No todo tiempo pasado fue mejor

Alba y ocaso del Porfiriato, de Luis González y González

El lector se pregunta quién será el historiador del mañana que reseñe los turbulentos años que corren hoy con tal desparpajo y nitidez, pues aquella época se parece sorprendentemente a ésta, quizá hasta algunos de los apellidos de los extranjeros con más intereses en México sigan siendo los mismos.

El largo periodo que va de 1876 a 1911, conocido en la historia de México como el Porfiriato, tiene un antes, un durante y un después. Es claro que los revolucionarios triunfantes hayan pretendido satanizarlo. A partir del sexenio de Salinas de Gortari y su impulso a favor de la globalización se emprendió, sin embargo, cierto revisionismo acerca del pasado admitiendo los pasos que para el progreso de la nación habían representado los ferrocarriles, los telégrafos, los correos, la electrificación, entre otras cosas, que pueden destacarse como las luces y las sombras de esa cada vez más lejana época. Aún recuerdo la nostalgia con que mi abuela paterna hablaba de los tiempos de don Porfirio, cuando había orden y respeto. Algunas de las legendarias fortunas privadas que se amasaron por aquellos años, con descalabros y todo, han llegado hasta el presente. El neoliberalismo de ahora y el liberalismo clásico de entonces no son sino brotes de una misma rama. Los excesos o vicios a los que tienden son muy similares: proliferación de inversión extranjera, aumento de endeudamiento público, casi total dependencia técnica y científica de los países líderes, homogeneización respecto de las maneras más avanzadas de producir y consumir, a despecho de vulnerar o no proteger debidamente usos autóctonos y tradicionales, cada vez más amenazados, igual que la alarmante degradación del medio ambiente natural.

En realidad no “todo tiempo pasado fue mejor”, como escribe Jorge Manrique en las Coplas a la muerte de mi padre. La élite del Ancien régime era tan espuria y advenediza como las que le siguieron con los distintos gobiernos revolucionarios y posrevolucionarios, hasta llegar a la época de la alternancia política y el regreso de la dictadura de un solo partido.

En Alba y ocaso del Porfiriato [México: FCE, 2011] el historiador, maestro y formador de varias generaciones de historiadores, Luis González y González (1925-2003), emprende una veloz aunque justa valoración de ciertos aspectos de la época porfírica, como él acostumbraba a llamarla. Además de poner de relieve la desigualdad galopante en el reparto de la tierra, las inhumanas jornadas de trabajo para los obreros, el control casi absoluto de la prensa, González y González se centra en la gerontocracia o gobierno de los decrépitos (la momiza) que ejercieron a la sombra de la silla presidencial los llamados científicos (o cientísicos, como se dio en ridiculizárselos en aquel entonces). Un grupo de prohombres, que llegó a oscilar en número entre los cien y los cincuenta, cuya formación supuestamente positivista los capacitaba como asesores del tirano, a quienes éste usó para desplazar a los militares y gentes de armas que habían sido sus compañeros de lucha, hombres bravos que difícilmente se habrían puesto de acuerdo por las buenas para realizar el proyecto que fuese. Los científicos gozaron de fama de rancio abolengo y exquisita formación, lo que fue cierto en contados casos. En su apabullante mayoría se trataba de capitalinos de clase media que habían pasado por la Escuela Nacional Preparatoria (recién inaugurada por Gabino Barreda en 1858). Algunos llegaron a ser profesionistas aunque no todos. Había abogados, ingenieros civiles, médicos y no faltaron tampoco las aficiones líricas o las dotes artísticas. “El rijoso diputado, Díaz Mirón, entre uno y otro homicidio, produjo obras tan fundamentales como Lascas, el hogareño embajador Peza, después de El arpa del amor, compuso unos Recuerdos y esperanzas; Delgado escribió la novela Los parientes ricos; López Portillo, atareadísimo político, abogado, poeta e historiador, fue autor de verdaderas rebanadas de vida en un par de relatos novelísticos: La parcela y Las persecuciones”. El infausto poeta Manuel Acuña, muerto suicida antes de completar las 24 primaveras, José María Velasco, el consagrado paisajista, Ernesto Elorduy, el músico, el literato Gutiérrez Nájera, con su revista Azul, constituyen otros tantos ejemplos.

