Pepe el Toro es el máximo personaje arquetípico de los imaginarios colectivos de la mexicanidad, en una sociedad que transitaba de lo rural a lo urbano, con un simbolismo religioso, una representación crística casi explícita: pobre, carpintero, casto por convicción, buen hijo, que se sacrifica por los demás.
La mitopoiética dirigida de Pedro de Urdimalas
Como ídolo popular Pedro Infante es un producto de las industrias cinematográfica, radiofónica, discográfica, televisora y editorial; un fenómeno mediático a partir de que en el imaginario colectivo se confunde su condición como intérprete profesional con los atributos arquetípicos o estereotípicos de los personajes que representó. Era un tipo carismático, con talento y capacidad actoral intuitiva, pero, acaso como Norma Jean Baker —Marylin Monroe—, fue materia prima con la cual productores y directores fabricaron excelentes obras cuyo éxito comercial estuvo directamente relacionado con su capacidad de entusiasmar multitudes.
Así, Pedro Infante como icono de la cultura mexicana o la mexicanidad es el resultado del trabajo genial del productor, director y guionista Ismael Rodríguez en dieciséis películas, entre las que se encuentran las más importantes, por las que más se le recuerda y quiere. De modo que del rostro de Pedro Infante se pudieron reconocer las distintas posibilidades económicas, sociales, culturales, históricas y geográficas de ser mexicano e integrarlas en un imaginario (conjunto coherente de imágenes) constitutivo de lo nacional.
Ismael Rodríguez nació en 1920, el mismo año que Pedro Infante, emigró con su familia a Estados Unidos a los nueve años de edad, estudió cine allá y de vuelta a México trabajó como sonidista hasta que a los 23 años dirigió su primer largometraje: Qué lindo es Michoacán.
El ídolo Pedro Infante es también producto del genio de alguien menos conocido pero muy importante: Pedro de Urdimalas. Junto con Rodríguez es coautor de los libretos de Nosotros los pobres, Ustedes los ricos, A toda máquina, Qué te ha dado esa mujer, Dos tipos de cuidado, Los tres García, Vuelven los tres García y Tizoc, entre otras. Pero, ¿quién era Pedro de Urdimalas? Su verdadero nombre era Jesús Camacho Villanueva, originario de Guadalajara (1911), quien vino a estudiar a la Ciudad de México y se avecindó en el barrio universitario (véase su biografía en www.sacm.org.mx).
Seguramente a él se le pueden atribuir detalles pintorescos como los letreros en las placas de los camiones, los sobrenombres de los personajes, el caló, la entonación en la pronunciación, los errores o vicios de dicción, los rasgos característicos de los estereotipos y del diálogo con chiflidos.
Urdimalas parece ser una especie de asesor lingüístico y en temas de cultura popular para Rodríguez, quien por su condición de clase no hubiese podido penetrar en los códigos que le dieron verosimilitud a los relatos cinematográficos para el público. En Nosotros los pobres, película que Rodríguez quiso que fuera “un retrato fiel de la realidad”, Urdimalas es también autor de las canciones “Ni hablar mujer”, “Amorcito corazón” y la adaptación de “Las mañanitas” (así como de “Mis ojos te vieron”, en Tizoc, entre otras interpretadas por Infante a lo largo de su carrera). Seguramente a él se le pueden atribuir detalles pintorescos como los letreros en las placas de los camiones, los sobrenombres de los personajes, el caló, la entonación en la pronunciación, los errores o vicios de dicción, los rasgos característicos de los estereotipos y del diálogo con chiflidos.
A propósito de esta forma de comunicación, podemos conocer el rostro de Pedro de Urdimalas en otra faceta: la actoral. Interpretó a el Topillos —cargador, galán de la Tostada (Delia Magaña)— quien traduce en palabras a su compañero el Planillas —su hermano Ricardo, en la realidad—, lo que se dicen a chiflidos Pepe el Toro (Pedro Infante) y la Chorreada (Blanca Estela Pavón) de casa a casa.
Detrás del genio de Luis Buñuel también estuvo Urdimalas en los diálogos de Los olvidados, primera película considerada documento patrimonio de la humanidad por la UNESCO. Buñuel recorrió durante varios meses los barrios de la Ciudad de México donde se filmaría, pero fue Urdimalas quien seguramente la dotó de la picaresca y violencia chilanga de la época en detalles como: “Abusado, no se vaya usté a caer”, después de la zancadilla a el Ciego (Miguel Inclán). Por cierto, Ismael Rodríguez estuvo nominado como mejor director en el Festival de Cannes de 1958 por La Cucaracha. El ganador fue Luis Buñuel por Nazarín.
