El verano ardía y las playas hervían de gente, así que decidimos ir hacia la sierra, buscando el caudal del río y la tranquilidad de la naturaleza. Salimos el viernes por la noche —uno quiere aprovechar todo el tiempo posible, hacerlo arder en nuestras manos—, y nos esperaban nueve horas de autobús hasta la provincia.
Los calendarios guardan un misticismo mágico sólo descifrable por quien los mira. Suelen ser una cuadrícula llena de esperas y esperanzas. Mirarlos tímidamente puede tener repercusiones fatales. No hacerles el menor caso puede ser tan liberador como mortífero. Pero mirarlos fijamente, esperando que cambien, determina tu lugar en el mundo. Los más atentos al paso de los días, a esa sucesión interminable y cíclica de nombres y números, suelen ser los nuevos Gutierritos, los Godínez, burócratas o autómatas genéricamente conocidos como Oficinistas.
En este mundo hay muchos que, contagiados por la perorata ingrata que dice que-de-algo-hay-que-vivir-así-que-trabaja-para-vivir, formamos parte de esa subespecie humana o especie subhumana que se retuerce en una silla ergoincómoda, que sonríe falsamente y finge no mirar a las compañeras de trabajo, deseándolas más por costumbre que por deseo, pero que tampoco se niega la oportunidad —si la tuviera— de arrinconarlas junto al baño o al garrafón de agua para darse un entre de cariño en ese ambiguo archipiélago social del que forma parte.
Uno está ahí, se queja, se aburre, pierde el tiempo, toma de ese café horrible recalentado-casi-quemado, pertenece… se acostumbra. Y es que el pequeño gran mundo de la oficina —con todas sus caras— cumple un papel fundamental en la sociedad moderna, por decir lo menos de ese universo fantástico, tan deseado como temido. Allí cohabitan un sinfín de mundos donde poco a poco la costumbre lleva tu mente a islas del pensamiento, imágenes llenas de cronómetros acelerados, playas vírgenes con palmeras de calendario y te sincroniza con ese pequeño recuadro, abajo a la derecha, que marca las horas y los minutos que faltan para que termine el tedio de la jornada, o los días que restan para que llegue el fin de semana. Lo sabemos, lo padecemos, lo disfrutamos de lunes a viernes hasta que el dios de los feriados hace acto de presencia. Es cuando este arquitecto de alegrías aparece y junta los días conmemorativos con el fin de semana, armando puentes de descanso, como éstos se convierten en pequeños oasis en la desértica vida oficinesca.
Allí cohabitan un sinfín de mundos donde poco a poco la costumbre lleva tu mente a islas del pensamiento, imágenes llenas de cronómetros acelerados, playas vírgenes con palmeras de calendario y te sincroniza con ese pequeño recuadro, abajo a la derecha, que marca las horas y los minutos que faltan para que termine el tedio de la jornada, o los días que restan para que llegue el fin de semana.
Entonces uno carga sus cosas, junta lo que sobra de mes al final del sueldo, arrastra los ahorros y deseos de sentir el sol en la piel, un-poquito-al-menos que tiña este color oficina, y piensa salir de la rutina miserable, alejarse del despertador que grita tempranito que ya es hora, que hay que levantarse, bañarse, descolgar el uniforme de piel humana y dirigirse al trabajo. Piensa, piensa tanto y todo el tiempo en el descanso que espera, lejos de todos y de todo, del tráfico insoportable, del jefe-pedazo-de-imbécil-que-está-ahí-no-se-sabe-por qué, del calor, del frío, de las noticias o los chismes —si es que alguien encuentran la diferencia hoy en día—: que si el presidente vive, que si murió el presidente, que si el papa renuncia, que si los que deberían renunciar son otros, que si burundanga en realidad no le pegó a muchilanga y etcéteras interminables. Alejarse de todo, porque uno cuando descansa se-desconecta.
Pero la realidad siempre espera, agazapada espera el momento adecuado, casi siempre cuando uno baja la guardia, y ahí, en ese instante en el que creíste que los jueces te daban el triunfo por puntos o esperabas el sonar de la campana, viene con un gancho izquierdo y te descoloca diciéndote que es imposible desconectarse. La realidad nunca fue buenita ni terrible, quizás por eso la queremos tanto y nos aferramos a ella en esta vida que sabemos un naufragio. La realidad es, simplemente(?), el espejo de lo que somos los seres humanos y el calificativo lo define cada quien desde su cada uno; es justo de ese sí-mismo de quien tampoco podemos desconectarnos, ni de sus idas y venidas, de sus ideas, sus dicciones y contradicciones. Y es aquí donde mi relato intenta tener sentido; es decir, cuando uno lleva a su sí-mismo de paseo y se encuentra con otros paseando a sus sí-mismos.
