de partir allanaron una bodega y se robaron 33 armas. Toda la operación duró dos minutos y 52 segundos. Las cámaras de seguridad grabaron todo. Días después el director del penal y los 44 custodios presentes al momento fueron encarcelados para ser interrogados. En Reynosa, el intento de fuga no salió tan bien. Los pistoleros atacaron y los custodios respondieron. La batalla duró unas dos horas hasta que los atacantes se dieron por vencidos y se fueron sin liberar a ningún preso.

Rafael y su camarógrafo Eduardo, recién llegado en avión del DF, decidieron ir al penal a filmar los impactos de bala en los muros y en la torre de vigilancia. Nadie quiso hablar con ellos, mucho menos frente a la cámara.

Los pistoleros, algunos con uniformes de la policía federal, llegaron antes del amanecer, entraron a la prisión sin disparar un solo tiro, exigieron a los custodios que liberaran a 33 presos, incluyendo a once considerados de alta peligrosidad por la Interpol…

Fueron a entrevistar al presidente municipal de Reynosa, quien admitió que las cosas se habían puesto “difíciles” en la ciudad. El gobierno de la ciudad había abierto recientemente una cuenta de Twitter para informar a los residentes la ubicación de las diversas batallas los días anteriores. Rafael y Eduardo produjeron un breve segmento sobre la cuenta de Twitter y los impactos de bala en el penal de Reynosa y lo mandaron a México.

Nadie quiere hablar con ellos. Esto hace el trabajo de reportear casi imposible. Pero Rafael no se da por vencido; no se queda en su cuarto de hotel. El segundo día en la ciudad, Rafael y Eduardo deciden simplemente salir y manejar sin destino un rato. Eduardo maneja y Rafael checa el Twitter en su celular cuando escuchan una sirena de policía atrás de ellos. Están en el centro de Reynosa, cerca de las oficinas de gobierno. Miran hacia atrás y ven cómo los coches se hacen a un lado para dejar pasar a la patrulla de la policía. Ellos también se hacen a un lado. Pero al hacerlo, se dan cuenta de que la sirena no viene de una patrulla, sino de un jeep cherokee gris con las ventanas polarizadas, con estrobos como los que usa la policía, con una torreta y una ametralladora montada en ella. La cherokee no trae placas delanteras, pero al pasar Rafael ve que la placa trasera dice “CDG”, las siglas del Cártel del Golfo. La cherokee pasa a toda velocidad con la sirena prendida y le siguen nueve camionetas tipo SUV de lujo —suburbans, escalades, yukons—, algunas sin placas, otras con placas de Veracruz y Tamaulipas. Algunas traen las letras CDG pintadas con tinta de zapatos blanca en las laterales o en las ventanas traseras. De las nueve camionetas se asoman por las ventanas abiertas hombres armados con fusiles de alto poder listos para disparar. El convoy acelera y da la vuelta unas cuadras después.

Rafael mira a Eduardo y dice: “Vamos a seguirlos, pero con discreción”.

Así lo hacen. Dan vuelta en la misma calle más adelante y encuentran al convoy estacionado frente a un restaurante en el centro de Reynosa, justo atrás de la presidencia municipal. Los pistoleros bajan de las camionetas y entran al restaurante, con sus armas, aparentemente parando para comer.

Rafael y Eduardo se siguen derecho.

La escena impresiona a Rafael. Piensa: “Ésa sí que es una prueba tangible de la impunidad, de que son ellos los que mandan en Reynosa; pueden andar en convoyes con armas largas asomándose por las ventanas y nadie les dice nada”.

Rafael se reúne con un amigo que conoce la ciudad. Le pregunta quién controla la plaza en Reynosa. El amigo pronuncia el nombre: Samuel Flores Borrego, alias Metro Tres. Rafael busca el nombre en Internet. Encuentra una página en el sitio web del Programa de Recompensas Antinarcóticos del Departamento de Estado de los Estados Unidos. Borrego tiene 37 años de edad, pesa 70 kg y mide 1.75 m. Es “miembro de alto rango del Cártel del Golfo y actualmente controla las operaciones del cártel en Reynosa y Miguel Alemán, México”, según el sitio web.

El Departamento de Estado de Estados Unidos ofrece cinco millones de dólares por información que resulte en la captura de Borrego. Rafael continúa buscando. Escribe: “Metro Tres” y sale un video en YouTube. Escucha. La canción, del dúo de hip-hop de Reynosa Cano y Blunt, se llama simplemente: Metro 3. Las letras alaban a Metro Tres por su ferocidad y lealtad: “Era del gobierno/ ahora es de la banda/ tiene un chingo de gente/ que donde quiera manda”. Uno de los versos que se repiten dice así: “Sobres gente, la cosa es como es/ viene dedicada pal señor Metro 3/ uno de los buenos, él reina en su terreno/ con la corta, con el cuerno/ te manda pal infierno”. El video consiste en algunas imágenes fijas de Cano y Blunt en varios atuendos mafiosos en poses gansteriles. En una de las fotos posan con otros hombres frente a un mural de ellos mismos.

