Dos poemas, dos terribles historias de solidaridad y compasión, pero también de terror y muerte en un pueblo de Ucrania durante la invasión de los nazis.
En la aldea de Krasnaia Polana, en la región de Odessa, cuando los rumanos administraban Trasnistria en acuerdo con los alemanes, muchos judíos pudieron salvar sus vidas en los alrededores de la aldea, y entre tres y cuatro niñas fueron escondidas por los vecinos, una de ellas sería la pequeña Broñia, cuidada por la familia de mis abuelos Prokofii Izoita y Pasuña, y la segunda una adolescente de doce años que sería protegida por el matrimonio mayor que administraba el koljoz.
El viejo había sido obligado por los germanos a administrar el koljoz, pero las papas se pudrieron cuando, depositadas bajo tierra, se inundó el pozo ineficazmente techado, recibiendo por aquella negligencia noventa y nueve latigazos.
De toda esta penosa historia puedo rescatar la suerte de la adolescente de doce años, que habría de sobrevivir en el gueto nazi de Kriboie Ozero, y cuenta mi madre que después de que los Rojos liberaran el gueto, los tíos judíos vinieron para reencontrarse y volver con su sobrina. Broñia y su mamá Betty también sobrevivieron en el gueto, según contara una anciana judía que después de la guerra vino desde la colonia judía de Bagachivka, para contar lo sucedido, y la terrible desgracia sufrida por Broñia, cuando ya en libertad comiera en exceso, después de tantos años de estar desnutrida, lo que para su cuerpo sería letal; una hemorragia daría muerte a la pequeña Kukurudza, cuyo verdadero nombre era Broñia.
Para todos los ucranianos esforzados y de buen corazón de la aldea de Krasnaia Polana, que se situaba a 15 kilómetros de Pervomaisk sobre el río Bug, los cuales bajo la ocupación nazi–alemana–rumana ayudaron a tantos judíos, exponiendo sus vidas al fusilamiento de todas sus familias de haber sido descubiertos, a todos ustedes, mis queridos paisanos, gracias sinceras, y muchas gracias, y a mis abuelos Prokofii Izoita y Pasuña, a mi tío Daniel Izoita Izoita, quienes por las noches recibieron hasta a diez judíos que venían por ayuda, una eternidad de gracias.
I
Intento desde hace años reflejar, además de las vivencias de mi familia, la historia del jefe del koljoz de Krasnaia Polana, llamado por los vecinos el Starosta, encargado por alemanes o rumanos en la administración. El matrimonio mayor no había tenido hijos y presumo que la madre de la niña confió en guarda a la jovencita; muchas mujeres judías entregaron a sus niños a familias ucranianas mientras se sucedían innumerables matanzas perpetradas por los nazis en la región de Odessa. La mujer, ya de edad madura, se encariñó con la niña y cuando tras un año fueron delatadas junto a Bronia, la nena cuidada por mis abuelos, y otra niña de trece años, y quizás otra cuarta, y llevadas por la mañana al gueto nazi de Kriboie Ozero, caería en un una terrible crisis, al igual que mis abuelos.
Noventa y nueve latigazos
Noventa y nueve fueron los azotes que los soldados
rumanos propinaron al viejo administrador del koljoz,
castigado por una negligencia al echarse a perder las papas,
bárbaros venidos desde la Rumanía con su jefe sifilítico.
Zurra que te zurra, sobre el cuerpo del viejo,
las papas habíanse podrido en la estiba bajo tierra, y
los rumanos descubrieron el error del funcionario,
interminables serían los latigazos sobre la carne.
El cuerpo del hombre, inflamado por los golpes
sucesivos, había de seguir viviendo,
golpeaban estos salvajes con látigos de cuero,
con los puños, de acuerdo con sus reglas bestiales.
Pero el golpe número cien no sería dado
por el cruel rumano, sino por los vasallos ucranianos,
jóvenes vendidos al Ger–Ser, que se llevarían a la adolescente judía
de doce años que moraba escondida en su casa.
Lloraba y gemía la esposa del viejo funcionario del koljoz de Krasnaia Polana,
y lloramos todos aquella mañana fría de nieve y viento,
cuando el carrero hubo de transportar junto a la adolescente,
también a Kukurudza, cuyo nombre verdadero era Broñia.
