Se tardó más de cuarenta años en dirimir que Obregón y Calles habían mandado matar al general Francisco Serrano en 1927. A la mejor en el año 2029 del tiempo mexicano finalmente habrá de saberse cómo estuvo el asesinato de Luis Donaldo Colosio. Más que en los tribunales, la verdad del poder quiere legitimarse en el espacio mediático.
La imaginación criminológica no es menos creativa que la literaria. Ambas se van al detalle. Se encomiendan a la precisión de las recetas culinarias o los experimentos científicos porque saben que para mejor indagar la verdad —o para mejor mentir— es indispensable el detalle. Y Dios está en los detalles. Se refuerzan además las indagaciones científicas del procurador especial Luis Raúl González Pérez con peritajes del FBI y de los institutos de investigaciones astronómicas y nucleares de la UNAM. Para que nadie se quede con dudas. El capítulo que el investigador dedica al Estado Mayor Presidencial se demora en sobradas minucias; explica quién es quién, de dónde vino, quién lo nombró. Hace historia. Muestra currícula. Pero parece mentir con la verdad, pues todas sus verídicas y verificables informaciones sobre la escolta del EMP y sus oficiales en nada permiten establecer que actuaron inocentemente. Demasiadas, excesivas explicaciones. La profusión de datos no demuestra nada.
No carecen, es cierto, de verosimilitud algunas de las más recurrentes hipótesis. Parecen persuasivas y son tan interesantes como cualquier crimen. Se vuelve al punto de partida: Aburto actuó solo e hizo los dos balazos: Salinas de Gortari, presidente en aquel momento, no tuvo nada que ver.
Parecen persuasivas y son tan interesantes como cualquier crimen. Se vuelve al punto de partida: Aburto actuó solo e hizo los dos balazos: Salinas de Gortari, presidente en aquel momento, no tuvo nada que ver.
La lógica suya es que puesto que Colosio era un personaje débil —un astro sin luz propia, un político nada brillante, conocido por sus limitaciones intelectuales— resultaba ideal para el proyecto salinista de continuidad en el poder. Luego entonces se agrede a Colosio para reventar la maquinación salinista de un no improbable maximato. Luego entonces Salinas no mandó matar a Salinas, como cree la enorme mayoría de los mexicanos.
Esta es la teoría que más consenso empieza a tener: que si hubo conspiración, en todo caso fue para sabotear el proyecto continuista de Salinas. La agresión no partió de Salinas sino que fue contra él. La hipótesis criminológica tiende a establecer que Aburto actuó de motu proprio, que él hizo los dos disparos, puesto que Colosio cayó instantáneamente, como sucede con cualquier persona que recibe un balazo en la cabeza: antes de dos segundos ya está en el suelo. (El fiscal especial adereza su hipótesis con unos videos del FBI en los que se ve a tres suicidas de disparo en la cabeza: todavía no termina de sonar el balazo cuando el desgraciado ya está en el suelo. Pero eso no demuestra que ése haya sido el caso del cuerpo de Colosio cayendo a plomo o en espiral.)
El ensayo de Enrique Krauze “Los idus de marzo”, publicado en el número 3 de Letras Libres (en marzo de 1999) tiene la perspectiva del tiempo, así sean sólo cinco años. Trata con respeto la figura del sonorense y se permite observaciones que tal vez no hubieran sido publicables durante el primer año del atentado. Tiene asimismo el encanto shakespereano de la tragedia, pero por muy plausible que sea, por mucho que refrende que tal vez el último refugio de la verdad sea la literatura —por su análisis del personaje y su circunstancia—, lo cierto es que también es especulativo. No dice que así fueron las cosas sino que así pudieron haber sido.