La construcción cinematográfica de la identidad nacional
Nadie nace y crece con una identidad nacional, sino que es una construcción que es impuesta. En medio de la heterogeneidad y que las diferencias sean mayores que las semejanzas, lo crucial es que un grupo sea capaz de establecer su hegemonía y definir un proyecto político que aglutine a los sectores subordinados bajo un conjunto de símbolos y un código comunes. Toda nación es un acto de fe, dijo Borges. Si las identidades se reconocen por imágenes, la identidad nacional habrá de reconocerse por las imágenes de símbolos (patrios) que la representen. Si no existen, se tienen que construir y difundir o imponer hasta que sean comunes a todos.
En ese contexto Pepe el Toro es el máximo personaje arquetípico de los imaginarios colectivos de la mexicanidad, en una sociedad que transitaba de lo rural a lo urbano, con un simbolismo religioso, una representación crística casi explícita: pobre, carpintero, casto por convicción, buen hijo, que se sacrifica por los demás, abandonado por Dios al sufrimiento, modelo de virtudes cardinales y teologales.
Porque las identidades se reconocen por sus imágenes, el cine ha sido un medio especialmente importante para la promoción de procesos de identificación. Sin embargo, la aportación cinematográfica más importante a la identidad nacional no estuvo dada por los relatos épicos de la historia patria, sino por la producción de símbolos que configuran todavía un imaginario de la mexicanidad o lo mexicano a partir de la promoción de ídolos que representan la cotidianeidad del pueblo, en cuanto a sus experiencias, hábitos, modos de hablar y de vestir, y especialmente que personifican sus valores. De la mano, las industrias cinematográfica, radiofónica, fonográfica, editorial y, posteriormente, de la televisión, aportaron las imágenes populares de la identidad nacional a partir de la producción, distribución, venta y puesta a disposición de películas, canciones, revistas, periódicos y demás bienes simbólicos que ayudaron a que los habitantes de distintas regiones se sintieran pertenecientes a una totalidad, a una entidad geográfica, histórica y política superior o, por lo menos, más amplia.
Con razón puede decirse que “la identidad es una construcción que se relata”, como dice Néstor García Canclini. De modo que la identidad nacional mexicana está fuertemente influida por las imágenes de la producción cinematográfica correspondiente a la llamada Época de Oro (1936-1957), imágenes que fuera de las fronteras tal vez aún mantienen la idea del mexicano como charro, o de la mexicana como Adelita o María Candelaria.
Pedro Infante como arquetipo del mexicano
El cinevidente, como el televidente, no es un sujeto pasivo ni manipulable, aunque tenga características de pasividad y amorfia, pero entrega su atención ante quien es capaz de seducirlo. Voluntariamente, rinde su resistencia al análisis racional y a reconocer la fabricación actuada de una ficción. Aunque utilice a los personajes para fantasear o identificarse, no desconoce ni ignora que los intérpretes son actores, que todo lo que ve en pantalla es una ficción. Concientemente compra el relato. Si Pedro Infante tomaba agua en botellas de tequila delante de las cámaras y era abstemio en su vida privada, ¿por qué sigue representando la imagen admirada del mexicano borracho, parrandero y jugador? Si era imposible que fuera de cámaras hubiera sido permanente y simultáneamente buen hijo, buen padre, guadalupano, valiente y sincero, ¿por qué creerle al grado de la idolatría? Si era un norteño ranchero, ¿por qué sigue representando el estereotipo del chilango de vecindad? Solamente porque queremos creer que esa fantasía fuese la realidad y porque él nos ha ayudado a recrearla gracias a que Ismael Rodríguez y Pedro de Urdimalas supieron propiciar procesos de identificación con el público, con el pueblo, por medio del reconocimiento de sus valores, sus aspiraciones y sus símbolos.El ídolo multimediático Pedro Infante interpreta las conductas machistas reconocidas socialmente como legítimas para los papeles del protagónico masculino en personajes estereotípicos. Por ejemplo, la trilogía Nosotros los pobres (1947), Ustedes los ricos (1948) y Pepe el Toro (1952), principalmente por las dos primeras, es un tratado antropológico del mexicano de su época, en una sociedad en la que las interrelaciones personales y de grupo estaban fuertemente orientadas por creencias religiosas y el moralismo católico hegemónico.