Y además una tercera niña y tal vez una cuarta, rumbo a Kriboie Ozero,
eran tres o cuatro niñas cuando la nieve caía espesa en el amanecer,
tras la tormentosa noche de frío y hielo en la cual Pasuña
horneara los panes para calentar el cuerpo de Kukurudza.
“Ve y busca en el bosque las ramas
que encenderán el fuego Prokofii, tala los árboles
y desciende con los maderas, encenderemos el fuego
y hornearemos el pan que abrazará la pequeña Kukurudza”.
El horno encendido durante la noche proveyó
el calor para el pan de la mañana, pan
que acompañaría a Kukurudza al gueto,
dando calor a su cuerpo y alimento para después.
“Porque las dos o tres niñas mayores seguro resistirían la fría mañana,
pero el cuerpo de Kukurudza, de pocos años, hubiérase
congelado en los largos dieciocho kilómetros al gueto nazi,
¿Ah, por qué os llevásteis a nuestras niñas en guarda?
Y dos mujeres, mi abuela Pasuña y la esposa del funcionario,
entristecieron sus noches por aquel arrebato,
que fuera ejecutado por la delación de ¿quién sabe quién?,
nunca lo supimos, aunque mucho hemos preguntado.
II
Rara es la vez que los Estados recuerdan a sus soldados, y menos a los ciudadanos civiles encerrados en las ciudades que mueren por millones durante las catástrofes de las guerras. La historia de mi tío abuelo ucraniano Zajar Zharkowsky y la enfermera rusa Irina, de Rostov del Don, es una maravillosa historia de amor. Dos veces herido de muerte en la batalla de Stalingrado, Zajar sería cuidado por Irina, la enfermera que se enamoró del bravío soldado perteneciente a un grupo de élite del Ejército Rojo, acercándole alimentos y medicinas. Recuperado Zajar de las heridas, volvería al combate como chofer de un general ruso, volando por los aires al pisar una mina; del general ruso no hubo de encontrarse nada pero Zajar sobrevivía nuevamente eyectado por la explosión y enterrado su cuerpo de milagro.
Ciudades, mujeres y hombres enfrentados al nazismo
¿Habría traicionado al hombre que nunca amó la madre de Irina en la ciudad de Rostov del Don?
Acaso la belleza de su cuerpo no dejaría sino despertar el deseo de los regimentados cuando sus vidas eran presa de la incertidumbre de la guerra, su bello cuerpo entre los perros y la violencia expandía el espacio de lo prohibido, ajena y distante al campesinado cuyas mujeres encorvadas se presentaban moldeadas por el agotador laboreo de la tierra.
Madre e hija, en las antípodas de los hombres, Zajar, el joven guerrero de Odessa que comprometió su ser hasta los inicios de su propia muerte, herido tres veces, dos en Stalingrado, auxiliado por Irina, y la madre de la joven, la fotógrafa entre los oficiales dando rienda suelta a su cuerpo, haciéndose con favores de poca monta la depravada de Rostov, mientras la hija rescataba actuando como enfermera, las jóvenes vidas que por centenares de miles, entre civiles y militares, se perdían en Stalingrado.
Las puertas del Cáucaso creyeron los teutones abiertas para siempre en Rostov y Stalingrado, y la atractiva fotógrafa seducida por amigos y enemigos en su señorial dacha sobre el río Don, olvidando a su compañero, padre de Irina que falleciera tuberculoso y abandonado por la mujer que temía al contagio, el artista cuyo estudio fotográfico era preferido por la clase adinerada, desprotegido y escupiendo sangre, perecía empiojado y en soledad, en su dacha del Don.
Después del desamparo certero regresaría tras las parcas como lo hacen los buitres tras las pertenencias y las posesiones, la encantadora de Rostov, seduciendo en la guerra a los unos y los otros, mientras su hija, la enfermera soviética, continuaba sanando los despojos de la guerra provenientes de la catástrofe del río Volga, regresando la vida a Zajar Zharkowsky, enamorada del bravío ucraniano, cuyos ideales residían con certeza en la patria socialista.
