Autorreferencia sin egolatría, sensorialidad de quien abre los poros al mundo y bebe su cáliz amargo.
El poema respira por sus manos,
que no toman las cosas: las respiran
como pulmones de palabras,
como carne verbal ronca de mundo.
—Roberto Juarroz
Este primer poemario de Eugenia Flores Soria (Instituto Municipal de Cultura de Saltillo, Colección Acequia Mayor, 2016) es un libro inmerso en la corporeidad —y desde ésta—, ejecutado con una brevedad inusitada y una brillante precisión:
Porque la pena se lleva en la carne
se aviva como un músculo
Y digo brevedad no como tara, porque su discurso es concentrado, inmenso.
La voz que discurre es lacónica, impregnada de una neutralidad tocada por la lejanía. Pero “¿Lejos de dónde?”, diría Claudio Magris.
Dividido en cuatro secciones, como un biombo plegadizo en torno a la idea del cuerpo, la familia, el espacio doméstico y lo femenino —Encuentros, Casa, Canción Universal, Plegaria de la aurora—, Eugenia nos entrega textos de un valor que se funda en lo desgarrado, pero a la vez —en su forma— contenido y sutil.
Voz anómala entre el impostado y autorreferencial yoísmo de las imitadoras pizarniquianas (“Las manos que no tocan a nadie”), el suyo es un censo de la soledad elegida, de un extravío (“Andar en círculos inmensos”); una especie de orfandad geométrica y un desarraigo: “Tenemos, acaso, este pedregal que nos traiciona”.
Dueña de una precisión en el lenguaje, una sabia codificación que se demora en el catálogo de las dolencias y las pérdidas, sin desbarrancar en la telenovela:
Alguien ha inyectado veneno en mis rodillas.
Aquí, el dolor espiritual es el del cuerpo, y en sentido inverso.
Leo Plegaria de la aurora y pienso en la voz contundente de Rosario Castellanos, la razón nítida de Roberto Juarroz o la herética fe de Baruj Spinoza: en una lúcida oscuridad, una conciencia transparente de la caída.
Aparte, la resonancia de la familia como una raíz, un resplandor antiguo:
Mi padre viene entre sueños / y sonríe en un paisaje de otoño / con las manos llenas de tierra viva
Si el poema es imagen, y su fuerza queda resonando dentro de nosotros como una reverberación, la mirada que nos la amplifica y nos la comparte es una forma de ver que no por delicada omite lo brutal ni lo áspero. Autorreferencia sin egolatría, decíamos, sensorialidad de quien abre los poros al mundo y bebe su cáliz amargo, donde el recuerdo es también materialidad:
He hecho una ventana”, dijo el hombre
la lijó con su puño, como quien hace un rostro
El hombre, la mujer —nos dicen estos textos— son criaturas de extrañamiento, de presentimiento, de desolación y de despedida:
Esperanza pedestre de un Dios que brama
sobre mí su dolor íntimo
Finalmente, el libro de Eugenia es un libro desplegable, expansivo; donde su potentes imágenes nos abren hacia universos, narrativas, sensaciones aún sin nombre, como quien se yergue al pie del abismo de lo que dentro de nosotros es lejano e indescifrable. ®