Cano y Blunt. Tomado de YouTube.

Cano y Blunt. Tomado de YouTube.

Esto, pensó Rafael, es una historia. El mundo del narco penetra tan profundamente en la cultura popular y en la vida diaria que músicos locales componen y publican ellos mismos canciones sobre el jefe de la plaza en su ciudad. Aunque hay una larga tradición de tales composiciones en la forma de los tradicionales corridos, Cano y Blunt representan la más reciente tendencia musical del narco-hip-hop. “Tengo que encontrar a este grupo”, piensa Rafael. Empezó a preguntar dónde podía encontrar el mural del rapero que vio en Internet y le indicaron una colonia popular donde la mayoría de los habitantes trabajan en maquiladoras en la frontera. En la colonia pregunta dónde puede encontrar al muralista y a los dos raperos del mural. Después de algunas vueltas, él y Eduardo están con los músicos.

Cano y Blunt vienen de un barrio duro y se construyeron una apariencia dura: cabezas rapadas, lentes oscuros y camisetas anchas, hacen señales de pandilleros con las manos y andan en una camioneta SUV de lujo. En uno de sus videos en YouTube posan con un bonito conejo de peluche de unos 60 centímetros. Cano levanta el conejo por las orejas, jalando su cabeza hacia atrás, mientras Blunt apunta un fusil AK-47 a la frente del conejo. En una de sus canciones, “Reynosa la maldosa”, cantan este coro: “Somos puro Reynosa, un chingo de malandros/ pura gente mafiosa, lo sufres o lo gozas/ Reynosa la maldosa, la calle es peligrosa/ póngaseme trucha, pura gente maldosa”.

A Cano y a Blunt no les agrada la visita de Rafael y Eduardo. Preguntan con insistencia quiénes son, qué están haciendo, por qué los buscaron. Rafael explica, pero sus explicaciones no logran acallar las sospechas. Dice que regresará al otro día. Lo hace. Esta vez le conceden una entrevista pero le advierten que no hablarán de sus canciones “dedicadas”, o sea aquéllas en las que elogian a ciertas figuras del bajo mundo del narco como Borrego, el Metro Tres. En la entrevista Cano y Blunt están sentados en un bloque de concreto frente al mural de sí mismos. Es de noche. Hablan sobre las nuevas generaciones que ya no escuchan corridos, sino reguetón y hip-hop. Cano habla sobre la canción “Reynosa la maldosa”: “Vemos cómo están las calles, qué está pasando, y la canción es sobre eso. Es eso. Es lo que está sucediendo y en eso nos inspiramos”.

Cuando termina la entrevista y se apaga la cámara hablan un poco más francamente. Uno de ellos habla sobre las canciones dedicadas: “Nosotros no conocemos a la gente de la que cantamos. Pero hay gente aquí que llega a mi casa y me da 300 dólares y me dice: ‘Quiero que le hagas una canción a tal o cual y quiero que diga más o menos esto’. Y nosotros ya le echamos creatividad y rima para que se puedan cantar esas canciones”. Rafael y Eduardo regresan al hotel, editan y mandan un segmento de tres minutos sobre el narco-hip-hop que incluye algunos versos de Metro 3 con imágenes de camionetas SUV baleadas, retenes policiales y convoyes militares.

Rafael y Eduardo están esperando una entrevista con el comandante de la base militar de Reynosa. Son reporteros televisivos y por lo tanto necesitan imágenes. Rafael dice: “Vamos a grabar el retén de la policía en la entrada de la ciudad”. Se dirigen para allá y se estacionan a unos doscientos metros para grabar las primeras imágenes a distancia. Mientras filman desde el interior de su coche rentado, ven que un grupo de policías se sube a una camioneta y se dirige a toda velocidad hacia ellos. Llegan en pocos segundos con las armas engatilladas y apuntándoles.

—¡Bájense! ¡Sus manos sobre el cofre!

—Calmados. Somos prensa —dice Rafael mientras obedece—. Somos prensa. Aquí están nuestras identificaciones. Venimos de la Ciudad de México.

El policía que está a cargo revisa las identificaciones y dice: “Discúlpennos, las cosas están muy tensas aquí. Muy tensas”.

Ahora con permiso, se acercan al retén. Eduardo lo graba desde varios ángulos mientras Rafael habla con el comandante de la policía, que empieza a hablar con lo que parece ser una franqueza poco común en la policía.

—Miren, lo que queremos es que se vayan los Zetas a la chingada ya —dice—. Nomás están aquí haciendo barbaridades entre la sociedad y no los queremos aquí.

