A ningún otro gobernante de México le ha tocado estar al frente del destino de la nación en condiciones más difíciles: un país quebrado económicamente; dividido por una sangrienta guerra civil y con el agravante de la intervención militar de potencias europeas.
El sábado 21 de marzo se cumplen 209 años del nacimiento de Benito Juárez. En el calendario oficial de nuestro país sólo hay un día feriado que se dedica a conmemorar el nacimiento o la muerte de algún prócer de la historia de México: justamente el 21 de marzo, cuando se celebra la venida al mundo de Juárez.
Ni a Cuauhtémoc ni a Hidalgo ni a Morelos ni a Madero ni a Zapata se les honra en México con un día de asueto, aun cuando de pocos años para acá algunas fechas del calendario cívico se recorran al lunes de la semana correspondiente. Esa distinción para Juárez es porque se reconoce en él, no obstante ser una figura tradicionalmente incómoda para algunos grupos sociales, al defensor por antonomasia de la soberanía nacional, a quien separó a la Iglesia del Estado, al principal promotor del marco legal y del Estado de derecho, al modernizador de México y, por si lo anterior fuera poco, a quien demostró con el ejemplo que el gobierno no es un medio para el lucro o el enriquecimiento de quienes ocupan cargos públicos sino para servir a la sociedad y defender los intereses del país.
A ningún otro gobernante de México le ha tocado estar al frente del destino de la nación en condiciones más difíciles: un país quebrado económicamente; dividió por una sangrienta guerra civil (la Guerra de Reforma) y con el agravante de la intervención militar de potencias europeas, encabezadas por Francia, para imponer a un aristócrata extranjero. Gobierno de imposición porque no contó con el consentimiento del pueblo de México, sino sólo con la simpatía y el apoyo del Partido Conservador y del alto clero de nuestro país, quienes precisamente le ofrecieron la corona imperial al archiduque Maximiliano de Habsburgo.
Se reconoce en él, no obstante ser una figura tradicionalmente incómoda para algunos grupos sociales, al defensor por antonomasia de la soberanía nacional, a quien separó a la Iglesia del Estado, al principal promotor del marco legal y del Estado de derecho, al modernizador de México y, por si lo anterior fuera poco, a quien demostró con el ejemplo que el gobierno no es un medio para el lucro o el enriquecimiento de quienes ocupan cargos públicos sino para servir a la sociedad y defender los intereses del país.
Ciertos espíritus desinformados o de plano malintencionados han propalado la especie de que Juárez fue un dictador y hasta un “vendepatrias”, sin reparar, primero, en que de los doce años que figuró como presidente de México sólo en los últimos cinco, después del fusilamiento de Maximiliano y sus dos principales aliados, Juárez pudo gobernar, es decir, tener mando en el territorio nacional, cobrar impuestos, ver por el desarrollo del país, atendiendo sus principales necesidades y carencias.
Los primeros siete años de su presidencia Juárez los pasó del tingo al tango, al frente de un gobierno trashumante, más simbólico que real, desconocido y hostilizado por la mayoría de potencias mundiales, con contadas excepciones como la de Estados Unidos, con quien tuvo que negociar préstamos y ayudas en condiciones que hubieran sido impensables para cualquier gobierno de nuestro país en épocas de paz y estabilidad.
Un buen ejemplo de ese gobierno precario e itinerante fue su accidentada estancia en Guadalajara, durante la etapa inicial de la Guerra de Reforma. Juárez y sus colaboradores más cercanos estuvieron en la capital de Jalisco del 14 de febrero al 20 de marzo de 1858, cuando el Palacio de Gobierno de Jalisco se convirtió en Palacio Nacional.
Luego del Pronunciamiento de Tacubaya contra la Constitución de 1857, la facción conservadora se había apoderado de la Ciudad de México, haciendo renunciar al presidente Ignacio Comonfort, que salió del país, e instalando en su lugar a Félix María Zuloaga, el 22 de enero de 1858.
Debido a este cuartelazo y a que la Constitución de 1857 preveía que ante la ausencia del presidente electo el cargo debía ser ocupado por el titular de la Suprema Corte de Justicia, Benito Juárez, con 51 años de edad, se convirtió en presidente interino de México, instalando inicialmente su gobierno en la ciudad de Guanajuato, con el apoyo de una coalición de ocho estados de la república (Querétaro, Guanajuato, Guerrero, Michoacán, Colima, Aguascalientes, Veracruz, Zacatecas y Jalisco, al que aún pertenecía Nayarit). Pero, acosado por las armas de los conservadores, Juárez decidió trasladar la sede presidencial a Guadalajara, a invitación expresa del gobernador de Jalisco: general Anastasio Parrodi.
Las primeras cuatro semanas de la estancia del presidente Juárez en la capital tapatía transcurrieron sin mayor novedad, fuera de los correos que informaban del repliegue, en el Bajío, del ejército constitucionalista, comandado precisamente por el general Parrodi, ante el avance de las fuerzas enemigas.
Esto cambió súbitamente el sábado 13 de marzo. El teniente coronel Antonio Landa, encargado de la guardia presidencial y que, sin embargo, se entendía secretamente con el enemigo, se pronunció al grito de “¡Muera la Constitución!”, tomando prisioneros a Juárez y sus ministros.
Pero como fuera del piquete de soldados al mando de Landa ninguna otra fuerza los había secundado, el grupo de alzados decidió liberar y armar a los delincuentes encarcelados en la prisión del estado, que por entonces se hallaba en el ala sur de Palacio de Gobierno.
Aislado, pero en posesión de los ilustres rehenes, Landa obligó a un armisticio de 24 horas, roto intempestivamente por el escritor Miguel Cruz–Ahedo, quien tenía el grado de teniente y que, al enterarse del cese al fuego, trató por su cuenta de rescatar a Juárez y sus leales.
Esto provocó que un arrebatado capitán de apellido Peraza, y quien se contaba entre los captores de Juárez y su gabinete, ordenara la inmediata ejecución de los prisioneros. Pero la intervención de Guillermo Prieto, secretario de Hacienda y la no menos valiente desobediencia del encargado de la ejecución, el oficial Filomeno Bravo (que llegaría a ser gobernador de Colima), salvaron la vida del presidente, quien una semana más tarde, ante el avance del enemigo hacia Guadalajara, salió rumbo a Manzanillo, aclamado por legiones de tapatíos, a quienes la víspera Juárez había llamado: habitantes de una tierra “magnánima y pensadora […] consagrada por el valor y la libertad”.
La estancia de Juárez en Guadalajara es sólo un ejemplo, aunque significativo, del accidentado y a veces sólo simbólico gobierno de quien viera la primera luz un día como el de este sábado 21 de marzo, hace 209 años. ®