Bandidaje, corrupción, agujeros de bala, nieve y metal retorcido son elementos constantes del paisaje en este camino hacia la profundidad de la antimateria rusa. Los personajes y situaciones que van encontrando a Jacek, kilómetro a kilómetro, parecen habitar sobre una línea de tiempo que describe la descomposición social de Occidente.
De vez en vez la lengua cristaliza palabras grandiosas; las más grandiosas, de hecho: aquellas que intentan explicar lo impronunciable. La palabra sonder, por ejemplo, describe ese instante durante el cual percibimos que todas las personas, especialmente las desconocidas, tienen una vida tan compleja como la nuestra.
Opia es la palabra que da nombre a esa ambigua intensidad que nos inunda cuando miramos a alguien a los ojos, invasivos y a la vez vulnerables, como si estuviéramos contemplando a la persona a través del agujero de una puerta sin ser capaces de entender si estamos espiando hacia adentro o hacia fuera.
Los rusos utilizan el misterioso término kaif para describir un extraño estado de conciencia, una sensación de felicidad, de autorrealización y de equilibrio; un trance al que se llega a menudo durante los viajes largos, incentivado por la inmensidad, la ventisca, la armonía y —por supuesto— el vodka. Kaif es la sensación que resta al desmontar las páginas de La fiebre blanca, de Jacek Hugo–Bader, porque La fiebre blanca es un viaje; es un libro escrito sobre casi 13 mil kilómetros de asfalto, nieve, lodo y carne.
¿Cómo reducir la distancia que hay entre las nieves de la taiga siberiana y las peligrosas, descuidadas y duras carreteras del México actual? ¿Cómo invitar a un lector mexicano a encontrarse en un libro que habla de los chamanes en la frontera con Mongolia, de los evencos de Siberia, de los tuvanos de Tuvá?
¿Cómo hacer que el público se interese en recorrer las peligrosas, descuidadas y duras cicatrices del cuerpo ruso postcomunista? ¿Cómo reducir la distancia que hay entre las nieves de la taiga siberiana y las peligrosas, descuidadas y duras carreteras del México actual? ¿Cómo invitar a un lector mexicano a encontrarse en un libro que habla de los chamanes en la frontera con Mongolia, de los evencos de Siberia, de los tuvanos de Tuvá?
Tengo el delicioso placer de compartir oficio con Anna Styczynska (editora de La Mirada Salvaje y traductora de La fiebre…), y como editor considero que un libro no es solamente un objeto; pienso que el libro no es un libro debido a sus características formales y culturales. El libro es libro hasta que un circuito abstracto de procesos es finalmente cerrado por el lector, quien ejerce el último ejercicio fundamental de su hechura: la lectura. El libro no es libro hasta que alguien ha integrado a su mente lectora el contenido del objeto editorializado. Al cobijo de este modelo ampliado, los libros —en este caso periodísticos— no sólo exponen los intereses de sus autores y sirven para bocetar su personalidad, también son pistas para construir un modelo de sus editores y para agrupar las búsquedas aisladas de cada uno de sus lectores. Quisiera iluminar, sucintamente, La fiebre blanca a la luz de estos cuatro prismas.
Del autor
El escritor argentino Patricio Pron describe a Jacek Hugo–Bader como representante de la extraordinaria escuela de periodismo soviético y postsoviético que por méritos propios fue reconocida con la entrega del Premio Nobel de Literatura a Svetlana Aleksiévich hace dos años. La fiebre blanca es, desde luego, una aproximación a este aguzado filo estilístico.
