No me preguntes cómo pasa el tiempo

Recuerdo de José Emilio Pacheco (1939–2014)

Creo que José Emilio Pacheco fue una figura relevante para el panorama de las letras mexicanas por encarnar en su quehacer el perfil y la tradición de un modo de ser escritor cada vez más escaso: la poligrafía.

José Emilio Pacheco. Foto © homozapping.com.mx

José Emilio Pacheco. Foto © homozapping.com.mx

Dicen que chocó contra una pila de libros y cayó golpeándose la cabeza. Dicen que estuvo horas en el suelo sin fuerza suficiente en sus piernas para poder levantarse. Que estuvo consciente unas horas y luego de terminar su última columna —dedicada a su amigo Juan Gelman— entró en un sueño del que ya no despertó jamás.

Creo que José Emilio Pacheco fue una figura relevante para el panorama de las letras mexicanas por encarnar en su quehacer el perfil y la tradición de un modo de ser escritor cada vez más escaso: la poligrafía.

Hoy que gran parte del periodismo cultural actual se fabrica desde la prisa y la improvisación, o de plano desde la ignorancia, o que la narrativa desbarranca por los territorios del facilismo experimental, la obra de Pacheco nos recordó que para ser verdadera vanguardia bastaba con fundirse en serio con la tradición.

Minucioso ensayista lo mismo que poeta. Narrador o traductor solvente. Profesor o periodista cultural, Pacheco hizo de todo y lo hizo muy bien.
Ahora que cualquier veinteañero le basta asumirse como escritor de verdad con un librito de poemas o algún ensayito suelto, este miembro de la Generación del Medio Siglo nos recordó siempre que el quehacer literario es algo serio e inabarcable. Inagotable.
Aprendiz junto con Monsiváis y Poniatowska del legado de Fernando Benítez, Pacheco convocó en su columna “Inventario” los demonios y los resplandores no sólo de la literatura, sino del transcurrir nacional durante décadas: lo mismo hablaba de T. S. Eliot que de Rafael Caro Quintero.

Hoy que gran parte del periodismo cultural actual se fabrica desde la prisa y la improvisación, o de plano desde la ignorancia, o que la narrativa desbarranca por los territorios del facilismo experimental, la obra de Pacheco nos recordó que para ser verdadera vanguardia bastaba con fundirse en serio con la tradición.

Irás y no volverás

Poeta del Apocalipsis y del desencanto —Poeta del Tiempo— en sus versos el mundo, el amor y las cosas son un callado derrumbe; un desmoronamiento lento donde apenas se atisba el fulgor efímero de la belleza y de las esperanzas. El paso del tiempo, la confrontación con el ayer, el amor como perpetuo desencuentro, los cataclismos íntimos de los seres comunes o los laberintos del lenguaje, la obra de Pacheco vuelve siempre a un mismo punto: la ciudad como maquinaria de demolición de las almas.

Eclipsada muchas veces por su poesía, o su quehacer como cronista, la obra narrativa de Pacheco es una de las más interesantes, amargas y sólidas del último medio siglo. Treinta años antes de Volpi y el Crack, veinteañero apenas, lejos de sus primeras imitaciones de Borges en su primer libro La sangre de Medusa propuso una joya para muchos desconocida: la novela Morirás lejos. El acecho y la mirada del otro, la presencia del nazismo en México, el peso de la culpa, el crucigrama que suponen los otros, conforman esta pieza desmontable, precursora en muchos sentidos. (Cuentan que una académica estadounidense le escribió una larga carta explicándole el modelo matemático supuestamente erigido debajo de la obra.) Asimismo, sus libros de cuentos El viento distante o El principio del placer volvieron sobre el reverso negro de nuestra historia nacional, la soledad cósmica del niño que abre sus ojos a la maldad del mundo, o las siempre filosas y deslumbrantes aristas del amor.

Escribió para Ripstein el guión de El castillo de la pureza y El santo oficio.

Tímido más no misántropo, esquivaba con gracia los homenajes: sus pantalones caídos en Alcalá de Henares antes de recibir el premio Cervantes. Su negativa a una entrevista que respondió a George B. Moore con un poema que se volvió manifiesto: “Defensa del anonimato”:

No sé por qué escribimos, querido George.
Y a veces me pregunto por qué más tarde
publicamos lo escrito. Es decir, lanzamos
una botella al mar, harto y repleto
de basura y botellas con mensajes.
Nunca sabremos
a quién ni adónde la llevarán las mareas.
Lo más probable es que sucumba en la tempestad y el abismo.

Dato curioso: el primer cuento mexicano donde aparece el Metro de la Ciudad de México es un cuento policiaco titulado “La fiesta brava”, de finales de los sesenta. Adivinen quién es el autor.
Ahora quizá persista en su vagar por esa su Ciudad de la Memoria, junto a Carlos Monsiváis, su compañero desde la temprana juventud o sus poetas inventados: el atormentado Andrés Quintana, vendiendo un cuento para una revista auspiciada por la CIA para luego huir a través de los subterráneos de la capital de un sangriento culto azteca, o el oscuro y reaccionario poeta nacido en Saltillo: Julián Hernández, o su enemigo, el poeta siempre ausente, Fernando Tejada.
Desde Heráclito o Buda, Catulo revisitando la obra de Ernesto Cardenal, la derrota de los persas en Vietnam —un tiempo condensado en todos los tiempos— la visión de poeta novohispano o de los poetas-guerrilleros de la Guerra de Reforma, así quedará para nosotros la obra de Pacheco, luminoso poliedro, gota de ámbar, permanencia:

Cada poema,
Epitafio del fuego. ®

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Publicado en: Libros y autores, Noviembre 2014

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