La cobardía de la progenitora no hubo de transmitirse como una vergonzante heredad de familia en la joven del Don, la cual obligaría a su madre procurar los alimentos para Zajarchik, que agonizaba en el hospital donde los Rojos acumulaban los cuerpos heridos de propios y ajenos, ¿desde dónde provendrían los alimentos y medicinas para millones de héroes avocados a la reconquista de sus aldeas y países?, quién sino el narod daría respuesta sin mediaciones a su amado voisko.
Cuatro fortalezas con sus mujeres marcadas a fuego por los desastres de la guerra, en la tierra de los cosacos eliminados por los bolcheviques bajo las órdenes inapelables de León Trotsky y Joseph Stalin, cuando en sociedad constituían el terror del Nuevo Estado, afianzado el Octubre Rojo, minado por los Buryuiake y los Capitales, errando sus caminos los cosacos, de a miles se alinearían a la bestia nazi, decidiéndose en una apuesta criminal, haciendo trizas los atributos de su notable pasado cuando liberaron en sus dominios a los esclavos en el siglo XVII, ideando tácticas de guerrilla que los convertirían en la guardia personal de los zares rusos, pero guiados por la revancha a los Rojos se sumarían al más sanguinario de los esclavismos europeos para recibir en la posguerra un salvaje castigo de los bolcheviques, que implacables se vengarían de la traición, pero en la guerra sin medias tintas, cuatro ciudades, aunque fueron muchas más, Stalingrado, Leningrado, Rostov y Odessa, anticipaban los años en que los Rojos no se darían por vencidos ni aún bajo tierra, Odessa, el primer bastión europeo que se presentó a la batalla, defendiendo las costas del Mar Negro, Rostov, la primera que logró expulsar a los malnacidos, aunque luego volvieran a ocuparla, mientras en Leningrado, encerrados por el hambre, sus habitantes no abandonaron la capital de los zares, resistiendo los 871 días del Sitio, y Stalingrado, madre de todas las victorias que daría visos de luz al principio de la derrota, avivando el fuego que sostendría el ánima de los Rojos durante los años del conflicto, en los actos de bondad de Irina por el amor a mi tío abuelo Zajar, destrozado su cuerpo en las ruinas de Stalingrado, en el llanto silencioso de mi bisabuela Nioñila por la suerte de su otro hijo, Vañiuchka, encargado de proteger las vitales vías ferroviarias del Ejército Soviético en el Cáucaso, camino a Persia, y en las oraciones persistentes de Pasuña rogando por mi abuelo Prokofii, cuando los Rojos disponían sus últimas cargas en la toma de Berlín, pero los bichos no tan humanos, encerrados en los cuerpos de Trotsky y Stalin, bajo el modernizm de la casa Azul que Frida cultivaba con Rivera y Diego de buena gana regaba con su cuñada Kahlo, el sitio indicado donde Ramón Mercader martillaría el marote al que detentó el poder de los Bolcheviques, bajo las directivas de Stalin, la ejecución de uno más de sus crímenes de Estado de tono imperfecto, a quien la hora habría de llegarle con la vodechka servida por Nikita Jruschov en 1953, desprendidos los colosos de Stalin en el boulevard de Odessa, sumergidos después de rodar y rodar en las profundidades del Mar Negro, cuando comenzó a develarse su obra de arte total, que de acuerdo con su exégeta germano habría de conformar su vasto teatro rojo, pero el gigantesco aparato represivo que ejecutó los crímenes, después de lavarse sus manos endilgó al georgiano la autoría y responsabilidad durante los largos años del tirano, y los konsomoltsy lloraron desconsolados la partida de su viejo líder, muerte dudosa apurada quizás por Nikita, y durante días simularon tristeza y consternación para pasarlo al olvido cuando la nomenclatura se avino a los cambios no tan decididos por Nikita Jruschov, a mediados de los años cincuenta por el ladero del georgiano, pero Rivera hizo desfilar en el Radio City, en el corazón de las finanzas de Nueva York, en la nueva propiedad de los socios capitalistas de Hitler, los Rockefeller, rechazada la oferta del encargo de forma contundente por Picasso, y de forma menos elocuente por el genio del color y la forma que ninguna duda cabe era Henry