Pero esto está en clave. Rafael empieza a entender. La policía trabaja con el Cártel del Golfo. El retén es para detener la entrada de gatilleros de los Zetas a Reynosa o, en caso de que éstos los dobleguen, para avisar al CDG de la llegada de cualquier convoy de los Zetas. Las batallas que asuelan a toda Reynosa son parte de una guerra abierta entre el Cártel del Golfo y los Zetas, sus ex empleados, por el control de la plaza. Unos días antes Rafael había visto una narcomanta en un puente que decía: “La Unión de Cárteles ya está aquí, va a acabar con los Zetas. Autoridades, les pedimos que no se metan. Veneno se combate con veneno”. El comandante de la policía dejó claro que estaban acatando el pedido del Cártel del Golfo, manteniendo retenes en las afueras de la ciudad y dejando que las batallas las librara el CDG.

Rafael empieza a entender. La policía trabaja con el Cártel del Golfo. El retén es para detener la entrada de gatilleros de los Zetas a Reynosa o, en caso de que éstos los dobleguen, para avisar al CDG de la llegada de cualquier convoy de los Zetas.

Rafael y Eduardo llevan cinco días en Reynosa y se han quedado en cinco diferentes hoteles. Rafael se levanta la mañana del sexto día y checa su correo electrónico. Tiene un mensaje que dice que a un periodista local lo llevaron al hospital la noche anterior con un cuadro de “coma diabético” pero al parecer tenía heridas graves de golpes en todo el cuerpo. Falleció en el hospital poco después de haber llegado. Otro correo decía que dos reporteros del periódico más importante de Reynosa, El Mañana de Reynosa, estaban desaparecidos. Rafael apunta los nombres de los tres periodistas en su cuaderno y empieza a hacer llamadas. Consigue el nombre y el teléfono de la esposa del periodista muerto y le llama. Ella dice: “Ahorita no puedo hablar, no puedo dar entrevistas. Estamos rumbo a Tampico para enterrar a mi esposo”. Llama a la redacción de El Mañana de Reynosa y pregunta por los dos periodistas reportados desaparecidos. No menciona su posible desaparición, simplemente pide hablar con ellos. La recepcionista le dice: “No, no han llegado”.

Rafael checa su correo de nuevo y ve que la gente empieza a mandar mensajes en Twitter sobre una balacera en una colonia de Reynosa. Rafael dice: “Vamos a buscar la balacera, ¿no? A ver si podemos grabar alguna imagen de lo que está pasando”. Salen en el coche rentado, un volkswagen jetta rojo con placas de Coahuila. El día anterior habían cambiado la camioneta tipo SUV que habían rentado primero porque oyeron rumores de que un convoy de los Zetas había llegado de Coahuila. La camioneta tenía placas de ese estado y decidieron que era mejor usar otro coche. Desafortunadamente, todos los vehículos de la agencia tenían placas de Coahuila, pero por lo menos el jetta rojo no era tan confundible con una unidad de un convoy de los Zetas.

Se suben al coche y se dirigen a la colonia donde los mensajes de Twitter reportan una balacera. Están pasando por el centro, Eduardo maneja y Rafael checa el Twitter en su celular. Paran en el cruce de una avenida principal y frente a ellos pasa un convoy del CDG. Unas siete camionetas tipo suburban pasan a toda velocidad con hombres armados asomándose por las ventanas. Deciden seguir adelante y dar la vuelta a la derecha dos cuadras después. Pero al dar la vuelta ven el convoy estacionado al lado de una plaza pública, justo frente a ellos. Los hombres están en la calle poniéndose chalecos antibalas, cargando sus fusiles de asalto, preparándose para la batalla. Rafa y Eduardo siguen adelante, pero ven que los hombres los observan. Entonces escuchan un silbido y un grito: “¡Vayan por ellos!”

Eduardo acelera y da la vuelta. Acelera de nuevo y vuelve a dar la vuelta. Pero una camioneta los rebasa y les cierra el paso. Eduardo frena y cinco hombres se bajan vistiendo chalecos antibalas y apuntándoles con fusiles AR-15. Gritan: “¡Bájense! ¡Bájense, cabrones!”

Rafael le dice a Eduardo: “Ya nos chingaron”. Y se bajan.

Uno de los pistoleros dice: “¿Qué están haciendo aquí?”

Rafael muestra su identificación de prensa y dice: “Somos periodistas”.

Los hombres los rodean y toman sus credenciales. Uno de ellos dice: “Súbanse a la camioneta. Nos vamos a llevar su coche. Entrégame las llaves”.

Eduardo le da las llaves y se suben. Rafael observa los elegantes asientos de cuero.

Los pistoleros regresan al convoy. Dos de ellos los siguen en el jetta rojo. Los coches en las calles se hacen a un lado para dejarlos pasar. Uno de los hombres le dice a Rafael y a Eduardo: “Ustedes ya valieron madre. Les vamos a meter la verga”.

Llegan y se estacionan. Hombres armados llegan por ambos lados de la camioneta y abren las puertas, forzando a Rafael y a Eduardo a salir, uno de cada lado. Los revisan y les quitan todas sus pertenencias: carteras, libretas y celulares, los cuales apagan. Otro grupo empieza a sacar todo del jetta rojo, abriendo la guantera, la cajuela, el cofre, recogiendo computadoras, mochilas, cámaras, todo. Los pistoleros les preguntan si el coche tiene rastreador satelital, ellos dicen que no.