Sin embargo, la onda expansiva de la sospecha social se acrecienta entre más se abunda sobre el caso. Nunca he conocido a un sonorense, por ejemplo, que no crea que Salinas y Córdoba Montoya mandaron matar a Colosio o, al menos, que todo fue resultado de un complot, y no precisamente en contra de Salinas. Ni Alfonso Durazo, ni don Luis Colosio, tienen las mismas percepciones que Krauze. No creen que Colosio careciera del temple de los zorros, no creen que estuviera deprimido, no creen que se haya asustado, no creen que le faltara el empaque de los líderes auténticos, no creen que se hubiera fracturado por dentro. Sí creen, en cambio, porque estuvieron muy cerca de él en sus últimos días, que salvó la estirpe de los sonorenses: que sacó la casta, que se opuso, que dijo no. Y que rompió las reglas del juego. “Yo no renuncio. Si quieren que no sea presidente, mátenme. Métanse en un lío.”
El periodista regiomontano Federico Arreola, en el número del 15 de marzo de 1999 de la revista Milenio, documenta sobradamente que había un rompimiento incorregible entre Colosio y Salinas: “No sé si Salinas lo asesinó o lo mandó asesinar. Sí sé que Carlos Salinas se arrepintió de haber hecho candidato a Luis Donaldo”.
“Si ha hecho bien su trabajo, no hay duda de que Luis Raúl González Pérez tendrá que señalar a Carlos Salinas, aunque lo haga aclarando que no podrá hacer nada más porque, en términos judiciales, no cuente con pruebas para sustentar ninguna acusación.”
La impresión de Federico Arreola, muy amigo de Colosio, es que la ruptura era irreversible. Meditabundo, triste, Colosio sentía que Salinas lo había dejado colgado de la brocha y, en efecto, el presidente se puso a alborotar a Manuel Camacho para sustituirlo como candidato. La campaña de Colosio —quien, por cierto, hacía su propaganda sin el logo del PRI— estaba abandonada desde el punto de vista financiero. Ni Zedillo ni Óscar Espinosa (el que fue jefe de Nacional Financiera y luego del DDF y nunca le salían bien las cuentas) mandaban dinero o no lo enviaban a tiempo. Se hacían tontos. Si alguna cosa está clara en el caso Colosio es que la campaña estaba siendo saboteada: no había ni papel del baño en las oficinas del PRI en Tijuana, los voluntarios priistas ni siquiera tenían bonos para gasolina, en las calles no había pintas ni en los carros calcomanías. ¿Qué quiere decir todo esto? Que se había creado todo un ambiente: un contexto. Una atmósfera. Un escenario. Se corría la voz de que Salinas se había arrepentido y que, de muchas maneras (con ese lenguaje ambiguo y críptico de los priistas) le había insinuado a Colosio que tenía que retirarse. ¿Para qué?
Meditabundo, triste, Colosio sentía que Salinas lo había dejado colgado de la brocha y, en efecto, el presidente se puso a alborotar a Manuel Camacho para sustituirlo como candidato.
Para que no sucediera lo que sucedió.
La especulación colectiva, por otra parte, suele descalificarse de inmediato.
“Ay, otra vez. Ya están delirado. Son como niños”, dicen los funcionarios.
Se dice que la historia oral siempre es injusta porque reproduce las mentiras y las fantasías de la gente. La verdad nunca podrá conocerse si los hechos que se investigan están relacionados con el poder. La vox populi es implacable y salomónica. Cuando la gente decide creer en algo no hay poder humano capaz de hacerla cambiar de parecer. Y no hay pruebas en contra que valgan cuando se quiere creer.
No obstante, la imaginación popular —que no merece el desprecio de nadie en una democracia participativa— sigue siendo hasta ahora tan especulativa como las elaboraciones de la criminología “científica” del procurador González, que no alcanzan a disolver la duda.
Lo sospechoso viene más bien después del asesinato y no tanto de las cosas que según se ha sabido se hicieron antes. Surge de los ocultamientos posteriores. Los encubrimientos. Las diferentes versiones oficiales que se han ido empalmando como un palimpsesto.
Nunca se sabrá.
Y es que ha ido cambiando nuestro modo de relacionarnos con el mundo imaginario. Ya no es a través de la literatura, como cuando los lectores de Dickens esperaban en Boston los bergantines cargados con los nuevos capítulos de Oliver Twist. Nuestras novelas de escasos tirajes caen en manos de un círculo muy reducido de lectores, que no siempre las leen. Depositamos más bien nuestras fantasías en el “espacio mediático” que el periodismo oral y escrito inventa todos los días.