Matisse, aceptado el desafío por el mexicano Diego Rivera, encargo fallido para el Radio City, en el Rockefeller Center, perdedores del petróleo de Bakú los Rockefeller en el Cáucaso, desbordado de reservas, con sus asociados los Rothschild, allegados a los negocios millonarios de los zares rusos, cartelizados bajo el mismo negocio destruyeron la competencia de las empresas petroleras de Bakú, arrastrando a los hermanos Nobel a la quiebra, pero hacia los finales de los años veinte experimentaban con intentos inútiles recuperar el negocio del oro negro confiscado por los bolcheviques, firmando contratos vergonzantes con Adolf Eichmann, el corazón mismo del nazismo alemán y la solución final, el criminal que la Argentina cobijó en su territorio y la Mercedes Benz argentina sumó a sus fuerzas de trabajo, deambulaba por el microcentro porteño en la posguerra, nada más erróneo que suponerlo un empleado banal de la maquinaria nazi, el mismo que desde la Argentina, Estado anfitrión y refugio de miles de criminales de las SS, y otros tantos croatas que gozaron por años de impunidad, habría de ser conducido a Jerusalem para terminar ajusticiado, previo juzgamiento de un tribunal, la serpiente venenosa que acostumbraba tomar café en la misteriosa esquina de Corrientes y Reconquista, documentadas las sesiones del juicio por Hannah Arendt de mala gana para The New Yorker, hecho que la haría sostener su teoría algo floja de escrúpulos sobre la banalidad del mal, presentando a los genocidas como elementos amorfos de una estructura, imposibilitados en dar ninguna vuelta de timón, la tesis de la neoyorquina que enamoró al poeta del Ser y el Tiempo, náufrago de toda Serenidad, que supo ocultar, evitando las preguntas que podían incomodarlo, acaso no debían haber callado sus palabras estos dos viejos amantes, escudados bajo el oscuro pensamiento alemán, que a cada instante, en la moderna Alemania repite el sentir vergüenza de aquel nefasto pasado del III Reich, pero Eichmann en 1927, comisionado por las fortunas luchaba contra los judíos comunistas de Europa del Este, que lograron recuperar el petróleo del Mar Caspio, y bombeaban petróleo sin descanso, aprovisionando a las Repúblicas Soviéticas y a las tropas bolcheviques que se batirían con los ejércitos alemanes en la Gran Guerra Patria, la luz de Saturno iluminando a los Rojos en el Cáucaso, a sólo 550 kilómetros de la posible desgracia total en Bakú, la ciudad golpeada por el viento y años antes por los crímenes deleznables perpetrados por los bolcheviques, pero los capitales de la Standard Oil instrumentaron las patentes del petróleo sintético, buscando engendrar el milagro alemán partiendo del carbón, en las instalaciones del siniestro Auschwitz III, provista la masa humana que aún gozaba de un espesor de salud por los aparatos del terror situados en Auschwitz I y Auschwitz II, en la baja Silesia, a sólo kilómetros de distancia entre los Campos de Osviecim, degradada situación que no alcanzaron los prisioneros de guerra soviéticos, aniquilados en los comienzos del conflicto con el hambre más atroz en algunos meses, bajo la jactancia de Goering morían los desvalidos soldados Rojos, y Diego Rivera en 1933, comunista y enemigo acérrimo de los nazis, asumiendo una actitud beligerante inquietaba a su comitente, el lobista, conocido y de triste pasado en América del Sur, Nelson Rockefeller, apareciendo Lenin de a poco en los murales del Radio City, tras el quebranto de la bolsa, en el novísimo Rockefeller Center de Nueva York, y marcharon los humillados y ofendidos ocupados de la propiedad común en la patria de la propiedad de unos pocos, en la capital de las finanzas disgustaría la marcha comunista que había intentado agredir al American Way of Life, lastimadas las arcas de los petroleros por quien detentaba el poder del Kremlin, Joseph Stalin, viejo conocido en el Cáucaso, organizador de las primeras huelgas obreras en Bakú, en los últimos años del Imperio ruso, contrario a los mencheviques, el revoltoso que destruyó los negocios de los capitales de Bakú, convertido en líder del mundo, generando un odio irrefrenable en