Algunas veces me da por tejer una historia o comentar una película, un libro o un concierto que, de un modo u otro, puso a vibrar una nota en mi alma. Pero otras veces algo, no sé si angustia ante el porvenir o auténtico interés por la humanidad, me impele a considerar temas más alarmantes y paradójicos.
Son alarmantes porque afectan a todos por igual y exigen una solución, si no inmediata, por lo menos perentoria. La paradoja, de existir alguna, si no se trata de una mera hipérbole, radicaría en las causas. Al no conocer las causas inmediatas siempre se especula sobre las causas remotas, que resultan misteriosas o, en último análisis, incluso incognoscibles, como sucede con la causa incausada, el motor inmóvil, o sea Dios, en aquel argumento inspirado en Aristóteles que esgrimiera de forma tan obstinada Tomás de Aquino. Pascal veía en el hombre una inexplicable combinación entre el ángel y la bestia. Thomas Hobbes, circunscribiendo más el problema, restringiéndolo a la esfera social y política, no dudó en decir que el hombre era el lobo del hombre, el principal depredador de su especie. ¿De dónde esta sed atávica por la propia sangre? La antropología, la religión, la literatura, esta última en forma de mitos, han ofrecido diversas explicaciones. Preservar y ensanchar el espacio vital parece ser el último argumento. Ante la sobrepoblación, la escasez de alimento y la disminución drástica de las posibilidades reproductivas y de supervivencia, las especies animales reaccionan de forma sorprendente. Los lemmings, una especie de roedores que prospera en la tundra ártica, cuando su número crece sin medida, debido a condiciones ambientales que favorecieron en exceso la nutrición y la fertilidad, comenten suicidio en masa precipitándose en el océano. Por desgracia, dirían los ecologistas, este mecanismo estabilizador no se encuentra implantado en el ser humano. Se precisa de la intervención de factores externos que, si no son consecuencia de desastres naturales, son formas más lenes o más severas de exterminio. Nótese ese por desgracia de los ecologistas y desinteresados protectores de los animales.
La carrera por controlar las cepas más letales de enfermedades epidémicas es decisiva para los países con poder.
Las formas lenes se basan en la omisión. Un buen ejemplo son los programas para la prevención de la tuberculosis. Por más de veinte años no se ha invertido fondos en desarrollar nuevos medicamentos, además de que las campañas preventivas han disminuido o desaparecido incluso en países de alto riesgo. El resultado es un incremento en el número de enfermos y la consiguiente alza en la tasa de mortandad. En cambio, se promueven sustancias que propician el cáncer, que van desde el tabaco, las baterías de los celulares, los hornos de microondas, hasta la adición de agentes cancerígenos en vacunas y el agua para consumo humano. El cáncer representa uno de los principales pilares de la industria farmacéutica. El uso de granos transgénicos constituye otro caso ilustrativo. En países pobres, los efectos a largo plazo son devastadores en la productividad de la tierra, la resistencia a enfermedades de los cultivos con el uso de pesticidas cada vez más letales, la desaparición de la diversidad botánica de otras especies de granos, no distribuidas por las compañías de transgénicos, que tienen un esquema de esclavizar al campesino, muy semejante al feudal, por medio de patentes, restricciones de licencias, contratos, créditos y multas impuestas por una policía especializada, la Gene Police, como con la empresa Monsanto.