Fin de semana largo, cuatro días por delante. El verano ardía y las playas hervían de gente, así que decidimos ir hacia la sierra, buscando el caudal del río y la tranquilidad de la naturaleza. Salimos el viernes por la noche —uno quiere aprovechar todo el tiempo posible, hacerlo arder en nuestras manos—, y nos esperaban nueve horas de autobús hasta la provincia. No hicimos ni cinco cuando el autobús frenó violentamente y un impacto nos despertó de lo que intentaba ser nuestro sueño. Chocamos con un camión que transportaba tubos, decían todos aunque nadie lo había visto, ni el choque ni el camión. El impacto rompió el frente del autobús y por suerte nadie salió herido. Del otro lado de la ruta pasaba otro transporte de la misma empresa que volvía sin pasajeros. Paró, los choferes cruzaron a la carrera para auxiliar a sus compañeros —¡mira que aún hay gente!— y, luego de unas llamadas a la central, pegó la vuelta y nos cambiamos de unidad. Evidentemente no conseguimos dormir durante el resto de la noche.
Llegamos cerca del medio día a un camping a la orilla del río. Quizás en un hormiguero podríamos encontrar más lugar; ahí estaba repleto de gente. Cada vez somos más seres humanos, pensé, aunque cada vez parecemos más seres y menos humanos, rematé y me hice un autogolazo, aunque eso lo supe después. Había muchas familias, parejas jóvenes con hijos chicos. Los árboles sostenían cuerdas que sostenían ropa que los perros intentaban tirar dando saltos despatarrados. El humo de las parrillas inundaba el ambiente. Voces, gritos, risotadas. Nos instalamos donde cupimos. Armamos las carpas, nos cambiamos las ropas, guardamos las mochilas, marcamos nuestro territorio y compramos algunas provisiones para el fin de semana. En ese momento nada me importaba más que dejarme acariciar por el agua que desciende de las montañas, caminar un poco a su vera mientras me susurra canciones al oído, buscar su fuente, beber de él. A pesar de todo, me sentía en un paraíso; el choque y el mal-dormir habían quedado en el olvido.
Caminé, muy despacito, hacia el río, como dejándome sorprender por todo, mirando un poco al cielo y un poco al suelo con las manos abrazadas detrás de mi espalda. El correr del río, el piar de las aves y la luz del sol se imponían. La alegría que me corría el cuerpo era indescriptible —¡uno a veces es feliz con tan poco! Subí el río hundiendo los pies en la arena o haciendo equilibrio sobre las piedras hasta un pequeño dique que distribuía el agua naciendo unas cascadas pequeñas, una especie de puente que permitía también cruzar el río a lo ancho. Al otro lado me encontré con un sendero que subía el cerro, y me fui a caminarlo. Las sorpresas que la naturaleza nos depara son infinitas. El recorrido fue hermoso y en soledad. Los colores que la luz dibuja sobre las plantas y las flores son fascinantes, alucinantes. Nuestra imaginación está tan atrofiada, pensaba.
Del otro lado del río, el césped recortado, juegos infantiles de plástico, cachorros comiendo asado, niños en albercas inflables con pequeños impecables flotadores, sillas y mesas para tomar el té, canchita de futbol con las redes impolutas, asoleaderos, escaleras de cemento para bajar a nadar en el río y un letrero gigante muy-mono con letras amarillas, bien talladas en madera con borde negro: “Propiedad privada. Prohibido el paso”.
Al volver, con ese universo en los ojos, la realidad me esperaba con la guardia en alto y volvió a entrarme con un par de cortos, directo a la cara. Lo que no vi en la ida, me golpeó fuertemente en la vuelta. De este lado, las familias tiradas sobre el césped, sacando el itacate, pelotas inflables de colores volando por el aire, niños corriendo de acá para allá, nadando en calzones, en shorts de jeans, en camisetas; saltos, clavados sobre el río, alegría, risas, risitas y risotas. Del otro lado del río, el césped recortado, juegos infantiles de plástico, cachorros comiendo asado, niños en albercas inflables con pequeños impecables flotadores, sillas y mesas para tomar el té, canchita de futbol con las redes impolutas, asoleaderos, escaleras de cemento para bajar a nadar en el río y un letrero gigante muy-mono con letras amarillas, bien talladas en madera con borde negro: “Propiedad privada. Prohibido el paso”; detrás del cartel, caras adultas, serias, encajadas, y caras de infancia intentando sonreír pero conminados por el gesto paterno a imitar, mirando cómo a través de un cristal, impávidos, el espectáculo que aquellos representaban.
Dos niños, rubios brillantes con la luz del sol, gritaban desesperados desde los escalones que dan al río, “India, India, ven, India”. India, su perra labrador color miel cruzaba nadando, saludaba a la gente del-otro-lado, saltaba de vuelta al agua, se acercaba a sus dueños y salía a la carrera de regreso a su fiesta, nadando hasta este lado del río, jugando con los niños, divirtiéndose. Este mundo es un zoo(i)lógico, pensé, y recordaba una frase que había leído en algún lugar y que después supe escribió Pierre Joseph Proudhon: “La propiedad es un robo”. La lección que me daban, los unos-sí-mismos de este lado, los unos-sí-mismos del otro, la “india” traviesa y la armonía de la naturaleza me paralizó, sólo pude gritar sin parar mientras cruzaba el puente: “¡Ladrones, ladrones, devuelvan la alegría!” ®