Adrián Curiel, que no ha pasado por alto las enseñanzas de Cervantes, añade a su arquitectura narrativa, además de aventuras —desventuras—, los recursos explosivos de la ironía y la parodia, con los cuales las reflexiones en torno de un mundo evidencian verdades como puños.
Blanco Trópico, de Adrián Curiel Rivera, es más que una novela de campus. Tal denominación indicada en la contracubierta se debe al pretexto de la historia —y a la que no pretendo restarle méritos—: la onerosa competición por la plaza de investigador a que son sometidos por la autoridad de la Unidad de Desarrollo Regional Interdisciplinaria (UDRI) el economista —y protagonista— Juan Ramírez Gallardo y la antropóloga Virginia Garfio. Aunque la obra no se reduce al microcosmos de la vida universitaria con sus vicios actuales para desentrañar con verdades las mentiras del mundo académico. Blanco Trópico es una obra que ha nacido con una intención verdaderamente —o quizá deba decir ontológicamente— novelesca, única intención con la que debe nacer todo discurso de este género.
De los pretextos se han derivado grandilocuentes historias narrativas —me vienen las palabras de Mario Vargas Llosa— para irrealizar la realidad con audacia ilimitada. Blanco Trópico está anegado de aventuras —y en ello reside una parte del espíritu del género novelado y la principal fuente de seducción para el lector— y también lo está de pruebas. Juan Ramírez Gallardo no sólo nos confiesa su intimidad con Marcia desde geografías diferentes —Madrid, el sur de la Patagonia, la Ciudad de México y, por supuesto, la ciudad que da nombre al libro, Blanco Trópico—, sino sus tribulaciones para concluir la tesis doctoral, cumplir con las becas asignadas y encontrar un empleo. En su paso por los diferentes espacios, Juan, como nos sucede a todos a lo largo de la vida, conoce personas con sus respectivas anécdotas, así refiere las infidelidades del escritor Julián Zavala Dilinger, las de su suertudo colega Mayer Levitt y las peculiaridades de la familia monster de Manolo y Manolito, entre otras. Blanco Trópico engarza diversas historias y diferentes momentos históricos en este gran banquete que es la novela: la cronología del tiempo narrado que transcurre en tres años, de 2003 a 2007, sin prescindir del pasado; cuenta, por ejemplo, el caos social en la Argentina de finales de 2001 y comienzos del 2002, después de que “La Asamblea Legislativa había aceptado la renuncia de Fernando de la Rúa” y un “peronista desconocido […] Ramón Puerta” ocupó interinamente el puesto presidencial.
Me quejo cada vez que estudiosos y no estudiosos mientan a Cervantes (el del Quijote) cuando se destaca el carácter cervantino de alguna obra actual, porque la mayoría de las veces se fuerza a mirar la tradición en textos que no la contienen. La genialidad de Cervantes —como bien ha dicho Javier Cercas— fue la de abrir todas las posibilidades para el género novelado, “un género en el que cabe todo”, pero no todos saben aprovechar la ocasión o creen que por indicar unas cuantas insanias en el protagonista ya puede hablarse de un personaje quijotesco. Adrián Curiel, que no ha pasado por alto las enseñanzas de Cervantes, añade a su arquitectura narrativa, además de aventuras —desventuras—, los recursos explosivos de la ironía y la parodia —sobre esta última volveré sin demora— particularmente de registro festivo, con los cuales las reflexiones en torno de un mundo evidencian, con menos esfuerzo, verdades como puños.
Sin dejar descansar a aquel cuyos huesos aún no se dejan ver —búsqueda, a mi juicio, infructuosa para esta era del espectáculo y que en nada altera el sentido fundacional del Quijote—, el protagónico tiene del hombre de la larga figura dos cosas alejadas de la demencia —Juan es “hombre cuerdo y razonable”—: un idealismo convertido a ratos en ingenuidad y una constante lucha contra la burocracia y la insensibilidad de las instituciones. Juan es un buen hombre, “el típico huraño —como lo define la ecuánime Marcia— que bajo la máscara ama a la humanidad”, no por nada en sus investigaciones plantea la Sustentabilidad equitativa y la Riqueza para todos.