Podemos también dejar que Hugo–Bader se describa a través de sus palabras. En una declaración recogida por el diario español ABC el periodista polaco (comparado en ocasiones con Kapuściński, sobre todo a raíz de sus diferencias) expone: “No hace falta decir que si se viaja de forma convencional, sólo se puede reunir material convencional: lo ordinario, lo previsible, lo mediocre, lo mismo que todos los demás. Eso no me interesa. No me voy al otro extremo del mundo sólo para tener posibles experiencias. Las posibles historias ocurren delante de la pantalla de un ordenador, así que planeo mis viajes en busca de la suerte, para que haya oportunidad de que ocurra lo imposible”. Jacek Hugo–Bader es, también, un arqueólogo social… pero sobre todo es un apostador. La fiebre blanca es bitácora de sus apuestas ganadas; es un hombre que en su camino al periodismo fue cargador de tren, profesor y comerciante integrado a la estructura subterránea del primer sindicato independiente del bloque soviético: Solidaridad… Aunque quizá todos estos datos sobran porque, ¿qué otras credenciales podemos pedirle a un cabrón que cuando cumplió cincuenta años decidió celebrarse con un viaje de Moscú a Vladivostok, trepado en un Lazik reconstruido, solo, en pleno invierno, financiado en parte por su periódico y en parte por su esposa?
Hace unos días, el pasado 9 de marzo, Jacek Hugo–Bader cumplió sesenta años. Me quema la incertidumbre: ¿Qué carajos estará planeando esta vez para festejarse? ¿Alguien tiene su teléfono para preguntarle?
De La fiebre blanca
Los reportajes de Hugo–Bader se publicaron originalmente por entregas en el periódico Wyborcza, de modo que estructuralmente su edición como libro conserva esta característica fragmentaria, que texto tras texto dibuja con mayor claridad la imagen de una Rusia devastada por la indiferencia —la indiferencia del hombre hacia el hombre, pero sobre todo por la indiferencia de las personas hacia sí mismas, hacia su condición y sus circunstancias.
Bandidaje, corrupción, agujeros de bala, nieve y metal retorcido son elementos constantes del paisaje en este camino hacia la profundidad de la antimateria rusa. Los personajes y situaciones que van encontrando a Jacek, kilómetro a kilómetro, parecen habitar sobre una línea de tiempo que describe la descomposición social de Occidente. Desde las jaurías de perros en el metro de Moscú, los punks y los raperos amenazados por el nuevo fascismo, pasando por las bandas de asaltantes de carreteras, los traficantes de automóviles, los policías de tránsito corruptos, los falsos locos encarcelados por el Estado soviético, las prostitutas metaleras, los mutantes huérfanos de la carrera atómica, los chatarreros que pepenan en las zonas radioactivas, los enfermos de sida y el padre del fusil Kalashnikov, hasta una reencarnación de Cristo que vive rodeado por su feligresía y las tribus originarias de Rusia, que habitan una región donde despacha la fiebre blanca, ese extraño estado hipnótico que habla al oído de sus súbditos y que les pide que maten, que se desnuden y se sienten sobre la carretera, que salten al río, que se vuelen el pecho con una escopeta o que corran sobre la nieve hasta morir de agotamiento, para que alguien los encuentre congelados, secos, con una rara mueca en la boca y las pupilas extrañamente dilatadas.
La fiebre blanca es un libro que retrata casos terribles y dolorosos; a veces inverosímiles, pero que encuadrados por Jacek Hugo–Bader de pronto aparecen bellos, cálidos y en ocasiones entrañables y cómicos. Hay una pureza imponente en la miseria. El destino del hombre, queda claro, es sobrevivir pese a todo. Hay en esta certeza una gran esperanza, pero también una dolorosa condena. Los textos de Hugo–Bader me recuerdan mucho a las polaroids de Andrei Tarkovsky. La fiebre blanca podría traducirse, visualmente, como una road movie filmada por Tarkovsky.
La fiebre blanca es también un diccionario de jerga jipi, un manual de supervivencia para los conductores rusos, un catálogo de agujeros de orina sobre la nieve, un listado de dogmas milenarios y una reivindicación de la realidad como madre y padre de la ficción. André Bretón dijo de México que era el país más surrealista del mundo. ¿Qué habría dicho después de hacer este viaje junto con Hugo–Bader? La Rusia descrita en La fiebre blanca… y nuestros ecosistemas sociales y culturales mexicanos tienen más convergencias de las que imaginamos.