Los pistoleros regresan al convoy. Dos de ellos los siguen en el jetta rojo. Los coches en las calles se hacen a un lado para dejarlos pasar. Uno de los hombres le dice a Rafael y a Eduardo: “Ustedes ya valieron madre. Les vamos a meter la verga”.

Después de despojarlos de sus pertenencias, los hombres obligan a Rafael y a Eduardo a subirse de nuevo a la camioneta, cada uno de un lado, de frente a sus interrogadores, que se congregan alrededor de las puertas, apuntándoles con las armas. Todos visten chalecos antibalas con las siglas CDG bordadas en el pecho. Traen cartuchos de repuesto para sus armas y algunos traen granadas colgadas de los chalecos; algunos llevan equipo de radio. Todos portan fusiles AR-15 y la mayoría lleva también una pistola 9mm sujetada al muslo.

Un hombre gordo de aproximadamente 1.75 m de altura con una flama tatuada en el cuello está frente a Rafael. Lleva sólo una AR-15. Un hombre más delgado monta guardia tras él con una AR-15 en las manos y una pistola en su funda.

El interrogatorio comienza.

—¿Quiénes son y qué chingados están haciendo aquí?

Rafael responde: “Somos periodistas de Milenio Televisión en la Ciudad de México”.

—¿De dónde son?

Contesta Eduardo: “Yo soy del Distrito Federal”, y el pistolero le dice con rabia en los ojos: “Ah, ¿chilango?” Y empieza a golpearlo en la cara y el cuerpo.

Rafael, originario de un estado del norte conocido por la producción y tráfico de drogas, deja la pregunta sin responder y afortunadamente el pistolero con la flama tatuada no insiste.

—¿Qué hacen aquí? —le pregunta a Rafael.

—Venimos a hacer un reportaje sobre la cuenta de Twitter que está promoviendo la alcaldía para informar a los pobladores sobre balaceras.

—Están mintiendo.

Entonces llega el comandante, el jefe de esta tropa. Rafael lo ve y piensa: “Este tipo es un Rambo, un mercenario de Blackwater”. Como los demás, el comandante viste un chaleco antibalas y una pistola 9mm en el muslo. Tiene en las manos un fusil AR-15 pero usa dos “huevos de toro”, cargadores que llevan unos 150 tiros. Los brazos del comandante son enormes y musculosos. En un brazo tiene tatuada la silueta de una mujer. Lleva botas negras de combate, ropas camufladas y corte militar.

—¿Qué hacen aquí? —pregunta el comandante—. Ustedes son Zetas.

—Somos periodistas —empieza a responder Rafael.

—No, son policía federal. Son soldados, son del Ejército. Están aquí para traicionarnos. Pero ¿saben qué? Les vamos a dar la oportunidad de que nos digan la verdad.

—Les estamos diciendo la verdad, somos periodistas de la Ciudad de México, venimos a hacer este trabajo.

Y con eso empiezan los golpes. El comandante camina al otro lado de la camioneta donde están golpeando a Eduardo. El pistolero gordo con el cuello tatuado golpea a Rafael. Golpes a la cara. Cachetadas. Golpes en los oídos con las palmas abiertas. Golpes con un lado de la mano en el cuello, acertando en la arteria carótida.

—¿Qué hacen aquí? ¡Dígannos la verdad! ¡Están mintiendo!

—Estoy diciendo la verdad.

El pistolero gordo con el cuello tatuado golpea a Rafael. Golpes a la cara. Cachetadas. Golpes en los oídos con las palmas abiertas. Golpes con un lado de la mano en el cuello, acertando en la arteria carótida.

—Pásame la corta, este güey no entiende —le dice el pistolero al hombre atrás de él—. Préstame la corta, la mía la dejé en casa.

Toma la pistola 9mm, la carga y la aprieta contra las costillas de Rafael.

—Dime la verdad, cabrón, o te vas a morir.

—Te estoy diciendo la verdad. Somos periodistas —dice Rafael—. Ahí están nuestras identificaciones y nuestras credenciales de prensa. Atrás está el número de teléfono de la redacción. Hablen para que comprueben que fuimos enviados aquí de la Ciudad de México. Por favor —a Rafael le tiembla la voz.

—¿Por qué te tiembla la voz, pendejo?

—Porque me tienes una pistola aquí y me estás amenazando —contesta Rafael con la precisión de un periodista entrenado.

El pistolero levanta el arma y la golpea con fuerza contra la rodilla de Rafael. Una y otra vez. “Ustedes son unos panochudos”, dice.

El comandante se le acerca a Rafael y revisa su libreta. “¿Por qué tienes los teléfonos del secretario de Seguridad Pública de aquí de Reynosa?”, pregunta.

—Porque lo quería entrevistar.

Rafael mira al comandante cuando responde. Error.