Del enrarecimiento del personaje de Curiel Rivera resulta un anti–economista: un sentimental que rompe a llorar al conocer la noticia del embarazo de Marcia; que le da por la literatura y pretende expurgar sus pesadillas a través de los relatos La garza ojona y Rata rabiosa, que nunca concluirá; que padece —y el personaje no lo ignora— a sus cuarenta de un “incurable infantilismo” que le proporciona una enorme inseguridad, por eso Juan tiene pesadillas y sueña que una garza ojona lo colma de picotazos; “quien duerme mal —explica Gaston Bachelard en La tierra y los ensueños de la voluntad— no puede tener confianza en sí mismo […] el sueño que se considera interrupción de la conciencia nos liga a nosotros mismos”; en una palabra, Juan Ramírez Gallardo está hecho para el fracaso —y las circunstancias lo ayudan para ello.
María Zambrano nos recuerda que Don Quijote partía al alba para iniciar sus aventuras, no podía ser de otra manera “en ese personaje que padece, de manera ejemplar, el sueño de la libertad, ese sueño que, en cierta hora, tan incierta, se desata en el hombre”. En la ínsula Blanco Trópico, lugar de caprichosos huracanes, de invierno tropical y de verano permanente, la luz es cegadora y, como el alba, da la incerteza de lo que luz y tiempo van a traer; por eso a Juan se le pudren las libertades semisoñadas, está envuelto en el mundo de la meritocracia, de la mercadotecnia académica que apela a la interdisciplinariedad —con la única intención de no perderse los dictados de la “ultramodernidad posmoderna”— y nuestro héroe se fatiga de ir al encuentro de sus ensoñaciones.
Sapientemente, Borges dijo que “Toda novedad es solo olvido”; “La novedad —dijo Javier Cercas evocando a Borges— hay que buscarla en la tradición”. Blanco Trópico se presenta como una autobiografía, testamento heredado del Lazarillo de Tormes: “Mi nombre es Juan Ramírez Gallardo. Soy hijo de León Ramírez Rubio e Isolda Gallardo Páez, hermano de Genoveva Ramírez Gallardo. Algunos viejos amigos —pocos, la verdad— me dicen Juancho. Mi abuelo materno, sólo por molestar, solía llamarme pequeño Juanete. Julián Zavala Dilinger, la única persona con quien he podido trabar una relación de camaradería desde que llegamos aquí en diciembre de 2003, me aplica el hipocorístico Juanuco”.
“En Blanco Trópico el guayaterno, sofisticada mezcla de camisa cotona y guayabera, constituye la prenda de etiqueta varonil por antonomasia”; la cotidianidad se distingue porque “nada —pero absolutamente nada— comienza con puntualidad”, cuando algo se ha acabado dicen “se gastó”. Blanco Trópico no parece “sino un rinconcito de Marte”: los automovilistas transitan a alta velocidad y cuando no están chocando contra otros vehículos, los conductores se esmeran “en alinear imaginariamente su culo con la raya blanca pintada sobre el pavimento”.
La autoconfesión de Ramírez Gallardo va más allá de una estrategia de credibilidad. Curiel Rivera tiene toda la intención de que Blanco Trópico se parezca a la realidad. Tal artilugio se reafirma en la voz del personaje en primera persona —que cuentan las partes de “El premio”, “Paraíso exit (Madrid 2003), “La antesala (México, D.F.) y “Ordalía académica en Isla Morgan”— para luego ocultarse a través de la duplicidad de voces que permite el monólogo narrado —en “Temporadas en Blanco Trópico”—; mas, en ambos casos, el personaje, que es su propio objeto de autoanálisis, no oculta su punto de vista ni su involucramiento emocional en los sucesos que narra; ilustro con la siguiente cita: “Marcia me toma de ambos hombros […] ¿Qué será de ella y Emiliano, y de la futura Victoria y de mí mismo si quedo de nuevo al margen de la vida productiva de la sociedad? Marcia tendrá tres hijos, en lugar de dos y un marido. ¿Alguna vez he dejado de ser un poco su hijo? Como sea, tendré que mendigar otra vez unas clases en la U del P”.
Y ya que he traído la ineludible realidad a Blanco Trópico es el momento de hablar sobre la parodia del texto. Estoy de acuerdo con Berna González Harbour en que “La realidad se ha contado siempre en la novela”, pero es también hoy una verdad de Perogrullo que sin ficción —ese subterfugio que hace extraña una situación, sin perder su credibilidad para el lector, y sin la cual el mundo no puede repensarse desde perspectivas diferentes— no hay obra de arte ni obra literaria que piense. He mencionado antes que la argucia realista está puesta en el sentido autobiográfico del texto y se redondea con el discurso paródico.