los desposeídos petroleros que los llevaría a buscar la protección de los Adolfos, igual al caso de los industriales del Ruhr, de buena gana, deseando cuanto antes el recupero de sus posiciones caídas en desgracia, y los ejércitos alemanes obcecados por su führer, intentaron bajo un delirio temerario y absurdo, el saqueo del petróleo de Bakú y la toma del bastión de las industrias de cuño socialista en Stalingrado, pero Zajar y sus tovarichi, blandiendo sus pesadas armas, mantendrían bajo cerrojos las puertas del Cáucaso, Stalingrado y Rostov, escollos interpuestos defendidos por los Rojos de Zajar, quien durante las hambrunas de los años treinta en Ucrania, junto a su padre y su hermano Vañia migraron para trabajar en la expansión de las vías ferroviarias en Majachkalá, consolidando los Rojos el tráfico ferroviario entre Rostov y Bakú, obra de ingeniería considerable y problemática en las escabrosas montañas del Cáucaso, en el antiguo Reino de los Persas y posesiones del Zar, aumentando la capacidad de transporte del crudo en las colapsadas líneas ferroviarias que junto al viejo oleoducto pergeñado por Mendeleief desde Bakú a Batumi, resultaba del todo insuficiente, proyectos llevados a cabo por el Imperio ruso, buscando las divisas y suministros de Occidente través del Mar Negro, durante la explosiva fiebre del oro negro en Bakú, la riquísima región de Azerbaiyán, pero los soviéticos abastecieron con petróleo a sus centros industriales después de la revolución, evitando entregar a precio de ganga las cuantiosas reservas hidrocarburíferas que los zares malvendieron a Occidente, y los soviéticos crecían mientras Occidente se caía a pedazos durante el crack de la Bolsa de Nueva York, oro negro cuando los Rojos se habían decidido a martillar sin descanso en los Montes Urales, cosechando los dorados trigales, tecnificando las rudimentarias formas de trabajo ancestral, hecho que demandaría una infinitud de lágrimas en las aldeas de la Kraina, deportando a Siberia a personas por millones, haciéndose paradojalmente los comunistas de mano de obra esclava.
¿Es justo que Stalingrado deba asociarse en forma unívoca a los demonios del Georgiano que diera inicio a sus sueños de poder como seminarista, orientado su espíritu en la dirección del compromiso del pope ortodoxo cuyo rebaño debía guiar con amor, orientándolos en el cumplimiento del No matarás, paradojal existencia la del Zar Rojo, picado su horrendo rostro por la viruela, destructor serial de amigos y enemigos, y de todos los que brillaron con luz propia, proyectando sombras sobre su paranoia, maligno caucasiano que habría de pastorear sus ovejas, guiándolas hacia el desfiladero, pero trocando la Stolitza su nombre por el caudaloso Volga, el actual Volgogrado desdibujó su naturaleza, enmendada quizás por la semana que memora las heridas abiertas de la guerra, o Leningrado a cual beatificado Zar habría de recordar sino a la brutal encerrona, la Blokada desplegada por los belicosos europeos, enemigos de los Rojos, sostenida durante interminables años una de las prácticas genocidas más despiadadas, destruir al narod con el hambre de los niños, los mayores, sus jóvenes y mujeres, superando en más de un millón de almas su crimen, y bombardeando el Hermitage, que fuera el Palacio de Invierno de los zares, erigido en las anegables costas del Neva, de milagro las colecciones de Shchukin y Morozov serían puestas a salvo, junto al grandioso acervo del museo de Leningrado, aumentado tras la revolución, afortunada la Danza de Matisse continuaría jugando entre los azules y los enrojecidos magenta, ignorando a los bárbaros que deseaban hacerse de sus Greco, Boticelli y Leonardo, así las colecciones quedarían a resguardo, al cuidado de los bolcheviques, deslumbrantes y de buen gusto, Dobrei Ukust, lucieron maravillosas en el Arca Rusa de Aleksandr Sokurov recorriendo el Palacio de la Zarina, confiscadas después de la Revolución serían exhibidas expuestas al proletariado de Leningrado, en las mismas salas majestuosas del Hermitage, donde un siglo antes Catalina II cortejaba a sus afiebrados amantes, hasta que la ciudad