No son imágenes procedentes de las novelas las que se nos quedan en la memoria. Provienen también de los expedientes judiciales como los que manejó el juez Ricardo Ojeda para condenar a Raúl Salinas: un jetta blanco que entra en la noche en Los Pinos con un pasajero cadáver en el asiento de atrás o en la cajuela, el mismo jetta que sale conducido por alguien que en lugar de guantes se pone unos calcetines para no dejar huellas en el volante.
En los años setenta la posibilidad de que el centro de la conspiración estuviera en la residencia misma del poder sólo se daba en una película como Cadáveres ilustres, de Francesco Rosi. Ahora es algo que la realidad no descarta. Y si la novela policiaca propiamente dicha resulta imposible en un país con un sistema de justicia tan ambivalente como el nuestro, lo que parece estar sucediendo es que su lugar lo ocupa ahora el bombardeo cotidiano de las infinitas versiones que se arrojan sobre un mismo hecho. O al menos ésa ha sido la sensación que nos ha dejado el abrumador saldo informativo sobre el asesinato de Luis Donaldo Colosio.
El caso Colosio es una novela criminal sin solución, como lo es la política mexicana de los últimos años (con sus gobernadores narcos y secuestradores), pero a diferencia de la pura invención literaria —que nos divierte y no nos angustia tanto— nos ha dejado anonadados e impotentes, como cuando uno está en un sueño que no se resuelve.
Cientos de miles de palabras se reprodujeron en torno al crimen y nos quedamos más angustiados que antes. Todos los lenguajes se encargaron de manipular el caso: el jurídico, el criminológico, el médico, el político, el periodístico. Y en cuanto pasó el 23 de marzo, todo el mundo se olvidó del caso. Tenía razón Borges: las cosas se publican en los periódicos justamente para que se olviden al día siguiente.
El caso Colosio es una novela criminal sin solución, como lo es la política mexicana de los últimos años (con sus gobernadores narcos y secuestradores), pero a diferencia de la pura invención literaria —que nos divierte y no nos angustia tanto— nos ha dejado anonadados e impotentes, como cuando uno está en un sueño que no se resuelve.
Hubo un intento de desacreditar las “fantasías delirantes” de la imaginación colectiva a fin de exculpar a Carlos Salinas, pero ni siquiera los desmentidos más vehementes —no desprovistos de intencionalidad política y defensiva— consiguieron abolir las “teorías conspiracionistas” que se acumularon durante las últimas semanas y se enriquecieron porque a cinco años del crimen y gracias a la coyuntura preelectoral de 1999 —y la competencia interna en el PRI, de dientes para afuera— han podido salir a la luz nuevos detalles.
La teoría del ambiente: Con la ruptura entre Salinas y Colosio se construyó un escenario, se creó un ambiente, para que se produjera el atentado. El set up.
La teoría de los dos complots: En el escenario del crimen coincidieron dos conspiraciones sin relación entre sí: la de Los Pinos y la de Aburto en solitario, que se adelantó. Es la teoría más literaria: más fantasiosa.
La teoría del Cid Campeador: Se eliminó al candidato porque iba a perder y había que conservar el poder con un muerto.
La teoría del Blow up: a partir de los videos se quiso llegar a una composición de lugar, como hizo al principio el subprocurador especial Montes. El periodista oral Ricardo Rocha relanzó la hipótesis de la complicidad de Othón Cortés al enfocar en la televisión a un extraño personaje que se aproxima —como un jugador de basket— al perímetro de tensión y luego parece ser el mismo que extrae una cosa de la cintura de Othón, una supuesta pistola que no alcanza a dibujarse. El gran misterio sigue siendo que nunca se ve quién empuña la Taurus asesina. Y es que el grano del video no permite la amplificación —el blow up— de la fotografía del cine. Colosio en cámara lenta.
La teoría de la razón de Estado: un gobernante no puede culpar de autor intelectual a su antecesor, aunque tenga pruebas, porque se despanzurraría la institucionalidad misma de la Presidencia y su partido perdería el poder. Ni siquiera Tony Blair lo haría, así le encontrara cosas malas a Margaret Thatcher o a J. Major. No lo hizo la comisión Warren ni L.B. Johnson. Por razones de Estado.