Blanco Trópico —una isla extraviada a mitad del Océano Atlántico— es gobernada desde el 2000 por Inge Aguerreberre González, quien se “hace llamar gobernadora, no presidenta, porque ella no preside, gobierna”. “En Blanco Trópico el guayaterno, sofisticada mezcla de camisa cotona y guayabera, constituye la prenda de etiqueta varonil por antonomasia”; la cotidianidad se distingue porque “nada —pero absolutamente nada— comienza con puntualidad”, cuando algo se ha acabado dicen “se gastó”. Blanco Trópico no parece “sino un rinconcito de Marte”: los automovilistas transitan a alta velocidad y cuando no están chocando contra otros vehículos, los conductores se esmeran “en alinear imaginariamente su culo con la raya blanca pintada sobre el pavimento”, en lugar de ocupar un carril. Si uno llama a Delta Gas, o a Rota Gas por alguna avería mandan un técnico un mes después. Blanco Trópico está habitado por varias razas: los yomas —a quienes los blancos se refieren como la Raza Cabezuda—, los blancos de origen español o europeo —a los que los yomas llaman la Raza Yogur—, los mestizos y los negros.
Los ejemplos anteriores son apenas unos cuantos de los que constituyen, en la novela, el discurso paródico sobre la Península de Yucatán. Sin pretender reducir la geografía de Blanco Trópico a un solo entorno, uno de los méritos de Curiel es narrar en clave puntos estratégicos que dotan de sentido local a su novela, pues sólo a partir de las entrañas de lo local —explicado así por Unamuno— se puede hallar lo universal, y en lo limitado, lo eterno. A través de la comparación, que dota de sentido a la parodia, comprendemos que en Blanco Trópico pervive un mundo absurdo y falto de sentido común; “una indolencia consustancial insuperable” y una “indómita pasividad” atribuida a los yomas, aunque, en realidad, es una condición del hombre actual.
Las imposiciones y el autoritarismo de Consuelo Sánchez en el bimestre de terror en la UDRI —como esa “medida inicial en la que les solicitaba [a los investigadores] de la manera más atenta que todo sustantivo relevante fuera reescrito en femenino cuando procediera […] En caso de que alguna palabra, debido a las secuelas del imperialismo mental del macho, no hallase su correlato femenino, el sustantivo debería obligadamente ir precedido de ambos artículos definidos”—. Decía que las imposiciones de Consuelo Sánchez no son exclusivas de los peninsulares, tampoco lo es —aunque nos recuerde con un exceso de familiaridad lo que pasa en nuestro país— que el Sistema Nacional de Creadores de Blanco Trópico (SNCBT) está dirigido —vuelvo a la novela— por “uno de los caciques culturales de la isla, el narrador Enrique Cornucopia Álvarez, era quien en la práctica controlaba los apoyos económicos, él decidía despóticamente a quién se becaba y a quién no. Cornucopia era famoso no sólo por sus pésimas novelas premiadas a nivel internacional sino por el sadismo que ejercía contra cualquiera que tuviera una pizca de talento y no fuese un lambiscón”.
Quiero decir con estos ejemplos que frente a la parodia de Blanco Trópico el lector está en la libertad de ver una realidad empírica y pensar en la Península —y no dudo que alguno, con exceso de localismo, se sienta agredido. O bien puede el lector dejar de lado todo prejuicio y abrirse a la parodia para que ésta ilumine súbitamente su alma. Pocas, muy pocas novelas han narrado los sinsentidos del trópico peninsular para capturar otros efectos de sentido de la humana condición y de la realidad del mundo actual que, por supuesto, trascienden la geografía peninsular. Vivimos una época de neopícaros en la que los impostores abundan —traigo de nuevo a Vargas Llosa—, ya para enriquecerse ya para hacerse con el poder, pero son “mediocres personajes del mundo real que no nos interesan ni entretienen”, por fortuna —recuerdo una frase de Nietzsche— “tenemos el arte para no morir de la verdad”.
Blanco Trópico engañosamente tiene un final feliz. A Juan, hacia el final del relato, la fortuna le sonríe, aunque en ello vayan otras pérdidas personales. No obstante, ante “la preponderancia de lo malvado y la disposición moral deseable ante ello” —pues parece que los malos siempre ganan, como dijera Arturo Pérez–Reverte— el singular Juanito —personaje paradigmático del ser humano de nuestros días—, después de su viaje de aprendizaje a Isla Morgan, de un modo quijotesco tratará de hacer —sigo citando a Pérez–Reverte— “que el malo no duerma bien, que sepa que en cualquier momento alguien se puede levantar y cortarle el sueño, o el negocio”. Juan Ramírez Gallardo estará ahí para que “el malo sepa que no es tan fácil ser malo, y que incluso puede ser peligroso”. ®