La fiebre blanca y México
El año que nació Hugo–Bader los periodistasMijaíl Vasíliev y Serguéi Gúschev, del periódico Pravda, publicaron su Reportaje desde del siglo XXI, un libro en el que, luego de aproximarse a la Academia de las Ciencias en Moscú, describieron cómo sería la Unión Soviética en el lejano 2007, el mismo año en que el autor de La fiebre blanca dio inicio a su periplo. En el futuro Rusia sería un país en el que se utilizarían cerebros electrónicos, se manejarían automóviles alimentados por electricidad, no existiría la contaminación, el cáncer habría sido erradicado y el hambre sería tan sólo un mal. Reportaje tras reportaje, Hugo–Bader va contrastando de forma irónica esas predicciones con la decadencia hallada a su paso. La fiebre blanca puede leerse como un asomo a la naturaleza del hombre que carece de una ciencia y un dios sistematizados. Y ese hombre no padece el presente solamente en Rusia, habita también entre nosotros, porque el mundo industrial ha generado e incentivado ecosistemas similares por doquier; somos un país tan corrupto como el retratado por Hugo–Bader (según la revista Forbes, la corrupción en México cuesta más o menos cien mil millones de dólares al año); somos una nación tan alcohólica como la Rusia que vomita frente a nosotros en La fiebre blanca (en México, según datos de la Secretaría de Salud, una de cada tres personas de doce a 65 años de edad mantiene un consumo nocivo de alcohol); somos un sitio tan peligroso como el capturado en el libro de Hugo–Bader (la ONU ubica a México como el segundo país con más impunidad del mundo), tan intransitable como los caminos siberianos (qué podemos decir de la inseguridad carretera en Tamaulipas, en Veracruz, en Guerrero o en Michoacán). Y no hablemos de discriminación, desigualdad, pobreza y el abandono al que están condenadas las etnias originales, que padecen sus propias fiebres, negras, marrones o tricolores. No somos tan diferentes. Hace cincuenta años los soviéticos basaban su optimismo en la ciencia y la tecnología, mientras nosotros basábamos el nuestro en la demagogia posrevolucionaria. Al final, el destino nos alcanzó a todos. En el punto ciego de nuestra cotidianidad global se mueven personas como las halladas por Jacek Hugo–Bader. Todas ellas nos definen un poco, personal y socialmente. Ningún hombre es una isla. La fiebre blanca es un primerísimo primer plano a las caries del mundo, sin juicios ni adjetivos.
De la editorial y la traductora
Conocí a Anna Styczynska durante un encuentro de editores realizado en Morelia, en 2015. Mrozek y Gombrowicz nos abrieron la puerta a una charla más suelta, a través de la cual aprendí algo que después corroboraría leyendo los libros de La Mirada Salvaje, su proyecto editorial: ella desarrolla un ejercicio de edición sin prisas, cuidadoso, con un criterio ético respecto de su catálogo pero sobre todo con un giro sorpresivo relacionado con la traducción, disidente del modelo académico. Styczynska no traduce al español neutro, traduce al español mexicano, del cual está confesamente enamorada; traduce de manera dialectal, erigiendo un puente que permite al lector librar de forma automática algunos obstáculos culturales inherentes al contexto. Los rusos también dicen “chingada”, también dicen “ojete” —no con su boca facial sino con la boca del estómago, por supuesto. La fiebre blanca es un oasis en este desierto de publicaciones importadas, traducidas de su idioma original al castellano, donde a nadie le “parten la madre” sino le “dan de hostias”. Hay un argumento fino detrás de este ejercicio de transliteración lingüístico/cultural/emocional: si el material en crudo no es neutro —algunas “palabras” recogidas por Jacek Hugo–Bader no existen ni en ruso ni en polaco—, ¿por qué la traducción tendría que normalizar esos “exabruptos” en español? En este sentido, la traducción de La fiebre blanca también fue un viaje para Styczynska, como lo fue para mí al leerlo. La fiebre blanca es un vehículo todo terreno. ®
— Ciudad de México, Feria Internacional del Libro de Minería, marzo de 2017.
Las fotografías son cortesía de Sur +