Paul Bowles, el errante

Memorias de un nómada, de Paul Bowles

“Fui su primer contacto con una especie rara entonces y hoy día el más corriente de los fenómenos contemporáneos: el muchacho estadounidense de clase media con su rencor implacable.”

Paul Bowles en su cama, con pluma y papel. Fotografía de Jerry Cooke/Pix Inc./Time Life Pictures/Getty Images.

Cuando cerré mi ejemplar de Memorias de un nómada (la versión en español de Mondadori traducida por Ángela Pérez, reimpresión de 2001), después de leer la última página, me extravié varios minutos sobre su portada: un Paul Bowles en blanco y negro, maduro, pensativo, enfundado en lo que parece una bata de descanso, decorada, tal vez, con patrones de alguna cultura norafricana, reposa cómodamente en un sillón oscuro, acompañado de un gato pardo y un cigarro de pitillo en mano. Es un retrato a tres cuartos de perfil, con la mirada perdida —tómame una foto como si no me diera cuenta—, que encaja perfectamente con el estereotipo del intelectual blanco que viaja y escribe. Cliché que le debemos, sin duda, al propio Bowles.

Escritas en muy buena prosa, las memorias del compositor y escritor neoyorquino presentan aspectos generales de su vida, desde los primeros recuerdos de la infancia, cuando se describe como un niño inteligente, lector precoz y de prodigiosa imaginación, capaz de construir mundos e inventar ciudades, países y personajes, antes de, siquiera, iniciar sus estudios de educación básica.

El progenitor nunca aprobó las inclinaciones artísticas de Paul, incluso cuando ya había adquirido éxito profesional con su obra. Antes de los veinte años y animado por un par de bibliotecarias de la gran Biblioteca Pública de Nueva York, entre otros amigos, se embarca a Europa para huir de la familia y conocer el mundo.

Sin profundizar en la psicología familiar, el autor se refiere a la relación con su padre como histérica, opresiva y tensa. El progenitor nunca aprobó las inclinaciones artísticas de Paul, incluso cuando ya había adquirido éxito profesional con su obra. Antes de los veinte años y animado por un par de bibliotecarias de la gran Biblioteca Pública de Nueva York, entre otros amigos, se embarca a Europa para huir de la familia y conocer el mundo. El resto de la historia, en la que no me extenderé y que incluye sus viajes permanentes y obsesivos, la compleja relación con su esposa Jane, su vínculo con Mohamed Mrabet y su residencia en la amada Tánger, ya la han contado otros y, a conveniencia, el propio Bowles, en este libro.

Pero hay un aspecto que merece destacarse, que retrata a una generación o que resume los motivos de Paul y de otros viajeros occidentales de la época, y que tiene que ver con mis comentarios sobre la portada. De su amiga, protectora y guía, la escritora estadounidense, abiertamente gay, Gertrude Stein, dice:

No tardé mucho en comprender que, aunque contaba sin duda con su simpatía personal, Gertrude Stein me consideraba ante todo una muestra sociológica; era el primer ejemplar de mi género que veía. Fui su primer contacto con una especie rara entonces y hoy día el más corriente de los fenómenos contemporáneos: el muchacho estadounidense de clase media con su rencor implacable…,

podemos agregar: una especie del privilegiado hemisferio norte que emigra en busca de experiencias que le den sentido y emoción.

También es importante decir que, aunque pareciera una complicación para la fluidez de su lectura, por la necesidad de detenerse a investigar conceptos, nombres, sitios geográficos o traducir algunas líneas del inglés y del francés, los relatos son abundantes en referencias culturales, geopolíticas, cinematográficas, literarias, plásticas y musicales, que representan una importante guía para la búsqueda y adquisición de conocimiento. Bowles trabajó o por lo menos conoció a varios de los más importantes artistas y pensadores el modernismo, la vanguardia, el surrealismo y el impresionismo.

Finalmente, queda la sensación de que algunos fragmentos de la historia son exagerados y sesgados —¿podría ser de otra forma?— como los relacionados con el conflicto paterno y las peripecias económicas en los primeros viajes; aun así, las memorias resultan un buen complemento para entender el legado total de los Bowles.

A Paul se le podría acusar de insensible y egoísta: siguió con los viajes después de que Jane se enfermó y se volvió dependiente. Tampoco estuvo presente, ni cercano, cuando los padres se volvieron ancianos y murieron, lo que le provocó remordimiento, según confiesa casi al final.

Pero aligerar la carga y desprenderse son características del nomadismo ¿no? ®

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Publicado en: Éstos son nuestros papeles

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