—¿Qué chingados me ves, cabrón? ¡No me estés viendo la cara!

Rafael mira hacia abajo deprisa.

—¿Y estos nombres qué? —pregunta, viendo los nombres de los periodistas desaparecidos que Rafael había apuntado esa mañana— ¿Qué quieres saber? ¿Por qué los traes aquí?

—Pues son unos nombres de periodistas que me dieron para contactarlos aquí porque yo no conozco la plaza —contesta Rafael, no queriendo decir que se había enterado sobre su posible desaparición—. Necesitaba información.

—No, éstos andan mal. Chínguenselos, pónganles esposas y denles piso —dijo el comandante—. Llévenselos y denles piso.

Les ponen capuchas negras sobre las cabezas. Esposan a Eduardo, pero no encuentran las otras esposas para ponérselas a Rafael. Los pistoleros se suben al asiento trasero con ellos, cierran las puertas y se van. Ahora Rafael sabe que va a morir. Entonces pierde la esperanza. Es un hombre muerto que sólo espera sus últimos momentos. Piensa: “No mames, esto ya valió madres”. Mira hacia la oscuridad de la gruesa capucha de lana sobre su cabeza: “Esto es lo que sigue, la nada; el color negro permanente y se acabó. Que no me torturen y que no dejen mi cuerpo en un lugar público. La pinche angustia de las familias que viven con alguien desaparecido; eso mata a las familias. Que dejen mi cuerpo donde lo puedan encontrar”.

Rafael escucha un portón eléctrico abriéndose, entra la camioneta y se cierra el portón. Los pistoleros los sacan y los sientan en sillas. Y el interrogatorio comienza de nuevo. ¿De dónde son? ¿Qué hacen aquí? ¿Son soldados? ¿Son Zetas?

Una llamada al radio de los pistoleros atraviesa sus pensamientos; escucha la voz que dice: “¡Que se agachen!” Unas manos empujan su cabeza entre sus piernas y siente el cañón de una pistola en la nuca. Pero Rafael ya es un hombre muerto y el miedo no lo destruye. Empieza a escuchar las comunicaciones de radio de los pistoleros. Escucha llamadas de otros miembros del CDG informando la posición tanto del Ejército como de los convoyes de los Zetas y reportando sus propios movimientos por la ciudad.

El camino es corto, de cinco a siete minutos. Paran. Rafael escucha un portón eléctrico abriéndose, entra la camioneta y se cierra el portón. Los pistoleros los sacan y los sientan en sillas. Y el interrogatorio comienza de nuevo. ¿De dónde son? ¿Qué hacen aquí? ¿Son soldados? ¿Son Zetas? ¡Digan la verdad! Si no dicen la verdad se mueren.

Eduardo se empieza a mover. Las esposas le están cortando la circulación.

—¡Deja de moverte, cabrón! —y alguien lo patea en el estómago.

—¿Qué chingados hacen aquí? ¿Quiénes son?

—Somos periodistas —dice Rafael.

—¡Mentiras! Ustedes son soldados.

—No, ustedes son Zetas. Son policía federal. Vienen a delatarnos.

Rafael sabe que las voces que escucha a través de la capucha lo pueden desaparecer ahí mismo en esa casa y nadie sabrá jamás lo que sucedió. Rafael siente que habla con Dios. Las voces tienen todo el poder de matar, liberar, torturar o lo que se les dé la gana hacer con él. Sólo habla cuando le hablan. Sólo contesta lo que le preguntan directamente y lo hace con precisión, con la verdad, sin sarcasmo ni agresión, sin dar información no solicitada.

El comandante pregunta: “¿Quién es Rafael?”

—Soy yo.

—Tú eres el bueno, ¿verdad? Tú eres el que está a cargo aquí.

—No. Soy periodista.

—No, tú eres el macizo que mandan a todos lados, ¿verdad? Tú vas a donde está la acción, ¿no?

—No.

Rafael piensa responder: “No, señor, yo soy el pendejo que acepta ir”, pero se controla y no dice más.

El comandante pregunta: “¿Quién es este general?”

—No sé —dice Rafael—. No lo veo.

—No te hagas pendejo. ¿Quién es este general?

—Déjeme ver.

Levantan la capucha y Rafael ve al comandante con su cámara en las manos, mostrándole una fotografía de un general del Ejército en la pantalla. Rafael no mira la cara del comandante.

—Es el general encargado del desfile del 20 de noviembre. Lo entrevisté antes del desfile.

Eduardo se sigue moviendo contra su voluntad, ajustando sus manos, sus brazos, su espalda, tratando de aliviar la presión en las muñecas pero también temblando de pies a cabeza. Uno de los pistoleros grita: “¿Por qué tiemblas, cabrón?” Eduardo responde: “Porque tengo miedo”.

Uno de los pistoleros que revisa las cosas de Rafael habla del otro lado del cuarto:

—Este güey tiene un chingo de madres en su computadora —dice—. Documentos de la PGR, documentos del Ejército, y tiene fotos de Beltrán Leyva.

