Piedras a la luna

Frío

El frío me lo dio una niña; flavo vestido, nariz arrebolada; ¡era hermosa!, ojos zarcos y pálido rostro cano. Me había detenido en la hierba crecida de una alta loma a reposar mis huesos, caterva de frágiles viejos cansados de sostener carne fresca, y con aire puro anegar mis bolsas arrugadas. No la vi subir, apareció; su voz era atiplada, como la de una cigarra soprano, diáfano timbre radiante; hablaba en adagio, estremecedor plañido de viola en melancolía y pena reina, majestuosa soberana, ladina y orgullosa, poetisa garza. Al momento la amé como enfermo, cuajada adoración en arrojo y desesperación, le tendí el más limpio clavel y bellos poemas de amor recité; pero su faz continuó pintada con la humedad y transparencia, exquisitez impasible, de la acuarela. Me escuchó con respeto, parpadeó agradecida, no embelesada; congoja y ternura, miró mis ojuelos (así me los miraba mi madre); a pesar de no ser un pequeñuelo al que pudiese cargar entre brazos me levantó con los senos y su lengua acarició mi cuerpo; “arder en amor es suicidio de dos”, sedó azul, recitando el pasaje de un concierto escrito para voz de dársena y orquesta, y partió díscola y adusta, garbosa como cardenal, penacho rojo de adiós. Se llevó mi ropa; al despegar, la bolsa de mi camisa cubrió la franja negra de su sonoro pico; quedé aterido, llorando desprotegido.

Calor

Llegó otra niña; ésta era rozagante, como amazona, ¡beldad gigante!; carrillos encendidos y por dientes blanquísimos diques. Me hallaba tendido en la hierba marchita de una depresión con extensa cavidad de océano soportando el brioso pujar de mis huesos ante la pasividad de mi carne. No la vi bajar, apareció; su cabello era largo, como el de un abeto enamorado, con raíces voladoras en el centro de la tierra y enraizada fronda en las nubes veleidosas. Al verme desnudo agachó su tierno cuerpo de montaña y durmió en mi regazo su blanda cabeza mimosa; la rechacé aterrado. Me miró con furor sensitivo y me dio el calor; me tendió un girasol, pero no era la flor, sino un árbol girasol que en cuanto sostuve feliz entre mis dedos sudados escupió ciclópea llamarada que me deslumbró y fugó con mi razón; la agarré al vuelo y, pávido, crecí homérico baladro. Con sus gruesos y febridos dedos de seco cauce urente curó con calor mi quemadura; antes de desaparecer, abriendo como el tañido del arpa, despegaron sus labios: “El amor y el frío nunca han sido amigos”, moduló fogosa, con la fuerza de un corno o de la pintura al óleo; ignífugo atavío, en llamas quedé revestido.

Espero

La soledad comienza a gustarme, le he agarrado el modo, me siento a gusto en su augusta panza, en tono. La oscuridad ayer insondable, donde eran ajenas desde las yemas hasta las plantas hoy comienza a trazar los contornos de mi silueta, que identifico cenicienta entre la aridez de este páramo, como el que más yermo, raso y desamparado, donde aventándole piedras a la luna espero sentado; ahora lo hago, que he armonizado belleza, proporcionado pasión y encausado a mi corazón; espero a la niña tercera, ésa que no llega, a la que algo quiero darle, ¿y qué puedo darle a ella? Amor templado, de demonios mondado, armónico y afable, difluente y replegable, sereno y efable, temeroso y ahotado, devoto y lejano, dehiscente y atrancado; amor templado, capaz de incendiar como el orco más azufrado o enfriar con la inclemencia del enhiesto mistral… Desabrigado conservo intacto mi amor templado en lo que llega una niña con nariz de frutilla roja, cereza, fresa o ciruela, ¡qué más da!; la aguardo sentado con mi amor que templado seguirá mientras siga habiendo piedras y la luna no muera; porque mi amor templado fenece con ella. ®

—Este cuento ganó en 2008 el Primer lugar en el Certamen de Aniversario de la Escuela de Periodismo Carlos Septién García.

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Publicado en: Diciembre 2012, Narrativa

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