Las formas más severas se basan en el hambre, la guerra y las modernas pestes, los tenaces jinetes del Apocalipsis. La carrera por controlar las cepas más letales de enfermedades epidémicas es decisiva para los países con poder. Cepas de ántrax, ébola, viruela negra, gripe española y aviar se guardan en los laboratorios, que trabajan con el ejército, como el bien más preciado. Enfermedades como el sida han sido manipuladas por medios genéticos y liberadas sobre poblaciones civiles a discreción (conforme a las investigaciones del doctor Boyde E. Graves sobre el Programa Especial para el Virus del Cáncer (1962-1978), quien tiene abierto un proceso judicial en el estado de California contra quienes resulten responsables). El enemigo no es un país contra otro, sino ciertas facciones con poder dentro de un mismo país que deciden atacar a sus connacionales. El terrorismo de Estado se ha vuelto una forma de vida y ha cobrado dimensiones sin precedente, como en el caso del 11 de septiembre y el movimiento por la verdad de los hechos que ha provocado, el cual cuenta con simpatizantes como el teólogo David Ray Griffin, el físico Steven E. Jones, el activista y pensador social Ralph Schoenman, quien fuera asistente personal de Bertrand Russell durante sus años en Inglaterra e instigador de la oposición del gran filósofo contra la guerra de Vietnam.
Con frecuencia tras las intenciones más nobles se hallan los más oscuros designios.
Con frecuencia tras las intenciones más nobles se hallan los más oscuros designios. Muchos de los movimientos a favor de la naturaleza y la vida animal de manera sospechosa son capitaneados por los vástagos más jóvenes de los dueños del capital, quienes parecen haber regresado al viejo esquema feudal donde la posesión del suelo representaba el poder y la riqueza, ya que son los propietarios de las reservas de la biósfera. Todo se ha privatizado. El que alguna vez fuera patrimonio del pueblo ha sido entregado por los propios gobiernos, la agricultura, la salud, las telecomunicaciones, el transporte y ahora hasta los ejércitos son administrados por particulares. En defensa del tigre de Bengala, por ejemplo, se anima a los guardias en las reservas a disparar a mansalva sobre los intrusos, presuntos cazadores furtivos. En el continente africano la erección de la Unión Sudafricana y su ejército, financiada por los aliados, son un frente de ataque contra un continente que se encuentra bajo el asedio constante del sida. En la próxima década 90 millones de africanos desaparecerán. Las cifras son alarmantes y no paran ciertamente en el continente africano sino que abarcarán América, Asia y Europa, haciendo una limpia de todos aquellos elementos indeseables. Una pandemia de gripe aviar en el mundo o de viruela, aún más letal y conservada en varios laboratorios de América y Europa, podría arrasar la faz de la Tierra. Eso sin mencionar las toxinas ya regularmente inoculadas en las provisiones y los medicamentos.
Vivimos en una época donde unos cuantos deciden el destino de los más. La peor y más efectiva oligarquía que haya conocido el mundo. Una sociedad utópica, como la que vislumbraron Aldous Huxley en A Brave New World (1932) y George Orwell en 1984 (1949) son una realidad no tan lejana, sobre todo porque son los científicos, en particular quienes trabajan en biología, quienes prometen a la élite duplicar y aumentar aún más la expectativa de vida. El hermano mayor de Aldous, sir Julian Huxley, fue uno de los miembros de la British Eugenics Society y era zoólogo evolucionista. Aldous habría de revelar hacia el final de su vida que él no había inventado nada, simplemente eran cosas que había oído de científicos. Julian Huxley fue fundador también del World Wildlife Fund, amante de los animales y preconizador de métodos para reducir la población mundial. Desde luego ese nuevo mundo feliz sería más limpio, más natural y con menos seres humanos o ninguno en África, partes de Asia y América del Sur, campos abiertos para organizar avistamientos de la vida salvaje y safaris. El papel de los artistas en una sociedad semejante, como lo vieron Huxley y Orwell, a quienes se sumaría el estadounidense Ray Bradbury con Fahrenheit 451 (1953), sería nulo. En un mundo así no habría lugar para el pensamiento, la poesía ni el ocio creador. La gente estaría contenta con pastillas eufóricas, el soma de Huxley, y un monitor interactivo siempre delante. Ese futuro sin libros, individualidad ni melancolía, un raro privilegio de quien piensa y siente, me es difícilmente concebible y apenas atractivo. Sería otro mundo donde declino vivir. ®