de Pedro fue acordonada por el hambre, y los pájaros de mal agüero precipitaron por millones sus artefactos, destruyendo a la ciudad con su Palacio de Invierno, la obra maestra de los zares rusos, y sus habitantes doblegados por el hambre convivirían con su orgullosa metrópolis transformada en una cripta fantasmal, deambulando en busca de pan cuando la Doroga Shisni sobre el Ladóga congelado lograba birlar a los genocidas, crimen del cual sólo un general alemán respondería con su vida, crimen perpetrado por los ejércitos alemanes, españoles y finlandeses durante el Sitio de Leningrado, pero a sus acólitos soldados de cientos de miles, ninguna ley de los tribunales europeos habría de aplicárseles por la crueldad del Sitio, La Blokada a los ciudadanos de Leningrado, dolor imprescriptible para la ciudad del Báltico y experiencia iniciática para el laboratorio del nazismo alemán, a quiénes jamás se les habría de ocurrir aprovisionar con alimentos a los pueblos conquistados por la Werhmacht, sino todo lo contrario, que en la idea de Hitler era matar con el hambre, morete golodom en el decir de Lídochka, los aguerridos camaradas de Zajar sin duda en el presente mantendrían una distancia prudente del nuevo Stalin o del gótico zarévich, violentos de remate despertaron las viejas desavenencias entre hermanos, jugando con las armas apropiadas a la Unión, herencia desaconsejada para los cuerpos de violentos que juegan al peligroso juego del gato y el ratón, usufructuando las riquezas de generaciones de soviéticos conminados en acumular beneficios, en su jerga definida como plusvalía, en miras a llegar a la patria comunista, sacrificando contra su voluntad sus vidas en el exilio de Siberia y en el Ártico, buscando en la helada estepa los yacimientos minerales sospechadas desde antiguo, pero el esfuerzo conducente en materializar la utopía socialista, fogoneado por las crueldades del Gulag, devino en acumulación de riquezas propias al capitalismo, para acabar usurpado y apropiado sin descaro el tesoro de los soviéticos que sería repartido en pocas manos, las mismas que azotaron en el Gulag, el sistema concentracionario soviético, a sus víctimas por millones durante decenas de años, ladrones de sueños acapararon para sí la heredad de nuestros mayores para la cual trabajaron de sol a sol, castigados por sus creencias y agobiados por las hambrunas, rara vez recibiendo la paga por el trabajo realizado en los koljoses, no obstante sus hijos respondieron sin lamentos al llamado de las armas, ejecutando las técnicas de los estrategas soviéticos que conformaron su voisko sin discriminar a los pueblos de la Unión, una de las muchas diferencias de Joseph Stalin respecto del austríaco que integró sus huestes bajo las consignas criminales de los nazis, salvando el voisko al nacimiento de la fortalecida patria bolchevique, en las orillas del helado Volga y en las ruinas de la destruida ciudad, aun a sabiendas de una derrota aplastante, cuando la cortina de hierro y fuego tendida por los Rojos los obligaba a darse cita en el combate, se negaron a precipitar su rendición a los que consideraban subhumanos, ocupados los SS en la bestial caza de judíos, bajo la cobertura de la Wehrmacht, acción sistemática que repitieron en toda Europa del Este, en el trascurso en que reinaron en la tierra de los eslavos, expuesta a la total desprotección la población civil, las verdaderas víctimas de la guerra, habitando las ciudades resultan abandonadas a su propia suerte entre el fuego de los bandos, pero el nombre de la Stoletza rusa se erige resumida en la cripta del Narod y en los millones de habitantes del expandido enclave industrial de Stalingrado, icono de la industria soviética, responsable del equipamiento agroindustrial, devenido en lastimosa mayoría de cuerpos sin vida por la devastadora batalla, desplegada en sus calles y edificios, pero el recuerdo sincero ha de persistir en el cuerpo social libre de tachaduras bajo el nombre de la batalla de Stalingrado, cerradas y aseguradas las puertas del Cáucaso por nuestro héroe de la Kraina, Zajarchik y sus esforzados guerreros Rojos. ®