El Hotel Cayré se complace en recibir a cuanto visitante de la blanca Mérida busque un lugar de descanso que ofrezca manjares culinarios y que se encuentre a poca distancia de los teatros y parques. El edificio, construido alrededor de un patio central, cuenta con doce habitaciones, baños adornados con brillantes azulejos y una sala para lectura abarrotada de títulos clásicos. Incluso, a un lado de la recepción, los visitantes pueden observar algunas piezas confeccionadas con las telas más finas que la familia Abraham comerciaba hace ya algunas décadas.
Ofelia Abraham, mujer libanesa, se mira desnuda al espejo después del baño en agua tibia. Derrama sobre sus dedos la loción de naranja y los conduce por sus curvas, bailando, como en los viejos tiempos de la juventud. Se juega el cabello, lo arremolina con las manos, disfruta olvidarse de las arrugas necias y los kilos que sobran en sus brazos. Pero eso sí, los pechos agraciados, los labios rojos y carnosos, delirio de amores pasados. Recuerda perfectamente el día en que su bisabuelo abrió el hotel, hace tantos años. Los portones que aún huelen a barniz, su inocente niñez corriendo en los jardines. Y cerrando los ojos se cree a sí misma más bella que nunca, orgullosa del porte que pesa sobre sus caderas.
En ese momento alguien toca despacio la puerta. Rápidamente Ofelia se viste con una blusa de lunares y un faldón antiguo. Es Beatriz quien espera tras la pared. La joven y morena mucama quiere saber si le baja el fuego a las lentejas. Ofelia se dirige a la cocina, destapa cuidadosamente la olla y da por instrucción dejarlas cocer un rato más, hasta las doce.
El amplio comedor es el primero en recibir los incitantes olores que emanan de la cocina al mediodía. Perejil picado, aceite de oliva, cebolla frita y el aroma a ropa vieja y húmeda que sale de las bolsas del trigo molido. Todas las mañanas, antes de llegar al hotel, Beatriz Cuevas hace una parada en el mercado grande, donde se surte de todo lo necesario para la cocina del día. Luego de cumplir con aquella labor, llega al edificio y se encarga de fregar los pisos, tender las camas, lavar la ropa y secarla al sol en la azotea.
Alrededor de las dos Beatriz hace sonar la campana del almuerzo. Como el edificio funciona como casa de huéspedes, doña Ofelia recibe a todos los presentes y los invita a sentarse a la mesa. La comida se disfruta en silencio. Platillos con sabor a tierra santa, hierbas y especias árabes, dulces, postrecillos hojaldrados, almendras, pistaches y frutos secos para acompañar el café.
Acabados los manjares, Ofelia pide una disculpa y se retira del comedor. Ya en su habitación, toma algún libro de cabecera y entre algún párrafo queda profundamente dormida.
El jardinero aparece cada tercer día cerca de las cinco. Mientras le ve recortar las orquídeas Ofelia Abraham disfruta compartir una amena plática con alguno de sus huéspedes, en especial con el doctor Abdalá, un amigo entrañable que visita por un tiempo la ciudad. Hablan de sus padres, del clima, la política, del tiempo en que viajaron juntos por toda Europa. En otras ocasiones se ha pasado la tarde platicando con Salma Dájer por los pasillos del hotel, admirando las pinturas y fotografías de paisajes, de Beirut, de su infancia juntas.
Generalmente, cuando despierta de la siesta Ofelia suele preguntar a Beatriz por los huéspedes. A lo que ella contesta que han de haber salido a disfrutar algún recital en el Peón Contreras, a tomar una champola en El Colón o a turistear por los bajos del Palacio.
A doña Ofelia no le gusta salir. Dice que ya está muy vieja, que el tráfico y la gente la abruman demasiado. Prefiere quedarse en casa, revisando fotos viejas y amarillentas, peinándose al espejo, tarareando canciones de Manzanero, Roberto Carlos y Rocío Jurado.
Beatriz cuenta, al llegar del trabajo, la misma historia. Hace unos días doña Ofelia le pidió desempolvar las telas de su colección y pasó el día entero sacudiendo algodón y popelina. Además, los viernes se ofrece té rojo y galletas de mantequilla, lo cual significa el doble de trastes por lavar. El día, pesado y lleno de quehaceres, le entumece la espalda al bajarse del camión. Sirve la cena a sus tres niños, saluda con beso cálido a Melchor, su esposo, quien a diario le insiste en conseguir un nuevo empleo, le ruega dejar morir a esa vieja sola en paz, y no seguir cargando con sus achaques, con sus recuerdos fantasmales, delirios, misterios. Mamita, ¿no ves que te está enfermando? Vas a quedar tan loca como esa vieja.
Justo antes de dormir Ofelia Abraham toma un vaso de leche y se lava los dientes. Al acostarse, apaga la vela en la mesita de noche, contenta porque un día más el Hotel Cayré siga en pie después de tantos años. Desde su habitación da las buenas noches a todos sus huéspedes. Su voz, desgastada pero sonora, recorre los cuartos vacíos, las camas lisas y frías, los pasillos oscuros llenos de retratos. Y no, no recibe respuesta alguna. Deben ya de estar dormidos, piensa. ®
María José
Me gusta mucho este cuento desde la primera vez que lo leí :) muchas felicidades, David. Dentro de unos años diré con orgullo que una vez te di una clase, aunque creo que tú podrías enseñarme dos o tres cosas.