En ese contexto Pepe el Toro es el máximo personaje arquetípico de los imaginarios colectivos de la mexicanidad, en una sociedad que transitaba de lo rural a lo urbano, con un simbolismo religioso, una representación crística casi explícita: pobre, carpintero, casto por convicción, buen hijo, que se sacrifica por los demás, abandonado por Dios al sufrimiento, modelo de virtudes cardinales y teologales. En suma, un personaje ideal para una sociedad presecular que apenas comenzaba su tránsito hacia la modernidad, en la que se veía con justa normalidad que a una madre soltera, la Tísica (Carmen Montejo), se le quitara a su hija, que su familia la repudiara y no tuviese otro destino posible que deambular en callejones y una larga agonía, mientras su hija debía creerla muerta mejor que saberse ilegítima. Castigo merecido mientras se podía tolerar la convivencia con la Que se Levanta Tarde (Katy Jurado) y llevar con ella una discreta amistad o que un vecino, don Pilar (Miguel Inclán), tuviese su vicio (la mariguana) “por necesidad”, como ejemplos de la doble moral.
Pedro Infante como símbolo del orden establecido
En tanto industria cultural y no como medio de creación artística, la cinematografía es necesariamente conservadora en la medida en que la mayor parte del público lo sea. Por ejemplo, Pedro Infante nunca hubiera podido interpretar el personaje de un homosexual sin que su popularidad hubiese decaído. Tampoco pudo haber un productor dispuesto a invertir en la película de una historia en la cual la homosexualidad no hubiese sido repudiada y castigada. Esto se debe a que las industrias culturales pretenden un fin lucrativo, y por ello no están dispuestas a poner a la venta productos que vayan a ser rechazados por contrariar los valores de la mayoría, puesto que se corre el riesgo de perder la inversión realizada.
El cine de la Época de Oro retrata que toda mujer que se respetase debía: conservarse virgen para el matrimonio, ser fiel y obediente a su marido, tolerar las infidelidades de éste, tener todos los hijos que dios le mandase, rezar, asistir a misa, vestir decentemente, comportarse recatadamente y dedicarse a las labores domésticas de tiempo completo.
A la muchedumbre que llena las salas cinematográficas para ver los estrenos se le seduce por la sencillez de la historia (previsible y reconocible), la narración visual espectacular, y, sobre todo, por la confirmación de los valores en los que cree. Por eso el cine de la Época de Oro retrata que toda mujer que se respetase debía: conservarse virgen para el matrimonio, ser fiel y obediente a su marido, tolerar las infidelidades de éste, tener todos los hijos que dios le mandase, rezar, asistir a misa, vestir decentemente, comportarse recatadamente y dedicarse a las labores domésticas de tiempo completo.
Este cine y Pedro Infante cumplieron con la función de construir un imaginario identitario de lo mexicano, ahora llevada a cabo por la Selección Nacional de fútbol, que sirvió al régimen para obnubilar lo que hoy conocemos como derechos económicos y sociales, pues la pobreza era representada como una fatalidad que sólo podía ser superada por el azar, la desigualdad como el orden natural, la injusticia como falta de caridad o pecado, y la ignorancia un detalle chusco de la personalidad.
Esas películas hoy no tienen otro valor que el comercial, como productos que muestran lo pintoresco de antaño, que se consumen como curiosidad por el folclor y entretienen gracias a la comicidad de lo kitsch y detalles hiperrealistas como de nota roja: el momento en que revienta el globo ocular de el Ledo (Jorge Arriaga), su estampa sobre la banqueta al caer de la azotea de un edificio, la electrocución de su hermano, el malviaje de don Pilar o el atropellamiento de el Camellito (Jesús García).
Prueba de los cambios experimentados en la sociedad mexicana, plural y heterogénea, de ídolos metrosexuales y “niñas mal”, a sesenta años de Nosotros los pobres y cincuenta de la muerte de Pedro Infante, no podría exhibirse una película como éstas sin las manifestaciones de repudio de organizaciones de la sociedad civil, partidos políticos, legisladores, intelectuales, artistas y titulares de comisiones de derechos humanos e institutos de las mujeres. Paradójicamente, Ismael Rodríguez pretendió ser un precursor de la tolerancia como valor de convivencia, manifiesto en el colofón de Ustedes los ricos con su moraleja “Conocer es amar”. ®
Marce Nv
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