—¿Por qué tienes fotos de Beltrán Leyva, cabrón? —pregunta el comandante.

—Porque yo cubrí la operación. A mí me toca cubrir asuntos de seguridad pública. Me mandaron y fui.

El comandante y sus soldados siguen revisando la computadora, la cámara y la libreta de Rafael y hablan entre ellos. Toman un radio y llaman: “Tenemos aquí dos periodistas que dicen que vienen de México, de Milenio y la chingada”.

—¿Entonces tú eres el chingón que mandan a todos lados?

—No.

El comandante y sus soldados siguen revisando la computadora, la cámara y la libreta de Rafael y hablan entre ellos. Toman un radio y llaman: “Tenemos aquí dos periodistas que dicen que vienen de México, de Milenio y la chingada”. Esperan la respuesta y ésta llega.

El comandante se dirige a ellos: “¿Cuánto dinero tenían en la cartera?”

Rafael dice que unos mil pesos. El comandante checa para ver si el dinero está allí. Lo está.

—Miren —dice el comandante a sus dos cautivos encapuchados—. Sus cosas ahí están. Nosotros no somos ratas. No queremos que vengan aquí porque ustedes nomás vienen y dicen puras mamadas y nos calientan la plaza. No los queremos ver aquí, cabrones. Los vamos a dejar ir. Pero no los queremos ver aquí porque nos calientan la plaza. Y no se les ocurra publicar que los secuestramos porque estamos en todos los estados del país y si queremos los matamos en cualquier parte. Aquí no pasó nada.

Cuando oye las palabras: “Los vamos a dejar ir”, se da cuenta de que aún está vivo. Fue un hombre muerto durante unas horas y esas palabras le devuelven la vida y, con la vida, la esperanza.

Los pistoleros los conducen de nuevo a la camioneta, todavía encapuchados. Manejan unos quince minutos y se estacionan. Le quitan las esposas a Eduardo; les quitan las capuchas a ambos. Abren las puertas y los sacan del vehículo. Están parados frente a una farmacia. El coche rentado está estacionado a su lado con las llaves adentro. Rafael y Eduardo se quedan parados, atónitos, incapaces de moverse. Rafael siente un extraño e insidioso deseo de agradecer al hombre con el cuello tatuado que lo había interrogado y golpeado por horas; piensa inclusive regalarle su reloj.

Y el hombre grita: “¡Ya váyanse a la verga, cabrones!”

—Gracias —dice Rafael—. Muchas gracias.

Caminan al coche, se suben, lo prenden y aceleran. Van directo al hotel a recoger sus demás cosas. Rafael prende su celular y llama a su editor en la Ciudad de México. “Nos acaban de levantar los narcos”, dice, “me voy a Monterrey, a la chingada con esto”. Cuelga. Se da cuenta del dolor en sus rodillas donde el gatillero lo golpeó repetidas veces con la pistola. Dos minutos después suena el teléfono. Su editor dice: “No vayas a Monterrey, pélate al aeropuerto, el director de Milenio acaba de hablar con la policía federal y van a mandar un convoy para que los cuiden hasta que salga el vuelo”.

Manejan al aeropuerto y abordan el primer vuelo a la Ciudad de México. Al llegar hablan con los editores en jefe de Milenio y les cuentan lo que sucedió. Los editores están muy preocupados. Rafael dice: “No quiero mi nombre ni nada que vincule mi nombre. Si quieren hablar de esto, consignen el hecho, no me mencionen”.

Ciro Gómez Leyva, el director de noticias de Milenio, responsable de mandar el equipo a Reynosa escribió en su columna: “Cada vez en más regiones de México es imposible hacer periodismo. El periodismo está muerto en Reynosa”.

Unos días después, Alfredo Corchado, del Dallas Morning News, viajó a Reynosa a cubrir la historia de los periodistas desaparecidos. Mientras grababa escenas de las calles con un equipo de Belo Televisión, un desconocido se le acercó y le dijo: “No tienen permiso de grabar aquí. Es mejor que se vayan”.

Corchado escribe su nota: “Cárteles usan campaña de intimidación para frenar la cobertura de noticias en México”, y se va. Meses más tarde, los dos periodistas secuestrados mientras Rafael estaba en la ciudad siguen desparecidos, junto con otros tres.

Hablé con Rafael en Monterrey varios meses después de que él y Eduardo fueron levantados y milagrosamente liberados. Pocos días antes de nuestra reunión, Monterrey estuvo completamente paralizada por enfrentamientos y narcobloqueos, esa práctica del narco de parar a los automovilistas a punta de pistola, tomar sus coches y usarlos para bloquear las principales avenidas y así impedir que cárteles enemigos, la policía o el Ejército los persiga. Los pistoleros prefieren tráileres de dieciocho ruedas y autobuses pero usan cualquier vehículo en el camino. Con frecuencia los pistoleros esperan escondidos para emboscar a quienes los persiguen. Hay balaceras por toda la ciudad.