Se descree, pues, de la teoría del asesino solitario que desde el principio —en cuanto se bajó del avión en Tijuana— adelantó el procurador Diego Valadés. Es tan plausible como cualquiera de las otras hipótesis, pero el sentido común de la gente no la acepta, como no la avalan muchos periodistas que no tienen por qué trabajar como jueces ni como notarios. No lo son.
Un gobernante no puede culpar de autor intelectual a su antecesor, aunque tenga pruebas, porque se despanzurraría la institucionalidad misma de la Presidencia y su partido perdería el poder.
Nunca se sabrá realmente cómo estuvo el asesinato de Luis Donaldo Colosio en 1994. Le gente sabe, lo intuye, lo siente, lo adivina, lo deduce, pero no tiene pruebas. En la lucha por el poder —para conseguirlo o conservarlo— se sobreentiende que todo se vale cuando la disputa se da entre fieras humanas, cuya baba más sutil sigue infestando nuestra memoria histórica más inmediata.
No se sabe quién lo mandó matar, pero sí se siente. Hay algo que da el personaje bajo sospecha.
Nadie se hubiera podido imaginar que en nuestro tiempo un hombre de mucho poder fuera capaz de mandar matar a otro político hermano, a un correligionario, a un socio, a un cómplice, a un rival, a alguien que se le salió del huacal, pero la realidad mexicana es más fuerte que la ingenuidad política. Aunque no lo podamos creer, sucede. O por lo menos esa posibilidad la da el personaje. Es lo que emana del personaje. Es algo que no se sabe, que no consta, que no tiene el respaldo de las pruebas, pero que se siente.
Sabemos que un cierto “actor” de la política puede ser capaz de todo, de cualquier cosa, por horripilante que parezca. Sobre todo en un país donde el “procurador de justicia” es parte del poder Ejecutivo, es decir, un empleado del gobernador o del presidente que decide y actúa, casi siempre, por razones políticas. Porque el psicótico, sobre todo si está en la cumbre del poder, es alguien que no sólo carece de cabellera sino de super yo, es decir, de conciencia del mal. Es alguien que no tiene la menor compasión por los demás, es alguien que puede dormir profundamente como un bebé después de haber decidido mandar hacer algo que en una persona sana implicaría un insoportable sentimiento de culpa, una remordimiento insufrible que podría llevarla a la autoaniquilación o, por lo menos, a nunca más volver a sentir en la vida algo parecido a la tranquilidad o la buena conciencia.
El psicótico, sobre todo si está en la cumbre del poder, es alguien que no sólo carece de cabellera sino de super yo, es decir, de conciencia del mal. Es alguien que no tiene la menor compasión por los demás…
A ese instigador o autor intelectual lo que le sucede es que le empiezan a fallar los neurotransmisores. Y ya no calcula bien las consecuencias de sus actos.
Hay una racionalidad, una economía, en el asesinato político. En la tragedia de Macbeth sólo hay un tema: el asesinato. Es el más obsesivo de todos los crímenes creados por Shakespeare. El crimen, el pensamiento sobre el crimen y el temor ante el crimen se adueñan de todo. “En la tragedia sólo hay dos grandes papeles, pero el tercer personaje del drama es el miedo”, dice Jan Kott.
Lo que sucedió con el nativo de Magdalena, Sonora (tierra consentida de dicha y placer), fue que se le salió lo sonorense. Estaba en una situación en la que Pastor y Doberman le plantearon que debía renunciar a la candidatura presidencial.
—Siempre no —le dijeron.
—Pues yo no renuncio —les dijo Luis Donaldo a los perros—. Si quieren que yo ya no sea candidato, chínguense. Mátenme entonces. Porque yo no voy a andar ahí por el mundo como el pendejo al que primero le dijeron que iba a ser presidente y luego le dieron una patada en el culo. Si no quieren, chínguense. Métanse en un lío. Mátenme. ®
* Capítulo de La era de la criminalidad, que saldrá en octubre con el sello de Océano. Se reproduce con el permiso del autor.