Desde luego, los vates y artistas no eran los capitanes de grupo. A la cabeza del Ministerio de Hacienda se perpetuó José Yves Limantour, un hábil administrador que supo salir con superávit en una buena parte de su prolongada gestión. Bernardo Reyes, padre de don Alfonso, primero como gobernador de Nuevo León y luego terminó como ministro de la Guerra, Justo Sierra fungió como ministro de Educación. Francisco Bulnes (autor de artículos periodísticos como otros más entre ellos), Ramón Corral, Diego Casasús, Guillermo de Landa y Escandón, Enrique Creel, Alfredo Chavero y Emilio Rabasa, el uno dramaturgo y el otro novelista, son algunos de los nombres más conspicuos entre los colaboradores del añoso dictador.

“Los más de los científicos merecían el membrete de ricachones. Según uno de ellos, como eran inteligentes y profesionales notables ‘medraban naturalmente en el ejercicio de sus profesiones’. Según esa versión, aun los que ‘hicieron negocios que les acarrearon utilidades cuantiosas’, eran una punta de ladrones. Ralph Roeder asegura que ‘sirvieron de enlace entre el gobierno y el capital de fuera’, como satélites del Ministerio de Hacienda. En suma, infiltrados en el mundo de las finanzas, dueños de la fuente de prosperidad más copiosa, salieron bien pronto de pobres, y algunos amasaron fortunas que su despilfarrada descendencia aún no consigue agotar.” Estas palabras de Luis González y González, apoyadas en las citas que él mismo hace, no dejan lugar a ninguna duda acerca de la opinión del autor. En realidad no “todo tiempo pasado fue mejor”, como escribe Jorge Manrique en las Coplas a la muerte de mi padre. La élite del Ancien régime era tan espuria y advenediza como las que le siguieron con los distintos gobiernos revolucionarios y posrevolucionarios, hasta llegar a la época de la alternancia política y el regreso de la dictadura de un solo partido.

Las reacciones emotivas del autor son claras ante los hechos que describe. El lector se pregunta quién será el historiador del mañana que reseñe los turbulentos años que corren hoy con tal desparpajo y nitidez, pues aquella época se parece sorprendentemente a ésta, quizá hasta algunos de los apellidos de los extranjeros con más intereses en México sigan siendo los mismos.

Los compromisos del régimen porfírico con el capital extranjero eran firmes y francos, claro que también exclusivistas y esclavizantes, así que cuando don Porfirio comenzó a coquetear con Japón sus socios estadounidenses le retiraron el apoyo y le armaron una revuelta, más que una revolución en el sentido estricto y moderno del término. “Los jóvenes acusan a Díaz de extranjerismo desmesurado; le achacan la venta a 28 favoritos de unos 50 millones de tierras maravillosamente fértiles para que fueran traspasadas a las compañías extranjeras; la entrega, por un plato de lentejas, de la mitad de Baja California a Louis Huller; la cesión a Hearst, ‘casi por nada’, de tres millones de hectáreas en Chihuahua; el casi regalo de terrenos cupríferos al coronel Greene en Cananea; la escandalosa concesión de la región del hule a Rockefeller y Aldrich; la venta absurda de los bosques de México y Morelos a los gringos papeleros de San Rafael; la venta a compañías norteamericanas de negociaciones mineras en Pachuca, Real del Monte y Santa Gertrudis; la modificación del código minero para favorecer las propiedades hulleras de Huntington; el monopolio metalúrgico de los Guggenheim; ciertas concesiones personales al embajador Thompson para organizar la United States Banking Company y el Pan American Railroad; las empresas petroleras de Lord Cowdray; el hecho de que en la capital de 212 establecimientos comerciales sólo 40 fueran de mexicanos.” Estos jóvenes eran nada menos y nada más que los hermanos Flores Magón, Juan Sarabia, Camilo Arriaga, entre otros.

Como es patente González y González escribe sin cortapisas de ninguna especie y sin cuidar demasiado el estilo, cayendo en ocasiones en un tono popular fácilmente reconocible. Las reacciones emotivas del autor son claras ante los hechos que describe. El lector se pregunta quién será el historiador del mañana que reseñe los turbulentos años que corren hoy con tal desparpajo y nitidez, pues aquella época se parece sorprendentemente a ésta, quizá hasta algunos de los apellidos de los extranjeros con más intereses en México sigan siendo los mismos. Aunque quizá no ha de faltar la abuela que se la vaya a poner como modelo de disciplina y ejemplo de prosperidad a algún inexperto pero escéptico nieto suyo, ojalá así sea (si es que para entonces todavía queda país). ®

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Publicado en: Libros y autores, Octubre 2012

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