Monterrey.

Monterrey.

La región metropolitana de Monterrey tiene una población de cuatro millones de habitantes y es la segunda ciudad del país después de la Ciudad de México. El municipio más rico del país es San Pedro Garza García, uno de los municipios de la región metropolitana de Monterrey y el centro de la élite empresarial de la ciudad. Durante muchos años capos del narco fueron comprando propiedades disimuladamente en San Pedro y establecieron a sus familias allí. Varias de las más grandes empresas transnacionales de México están en San Pedro, como Cemex, la tercera empresa de concreto más importante del mundo, y FEMSA, la mayor empresa de bebidas de México y dueña de las tiendas Oxxo, la mayor cadena de tiendas de abarrotes del país. Lejos de ser un pueblo fronterizo polvoriento y olvidado, Monterrey es la tarjeta postal del ideal desarrollista mexicano del “libre comercio”: altos rascacielos, grandes plazas públicas rodeadas de museos de arte, malls de última moda, zonas bulliciosas de vida nocturna, escuelas y universidades particulares de élite. Desde los cerros de San Pedro Garza García todo brilla. Para muchos regiomontanos la narcoguerra era algo tan distante y abstracto como la miseria económica en la que vive la mitad de la población mexicana.

Pero en 2010, con la división entre el Cártel del Golfo y los Zetas, todo cambió. Monterrey se volvió otro campo de batalla urbano. A mediados de marzo grupos del narco cerraron las carreteras de entrada y salida de la ciudad, bloquearon unas treinta avenidas y calles principales en la zona metropolitana y se enfrentaron en batallas armadas entre sí y con la policía federal, el ejército y la marina. En una balacera dos jóvenes estudiantes de posgrado de una de las más prestigiosas universidades privadas de México, el Tecnológico de Monterrey, fueron asesinados en la calle. Soldados del ejército escondieron sus identificaciones de estudiantes, les sembraron armas y declararon ante la prensa que eran Zetas. Casi inmediatamente sus verdaderas identidades salieron a la luz —Jorge Antonio Mercado Alonso, de 23 años, y Javier Francisco Arredondo Verdugo, de 24 años, ambos becados por excelencia académica— y las noticias de su muerte y del fracasado intento del ejército de encubrirlas se volvieron un escándalo nacional. En ese momento, Consuelo Morales, la directora de Ciudadanos en Apoyo a los Derechos Humanos en Monterrey le dijo a la reportera Sanjuana Martínez: “Nos estamos tragando la idea de que toda la gente a la que matan los militares es delincuente, y eso pretendieron hacernos creer con los alumnos del Tec, a quienes en un principio señalaron como sicarios y les sembraron armas, pero como eran de una clase social especial, pues no les salió bien el montaje”.

“Nos estamos tragando la idea de que toda la gente a la que matan los militares es delincuente, y eso pretendieron hacernos creer con los alumnos del Tec, a quienes en un principio señalaron como sicarios y les sembraron armas, pero como eran de una clase social especial, pues no les salió bien el montaje”.

En abril de 2010, 78 personas fueron asesinadas en Monterrey, el mayor número de ejecuciones en la historia de la ciudad hasta entonces. En un caso, unos cincuenta gatilleros bloquearon varias calles del centro y después invadieron un Holiday Inn, le exigieron a la recepcionista a punta de pistola que buscara una lista de nombres en los registros del hotel. Una vez que obtuvieron los números de habitación de las personas que buscaban, los sicarios subieron al quinto piso, sacaron a cinco personas de sus habitaciones, las sacaron del hotel, levantaron a otro recepcionista de un hotel al otro lado de la calle y se fueron. Las seis personas continúan desaparecidas. En mayo de 2010 hubo otra ola de narcobloqueos, lo cual llevó a un número de eminentes empresarios a pagar anuncios en los periódicos exigiendo el fin de tamaña impunidad.

Entre el 13 y el 17 de agosto de 2010 el Cártel del Golfo y los Zetas nuevamente se enfrentaron en batallas por todo Monterrey. Los grupos del narco bloquearon unas cuarenta calles y avenidas, lanzaron granadas a negocios y estaciones de televisión, se enfrentaron en balaceras en las calles y ejecutaron a más de diez personas incluyendo al presidente municipal de Santiago, uno de los once municipios de la región metropolitana de Monterrey.

Para junio de 2010 los enfrentamientos urbanos y las ejecuciones del narco habían llegado a tal punto que la llegada del huracán Alex, con sus vientos de 180 km por hora y su violenta lluvia, fue recibida como una tregua en la guerra.

—Alex fue un respiro para nosotros: pudimos volver a hacer periodismo —dijo Luis Petersen, director de Multimedios en Monterrey, la empresa de medios de comunicación que publica el periódico regional Milenio Monterrey y transmite en el noroeste del país en más de treinta estaciones de radio y dos importantes canales de televisión—. Fue un respiro para el estado también. El gobernador, diez meses después de tomar posesión de su cargo, pudo tomar posesión realmente. Salió a los pueblos afectados y habló con la gente. Pudo trabajar para solucionar un problema. Le duró quince días.

Luis y yo manejamos por Monterrey un día a finales de agosto mientras circulaban rumores de que un convoy de cuarenta camionetas con refuerzos de los Zetas estaba llegando. Le pregunté cómo se debe cubrir la guerra del narco.

Toda esta lucha mexicana de veinte años por la democracia y la apertura… eso ya no existe. ¿Quién ejerce la soberanía? ¿Dónde está el poder? Está en manos de esa gente.

—Ya no se puede hacer periodismo aquí —me dijo—. Para mí es muy difícil hacer periodismo tomando partido de antemano. Parece que aquí se tiene que hacer y el partido es una institución que está en riesgo: el Estado mexicano. Está en manos de gente que no tiene un amplio apoyo popular; lo único que tiene es capacidad de fuego. Toda esta lucha mexicana de veinte años por la democracia y la apertura… eso ya no existe. ¿Quién ejerce la soberanía? ¿Dónde está el poder? Está en manos de esa gente. ¿La policía? Infiltrada. Así que no podemos hacer periodismo. ¿Por qué? Porque tenemos que tener una opinión previa. Ahí te va un caso. El ejército no reconoce sus errores, que significan muertes. Y no los van a reconocer y nosotros no podemos forzarlos a hacerlo. En el caso de los estudiantes del Tec, no podemos decir que fue el ejército. ¿Por qué? Porque estamos optando por ellos.

Luis recibe una llamada en su celular. “Lo estamos manejando como detención”, dice. Hace una pausa y continúa: “Nos están pidiendo que todavía no lo saquemos”. Me mira y hace un gesto hacia su celular como diciendo: “¿Ves lo que te digo?” Después de un tiempo cuelga y dice: “Es eso. Me está pidiendo el ejército que no subamos una nota de un enfrentamiento que hubo hoy. No me lo está pidiendo el ejército directamente, me lo está pidiendo el gobierno estatal. No hay manera. No podemos hacer periodismo aquí”.

—¿Cómo interpretas esta guerra? —le pregunto.

—El gobierno perdió el control. Esta guerra es una guerra para retomar el control del narcotráfico desde la perspectiva del Estado. Cosa que a mí no me parece mal. El narcotráfico no se va a acabar. Tal vez la única solución a fondo, a largo plazo, sería la legalización, y desde ahí controlar todo tipo de cosas, no solamente la violencia, sino también la salud. ¿Por qué no se legaliza la droga? Me parece que hay mucha gente a quienes les queda muy bien que las drogas continúen siendo ilegales.

Tres días antes, el viernes en la noche, Rafael y yo caminamos por el centro de Monterrey, un área conocida como el Barrio Antiguo, una zona famosa por su vida nocturna que en otros tiempos hervía con bares, restaurantes y centros nocturnos. No había nadie. “Antes”, dijo Rafael, “estas calles estaban llenas, atascadas los viernes en la noche. Ahora mira”. Los edificios estaban clausurados, letreros de SE RENTA en las paredes, cuadras enteras oscuras y vacías. Poco después pasamos por una familia sentada a la entrada de su casa platicando. “Ésa es otra cosa”, dijo Rafael. “La gente sacaba sillas a la banqueta frente a sus casas para platicar, beber, pasar el tiempo con los demás. Hace mucho calor aquí y en la noche es mucho más fresco afuera si no tienes aire acondicionado. Así que la gente se sentaba afuera, familias enteras en toda la calle. Pero ya no, eso también se perdió.”

Rafael y yo nos vimos varias veces y hablamos horas de sus experiencias. Cuando me contaba su historia siempre regresaba al tema de la impunidad, la forma tan descarada en que el contingente de narcos que vio y que después lo secuestró se movía y operaba a la vista de todos. “Es prueba tangible de la impunidad y de que son ellos los que mandan en Reynosa”, me dijo. “Pueden andar por las calles en convoyes con hombres con armas largas asomándose por las ventanas y nadie dice nada. Hasta la manera en que manejan es una forma de impunidad. Van hechos la madre y la gente se quita. Nadie los confronta, nadie se atraviesa.”

—En una pinche plaza pública nos están golpeando —dijo en otro momento—, nos están interrogando, se están armando en plena calle. Y la gente ni siquiera salía. Nadie veía. No pasaba ninguna patrulla. Ningún policía, ningún militar. La ciudad es de ellos. Y el discurso del gobierno es: “Vamos a mandar

más efectivos a la frontera, a mandar militares”. ¡Pero hay una zona militar en Reynosa! No es posible comprobar nada, pero hay cosas que te hacen pensar que aquí hay algo que no encaja. ®

John Gibler, Morir en México [Oaxaca: Sur + Ediciones, 2012]. Agradecemos la autorización de la editorial para reproducirlo.

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Publicado en: Junio 2013, Periodismo y violencia

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